Sigüenza, legado del alma
Llega un momento en el estío en que los pueblos se quedan pequeños para nuestros frenéticos biorritmos. Las personas que vivimos en grandes ciudades estamos contaminados por la atroz vorágine que implica vivir allí y eso repercute en detrimento de nuestro reposo. Por eso, algunos de nosotros, cuando llevamos cuatro días en nuestro pueblo de origen, requerimos de manera imperiosa de mayor movilidad. El viaje a algún pueblo de los alrededores puede ser un buen estímulo para saciar ese ansia de vitalidad. Sigüenza, ciudad hermosa, turística y “eminentísima”, como acertó a decir el escritor Jesús Torbado, es el destino ideal en cualquier época del año, pero muy especialmente en el verano, cuando sus travesías rebosan de gentío y sus piedras resplandecen en el horizonte rojizo de una matinal tan castiza como sus históricos vecinos.
La mañana que me dispongo a visitar la Ciudad Mitrada, acompañado por unos amigos, se presenta apacible, monótona, un tanto triste. Salgo de mi pueblo, Galve de Sorbe, a primera hora del día. Hace algo de frío. Las ráfagas de viento no son suaves, sino más bien frescas, incluso en demasía. El viaje transcurre sin problema alguno. Detrás de un ceñudo cerro, pasadas unas curvas bastante adustas, aparece extendida, en pendiente ladera, la castellanísima ciudad de Sigüenza. Salvador Monsalud, en septiembre de 1916, escribió: “A sus umbrales debiera llegarse en guisa de romero, calzando sandalias y apoyándose en un bordón, como a Compostela y a Santillana…”. Nosotros vamos a Sigüenza con lo puesto, pero con la lección bien aprendida. No nos queremos perder nada. Tenemos en cuenta los tres ámbitos que la forman: la ciudad medieval, que ocupa la parte más alta y se extiende a partir del castillo; más abajo, la ciudad renacentista, que se formó en torno a la catedral; y finalmente está la parte baja de Sigüenza, la de los barrios simétricos que ordenaron construir los distintos arzobispos que rigieron sus destinos.
Nada más cruzar la vía del tren, y después de dejar a la derecha un almacén o puesto de venta mielero –y es que ya lo decía el poeta Gabriel Miró que Sigüenza olía a panal de sabrosa miel- y a la izquierda el río Henares –después nos lo volveremos a encontrar-, lo primero que vemos es la estación de ferrocarriles. Vieja, vetusta, tradicional, acorde con los rasgos que caracterizan la vertiente monumental e histórica de Sigüenza, aunque no le vendría mal una profunda transformación. En la puerta, diversos taxis aguardan a los viajeros del tren. La avenida de Alfonso VI nos conduce a uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Antes hemos dejado, en su parte diestra, el Camino Viejo y hemos cruzado el río Henares, que transcurre sereno, poco caudaloso, anquilosado en la quietud impía de su impudicia. Al final de esta calle, a la derecha, se abre la avenida de Pío XII, que más adelante se denomina de Juan Carlos I, y observamos un panel donde se ofrece un plano e información de la ciudad. Aparcamos el coche enfrente de los juzgados y desayunamos en el bar de al lado. El Fielato, ¡siempre el Fielato, el Fielato de toda la vida!. Ahí fuera, en la calle, hay bastante tráfago humano, se nota que es sábado y de verano. Los fines de semana son siempre aquí movidos y llegan como un aire nuevo que revitaliza la actividad de la ciudad, como mínimo, para los próximos cinco días. Pegando a esta cafetería se encuentra la ermita del Humilladero, de estilo gótico-renacentista del siglo XVI. En su interior, la oficina de Turismo. En el otro costado del edificio y de la manzana, el lugar de asueto predilecto de los seguntinos: un precioso parque repleto de álamos y de lugareños. La Alameda está bonita, pero sin cambiar un ápice desde el primer día en que paseé por ella. No hay atisbos de mejora. Siempre llena de polvo pero, por fortuna, también repleta de gente. Es normal, es sábado. Hay varios clientes en los puestos de bebida del parque, pero la Alameda es un sitio ideal para descansar a la sombra de sus numerosos árboles, olvidar el agobio del calor de verano, comentar la jornada o, en su defecto, echar una partida a cualquiera de los juegos tradicionales y típicos de la tierra. En el Paseo de la Alameda hay movimiento. Es una de las vías más transitadas de la ciudad. A través de esta calle subimos, por el Convento de las Ursulinas, hasta el barrio de San Roque. A la izquierda dejamos el Camino de las Cruces, un rincón evocador, sugerente y tranquilo de la localidad apartado del centro urbano. Desde la plaza Muñoz Grandes -¿por qué Sigüenza tiene tantas calles con el nombre de personas del antiguo régimen?-, por la vía que porta el apelativo del Maestro Serrano Sanz, llegamos hasta la catedral. En la esquina de la casa donde vivió el insigne cronista provincial, eximio escritor alcarreño, puedo ver una placa que le recuerda y que le honra.
