En la sierra de Pela, Villacadima
Fin de siglo infernal en las terreras del norte de la provincia. El frío azota los cuerpos con saña y la nieve emblanquece las alturas de nuestra estepa. Vivimos lo que Layna Serrano llamara sonata de invierno. Entretanto, la Sierra de Guadalajara guarda silencio. Durante el verano, chilla, grita, se zambulle en la efímera gloria de lo que pasa y no queda. Sin embargo, en estas fechas permanece sin abrir la boca. Apenas balbucea unos gemidos, posiblemente de llanto, ante su soledad y su tristeza.
A estas alturas de la película, lo mejor que se puede hacer es airear nuestro espíritu en las pérfidas cumbres de la sierra Pela. Cruzamos los pueblos negros allende el macizo de Ayllón, dejamos a un lado las reses que pastan en el Rejal de Galve, para arribar finalmente a Villacadima. Desde el alto por el que se coge el caminillo que lleva a la sima, la estampa de este pueblo resulta estremecedora. Es un choque frontal para nuestros párpados. Soterrada en el manto árido de los secarrales nevados, Villacadima es un grito de rabia, de desolación, de esperanza. No hay nadie. En realidad, hablamos de un pueblo fantasma, de una entelequia, de un barrio de Cantalojas. Algún despistado oriundo de la villa, que los hay a puñados en la capital del Reino, se acerca estos días a echar un vistazo a su casa. Porque, en verdad, casas hay unas pocas. La mayoría en escombros, aunque alguna queda en pie, quizá, como reliquia impenitente del éxodo rural de los años sesenta. Por entonces, los hijos de aquellos legendarios pastores y labradores, que son nobles y animosos, se echaron la maleta al hombro y cerraron la puerta de la historia. Hasta hoy, en que su progreso material pretende resucitar lo enterrado. Veremos.
La defunción de Villacadima, según consta en los papeles oficiales, se produjo en 1979, año en que ya no contaba con población de derecho. Ni siquiera se celebró sepelio por su alma. ¿Por qué? Porque el alma de Villacadima sigue todavía en pie, como lo demuestran las constantes reivindicaciones que proclaman sus salvadores. La última de ellas, el suministro de agua, puede estar más cerca de lo que parece. Pasear por sus callejas repletas de cantos y de hierba, es algo así como una vuelta al tiempo pasado sin salir de las ruinas del presente. Larga agonía y triste decadencia la que ha tenido que soportar este enclave serrano, frío como ninguno, señorial como pocos. Mis amigos del lugar, que son muchos y muy buenos, algunos incluso instalados en pueblos vecinos, siempre exhiben orgullosos sus raíces. Hacen bien. Esas cosas honran a un pueblo, aunque éste no exista como entidad. Las circunstancias que llevaron a la depravación del campo alcarreño, tuvieron la desgracia de cebarse en este desamparado rincón de la provincia. “Nuestro terreno es malo, pero es bonito”, le espetó un lugareño a Caro Baroja en 1965. Poco ha cambiado el panorama. A más de mil metros de altitud sobre el nivel del mar, abocado al perfume salvaje de los vientos del norte, la climatología es sólo un obstáculo más, acaso el menos relevante.
Las crónicas afirman que los árabes están en el origen de Villacadima. Lo probaría la influencia que se palpa en las formas de la iglesia parroquial (s. XII), por otra parte, una auténtica joya del románico guadalajareño. Curioso observar los techos hundidos de las casonas de en derredor y las filas impertérritas de muros de piedra, junto a la teja remozada y la sobria arquitectura del templo. Es un contraste que subyuga la vista y que nos lleva a pensar que, incluso en una situación de degradación física del pueblo, las huellas de la Iglesia permanecen más vivas que nunca. Ciertamente, paradójico. Tanto, como la inmortal pasión que sienten los de Villacadima por sus leyendas, la fuentona del barrio de arriba y los dinteles maravillosos de sus edificaciones. Escribe Laín Entralgo que “Castilla nos exalta la sangre”. Falta hace en una villa de sabor castizo, en cuya silueta decaída se dibujan las miserias del añejo esplendor mesetario. Pero, pese a todo, Villacadima siempre en la memoria y en el corazón de los serranos.