El día se ha abierto definitivamente. Ya casi es mediodía y los atrevidos rayos de sol calientan las primeras horas de la mañana. El viajero se siente ufano en la Plaza del Obispo Don Bernardo, al pie de la catedral. En un puesto de venta de prensa, compro los diarios de la provincia que un señor muy amable y campechano me vende mientras me indica ciertas cosas acerca de la catedral. En la Cafetería Atrio, moderna y elegante, desayunan media docena de personas en el mostrador. A sus espaldas, la más importante obra arquitectónica de Sigüenza se yergue con su prodigiosa e impresionante mole de su fachada principal. Y dotando a este edificio de un carácter militar-defensivo, las dos soberbias torres, ubicadas en sus dos costados. Gemelas, idénticas hasta el extremo de estar deterioradas en la misma medida. “La fachada principal de la catedral de Sigüenza logra ridiculizar la escala humana”, leí hace unos días en una guía turística. El género románico y gótico de la época medieval se funde –que no se confunde- creando un templo catedralicio bellísimo y erigiéndose en el monumento señero de la ciudad. Románico simple en la fachada, arcadas góticas en la puerta, y una balaustrada barroca más heterogénea que en ninguna otra ocasión en lo alto, conforman lo más destacado del frontis de una catedral que ordenó construir, por primera vez, el obispo que da nombre a la plaza anexa al magno edificio, Don Bernardo de Agén, en los albores del siglo XII.
La Catedral y sus aledaños
Es inevitable, al hablar de la catedral seguntina, hacer referencia a sus espectaculares dimensiones, acentuadas por la escasa perspectiva para contemplarla que permite la calle Serrano Sanz. Francisco García Somolinos tampoco logró huir del ambiente mágico que irradia: “Cuando damos vista a su magnífico Atrio, y la elevamos a la grandeza de sus dos torres, se arroba el alma y se dirige sin pensarlo a la Divinidad. Increíble parece que en una sierra de Castilla y en una ciudad tan humilde, exista un edificio tan notable”.
Por fin, decidimos entrar a la catedral, que la condesa de Pardo Bazán llamara “recia fortaleza”. Acudimos al campanero, que es el encargado de guiar las visitas. Explica con precisión durante la hora aproximada que dura el recorrido. Si en el exterior ya ofrecía la catedral de Sigüenza un aspecto general de solidez y fortaleza, en su interior esta sensación se confirma plenamente. Me sorprende la riqueza de estilos arquitectónicos que dan figura y realce a las salas interiores del recinto catedralicio, destacando con luz propia el gótico cisterciense. Con planta en forma de cruz latina, está constituida por tres naves y girola, a las que fue adosado un claustro gótico cuadrado, además de diversas capillas y dependencias.
El núcleo de la enorme nave lo forma la estructura del coro. Enfrente está situada la capilla mayor, lugar donde pudimos admirar una de las más importantes muestras artísticas de la catedral: el altar de Santa Librada, de exquisita factura plateresca, con un fenomenal retablo. Pero es en el crucero donde hallamos dos de los elementos más significativos, no sólo de la catedral, sino de Sigüenza. Es en la diminuta capilla de San Juan y Santa Catalina, también denominada capilla de los Arce, donde está la archifamosa estatua recostada de Don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, quizás una de las figuras más conocidas trabajadas en alabastro. Y es curioso el caso de este joven caballero, que murió en 1486 en pleno asedio cristiano al reino de Granada de Boabdil el Chico, pero que no se dio a conocer por este motivo, no fue por su heroicidad ni por su leal defensa de los Reyes Católicos en la histórica contienda granadina, sino por la asombrosa escultura que le evoca y que le representa, tal y como escribió Pedro Lahorascala, como “lector de siglos”. Un portentoso diamante “perfecto y expresivo” –así lo definió Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo-, capaz de impresionar tanto a Ortega y Gasset que, al margen de considerarla la más bella estatua yacente, le inspiró una frase de carácter filosófico: “Nadie sabe quién es el autor de la escultura. Por un destino muy significativo, en España todo lo grande es anónimo”. La verdad es que no cometería ninguna hipérbole si dijera que la tallada cifra del Doncel de Sigüenza es una de las obras de arte más depuradas de estilo renacentista de todo el mundo, y que ha dotado a Sigüenza de una fama, incluso, que traspasa nuestras fronteras. El enterramiento esculpido de este caballero santiaguista es un retablo humanístico y enigmático en cuya hermosura se fijaron los poetas como esencia de su creación. Perpetuar la mirada en la figura esotérica del “Doncel Capitán” –así lo llamó Agustín de Foxá- aplaca el espíritu y oxigena el alma. Alberti cantó del siguiente modo sus probidades en el ABC:
¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,
dulce y quebrado como el de su espada!
Tan doliente, tan solo y mal herido,
¿adonde vas en esta noche llena
de carlancos, de viento y de gemido?
Yo vengo por tu sombra requerido,
doncel de la romántica melena,
de voz sin timbre y corazón transido.
Las personas del grupo que seguimos con avidez las explicaciones del guía somos los únicos que nos encontramos en la catedral, que languidece recostada con firmeza en la penumbra de su dignidad. Ni huele a incienso ni el canto vivo y altanero de los canónigos interrumpe el silencio sepulcral, nunca mejor dicho, que impera en el recinto; y muy lejos quedan aquellas sensaciones que motivaron a Salvador Monsalud a escribir lo siguiente: “Ahora cantaban vísperas… Era algo tan terrible y solemne, con ese aire de majestad y de venganza de los cultos romanos y semíticos. En aquella enorme iglesia, helada, aquellos cantos le dejaron sobrecogido”.
Otro punto sumamente interesante es la visión de los sepulcros de los obispos, formados por sus estatuas yacentes de piedra revestida. En un extremo de la nave, descansa “por los siglos de los siglos” el obispo Bernardo de Agén. En su epitafio se dice que “ennobleció y cercó esta ciudad, reedificó y bendijo esta iglesia en el día de San Esteban, del año 1123”. Antes de salir del interior de la catedral, visitamos el fantástico claustro gótico y accedimos al interesante museo Catedralicio, del que destaco como pieza imprescindible el famoso cuadro de la Anunciación de El Greco. Aunque sabemos que la catedral alberga otros muchos puntos de interés, como el plateresco sepulcro del obispo Don Fadrique de Portugal, obra de Alonso de Covarrubias, abandonamos el edificio con un expresivo gesto de admiración en nuestro rostro sereno, calmado -transmisión acaso del caballero donceliano- pero ansioso por seguir descubriendo el resto de rincones que jalonan la urbe seguntina.
Frente al ángulo de la fachada catedralicia, en la plaza del Obispo Don Bernardo, se encuentra, haciendo esquina, el palacio de los Gamboa, emplazamiento actual del museo Diocesano de Arte Antiguo. En su interior se reúnen miles de piezas originarias de toda la diócesis, además de una Inmaculada de Zurbarán. Y es que no olvidemos que radica en el hecho de haber sido sede de un obispado la importancia histórica de la bien llamada Ciudad de los Obispos, ya que su avance y su atraso -¡qué aciaga incoherencia!- han ido, siglo tras siglo, indefectiblemente ligados a su condición eclesiástica.
La Plaza Mayor y la gastronomía seguntina
Ya son casi las dos de la tarde. Las pupilas de nuestros ojos, una vez dejamos el interior de la catedral, se han acostumbrado a la luminosidad de la rectangular plaza aneja. El sol calienta con saña. La temperatura ha subido sobremanera y el calor tradicional del verano hace ya mella en nuestros cuerpos, pero no en nuestro ánimo, todavía dispuesto a visitar la plaza Mayor antes de comer. Una vez en ella, la vista se alegra de nuevo al descubrir otro distinguido lugar de la Ciudad Mitrada. La plaza Mayor o del Mercado de Sigüenza es un soberbio ejemplo de plaza castellana. No pretendo recargar este escrito con palabras superfluas, pero lo único cierto es que me quedo exiguo de palabras para definir con exactitud y precisión la turbadora hermosura de esta plaza, incomparable por estas tierras. Aquí, en su núcleo central puedo observar su magnificencia, su conmovedora majestuosidad. Hay que vivirlo para sentirlo. Hay que sentirlo para emocionarse. Hay que emocionarse para lograr encontrar la auténtica personalidad del lugar.
La fachada sur de la catedral se yergue presentando la puerta del Mercado, que da acceso al crucero; de estilo románico, con un pórtico neoclásico colocado en el año 1757. Justo a la derecha de la portada se eleva la torre del Santísimo, de estilo marcadamente italiano después de la reconstrucción de 1939. La torre es estrecha y cuadrada. La fachada lateral de la catedral, en la que destaca su armonía asimétrica y un gran rosetón, se erige en la parte baja de la exuberante plaza Mayor de Sigüenza, que está engalanada por casas soportaladas en dos de sus laterales con arcos a distinto nivel en función del declive del terreno. La plaza Mayor fue edificada en el siglo XVI por el Cardenal Mendoza, y su primitiva finalidad fue hospedar el Ayuntamiento, la Casa de la Tesorería y el Mercado. Hoy por hoy, preside el lugar la Casa Consistorial, del siglo XVI, renacentista, posee una fachada de dos cuerpos con arcadas y galería superior. Los escudos de la ciudad me resultan sorpresivos y admirables. Detrás de sus soportales pasea un hombre de avanzada edad que lleva un vetusto bastón. Nos mira con cara de resignación. Su rostro parece comunicarme que el pueblo ya no es lo que era, que ahora es un producto de turismo, un escaparate para el visitante y que de sus ciudadanos nadie se acuerda. Tengo la sensación de que a los foráneos, a los forasteros del pueblo como mis amigos y quien esto escribe, este buen hombre nos ve a como a sus enemigos, esos que le han arrebatado a Sigüenza la intimidad y la magia que antaño tenía y transmitía. Yo no lo creo. Sigüenza se nutre de turistas porque buena parte de su futuro depende del desarrollo de ese sector, y ello no es óbice para que pueda seguir mostrando, como así hace, todo el esplendor del que viene haciendo gala desde muchos siglos atrás. De frente al Ayuntamiento, a la izquierda, reposan bajo un sol de justicia que atiza las primeras horas de la tarde seguntina, unas graciosas casas de no más de dos pisos todas ellas, con las tradicionales balconeras, algunas ornamentadas con bonitas flores, ya habituales en las plazas serranas dignas de ser marco de una postal de Castilla.
Son más de las dos de la tarde y ya es hora de comer. Conocemos, porque ya lo hemos comprobado en otras ocasiones, de las excelencias de que goza la gastronomía de Sigüenza. En realidad, desde mi punto de vista, creo que junto a la monumentalidad y la artesanía, la cocina seguntina es una de sus mejores cartas de presentación. Y Sigüenza y los seguntinos se esmeran en seguir manteniendo el mismo nivel culinario cada año. La Ciudad Mitrada es un prestigioso burgo turístico dotado de una red de servicios esenciales entre los que se encuentra la infraestructura hotelera y restauradora que posee. Hay muchos mesones y de calidad. Eso sí, algunos más caros que otros, pero puedo dar fe de que la práctica totalidad se esfuerzan en mantener el listón muy alto, y se empeñan en que el visitante se lleve un grato recuerdo de Sigüenza y sus restaurantes.
El mesón por el que nos inclinamos estaba lleno; comprensible en la época estival. Me decidí por lo típico pero lo más sabroso y suculento: cabrito asado de la serranía de Sigüenza. Sublime manjar capaz de satisfacer al más exigente de los paladares. Al cabo del almuerzo, me decido a apuntar algunas notas que me servirán, después, para escribir esta crónica.
La calle Mayor, las Travesañas, la plaza del Doncel, el castillo…
Después del ágape, volvemos a la plaza Mayor. A esta hora de la sobremesa, la ciudad está tranquila. El sol hornea con vehemencia, con fervor, haciendo relucir con particular brillo los edificios y casas de la ciudad, incluso las hojas de los árboles del parque. En la Alameda, a la sombra de los arbustos, grupos de personas mayores juegan apasionadamente al guiñote, al mus, al tute o a cualquier juego de naipes. Mientras, en las calles la actividad ha descendido. Retomamos la visita. La calle Mayor, empedrada y empinada, comienza en un lateral de la Casa Consistorial. Es el barrio más antiguo de Sigüenza. Observo los talleres y las exposiciones de los maestros de la artesanía. Encuentro las tradicionales alfombras y tapices, y los espejos envejecidos, decaídos. Sigüenza muestra orgullosa su riqueza artesana producto de un trabajo realizado con todo escrúpulo y esmero. Las casas son, por esta zona, antiguas, muy antiguas, lo suficiente para transferir un aroma inconfundible de rectitud y gravedad. A la izquierda queda la iglesia de las Clarisas de Santiago, con su peculiar portada del siglo XII; y a la derecha las dos Travesañas, la Alta y la Baja. En la primera hay lugares de gran interés. El primero, la casa del Doncel, un pequeño palacio del siglo XV que fue propiedad de los Arce; lo demuestran los escudos esculpidos en la fachada de esta Casona donde vivió el joven guerrero. La plaza del Doncel está muy deformada, y la casa del insigne luchador, degradada hasta el extremo de no ir en consonancia con la imagen global de aquel recoveco de la Ciudad Mitrada. La iglesia románica de San Vicente Mártir queda situada al otro costado de este minúsculo emplazamiento. El paseo por esta Sigüenza medieval es tranquilo, pausado, sobretodo a esta hora de la sobremesa. La Travesaña Alta nos conduce a la plazuela de la Cárcel, diminuta pero entrañable. Pervive en este romántico rincón el antiguo edificio del viejo ayuntamiento, pero he de destacar también la arquitectura popular. Estamos en pleno casco histórico. Es la zona más deprimida, más profunda, pero a la vez más acogedora y sencilla de Sigüenza. Una calle adyacente a esta ínfima plazoleta nos conduce a la plaza del Castillo. En este punto confluyen diversas callejuelas del viejo entramado urbano de Sigüenza. Es este sitio ancho, abierto, altivo, majestuoso, finamente reconstruido; si bien es cierto que lo que impresiona es el tremendo contraste entre la estrechez de las calles cercanas y la amplitud de esta empedrada plaza castiza. Enfrente aparece la enorme masa del castillo de Sigüenza, del siglo XII, coronando la ciudad en un terreno donde se asentó el prehistórico castro ibérico, el romano, la ciudadela visigoda y la musulmana sucesivamente. Ha estado ocupado muchos siglos por los “eminentísimos” obispos que gobernaron la ciudad, pero hoy ha sido convertido en un bello Parador Nacional de Turismo, el único de la provincia de Guadalajara, por lo que ha sido muy reformado y restaurado con absoluto celo artístico, donando para la ciudad una instalación turística de primera magnitud en unas inmediaciones que hace tan sólo poco más de veinte años no eran más que unas simples y míseras ruinas, fruto de numerosos expolios y destrucciones. La figura prolongada de esta fortaleza medieval, la segunda construcción más alta de la ciudad, es uno de los referentes, el otro es la catedral, por los cuales se diferencian perfectamente los distintos ámbitos que conforman la urbe y, al mismo tiempo, se exhiben como dos sellos distintivos de calibre monumental.
Son casi las seis de la tarde, pero el día sigue siendo espléndido, y continúa luciendo el sol, aunque ya con tibieza. Por las calles de la ciudad se ven autocares y coches con matrículas de lo más pintorescas, grupetos de turistas que caminan por las empinadas calles de la Ciudad del Doncel con cara de estupor; no se esperan que en el corazón de Castilla, en pleno Sistema Central, en el centro de esa tierra castellana inmensa repleta de “decrépitas ciudades”, que decía el poeta, hubiera una ciudad de las características de Sigüenza. Nosotros seguimos nuestro recorrido y llegamos a la Puerta de Hierro. Sobre este lugar leí hace unos meses un artículo de Serrano Belinchón: “desdicen las formas, los colores, los arreglos nada en consonancia de las casas vecinas; inconcebible agravio manifiesto a la monumentalidad de Sigüenza, falta de sensibilidad por parte de quien haya sido en la que uno prefiere no creer cuando piensa en el celo de los seguntinos por todo lo suyo”. El Arco del Portal Mayor es otro antiguo acceso al recinto amurallado. Es rincón para postal y es un gustazo poder traspasar este alto y estrecho arco de la época del Medievo.
Estamos ya en la calle Valencia. Otro mundo. Hemos dejado la Sigüenza medieval y hemos entrado en la de siglos más tarde. Descendemos por la Bajada de San Jerónimo, que nos conduce hasta la Parroquia Santa María de los Huertos, gótica con portada plateresca en su interior. Me llama la atención su roca de un rojo vivo y pasional y un detalle simpático, rural: la cigüeña que habita en el campanario de esta iglesia. La tarde va cayendo poco a poco. La calle de la Cruz Dorada nos lleva a la del Humilladero, una de las arterías principales de la ciudad. En la plaza Hilario Yabén hay tránsito, de coches y de personas. En este rincón confluye la calle, quizás, más comercial de Sigüenza, la del Cardenal Mendoza, recientemente remodelada con gran acierto por el Ayuntamiento. Pasear por esta travesía, al igual que por toda la ciudad, es como trasladarse al pasado, un pasadoesplendoroso, épico. Te transporta a la ciudad de hace cuatro o cinco siglos, cargada de una historia rica y variada. La temperatura ya ha bajado. El día se va cerrando y la noche aparece como un foco más, un punto de vista –quizás no el más adecuado- añadido para visitar la otra Sigüenza, la que aparece cuando las farolas con luz de neón iluminan unas calles que, incluso a esta hora, todavía mantienen una febril actividad, intensificada por la gran oferta hostelera, restauradora y de pubs nocturnos que ofrece la Ciudad del Doncel. A esta hora de la caída de la tarde, la Alameda es una médula importante de reunión para los seguntinos. Algunos pasean, otros charlan animadamente, los mayores juegan a los bolos, a la petanca o a cualquier otro juego de cartas. “Veinte en copas”, espeta un anciano saboreando las últimas caladas de su farias.
El cielo está ya rojizo, pero no existe uniformidad en los colores. El verde de la Alameda, el bermellón de los últimos rayos de sol, el de las lucecitas de las calles, el de las fachadas de las edificaciones… Toda una realidad dionisíaca que bosqueja una imagen verdaderamente espectacular de la Sigüenza nocturna. Cenamos en otro interesante figón, y la hora de la despedida se va acercando. Desde la carretera de Palazuelos, la estampa nocturna de la Ciudad del Doncel no puede ser más espectacular. El castillo, con el alumbrado de noche, me parece aún más imponente. Las luces de neón de las calles permiten admirar la vertiente íntima, discreta y recóndita de la vieja ciudad. Me voy de Sigüenza, pero ya tengo ganas de volver, y lo haré en cuanto pueda. Me he pasado todo un día aquí, entre sus gentes, entre sus muros, entre sus aires, y aún después de escribir esta crónica tengo la sensación de que me dejo muchas cosas en el tintero, abundantes puntos que no he podido o no he sabido remarcar. Pienso que Sigüenza es demasiado para conocer en un día entero, es mucho para descubrirla a fondo en tan poco tiempo.
La ciudad de los Obispos, joya urbanística de Guadalajara, auténtico paradigma del románico, genial para los que aprecian el Medievo, se rebela siempre como una ciudad activa, atractiva, lozana, sobria pero elegante, profesada de elementos artísticos y a la vez fina en su grabado general. Pero Sigüenza es más que todo esto, es más que unos pocos edificios de gran valor histórico y artístico. Sigüenza es también sentimiento. Sólo los elegidos captan sus aires medievales, bañados por una estupenda amalgama de estilos arquitectónicos. Ya sea a orillas del río Henares, en el parque de la Alameda, al pie de las torres gemelas de la catedral, en la gigantesca plaza del Castillo, debajo de los soportales del Ayuntamiento o en la mesa de un buen restaurante, la grandeza de Sigüenza se manifiesta en cualquier rincón y en diferentes facetas. Y lo siento, hasta aquí he llegado. Si no he sabido explicarle, estimado lector, de una manera más exacta o ajustada la belleza del lugar, acháquelo, sin duda, a mi torpeza para escribir. Le aseguro, no obstante, que me he limitado a describir lo que mis propios ojos han podido ver. He dejado constancia de lo que mi alma sintió cuando estuve por aquellos lares. Esa era la intención, además de arengarle a usted, amigo lector, a viajar a esta noble ciudad. Sigüenza es una urbe para recordar, para visitar a pleno rendimiento, con un afecto, no sólo de estima, sino de pasión pero también de culto. Cuando pasee por sus calles debe ser como rendir homenaje a una inmensa obra de arte, a un regalo del cielo que cualquier persona con una mínima sensibilidad por la cultura y con un elemental buen gusto, debe admirar y custodiar. Sigüenza, legado del alma porque sólo con el alma se puede degustar.