Guadalajara

3 marzo 2006

CAMINOS EN LA SIERRA DE PELA

Yermas tierras de nieve

Nueva Alcarria
Raúl Conde

Es un rincón escondido e inaccesible. Frías e inhóspitas elevaciones serranas que marcan el límite con la Castilla vieja. Es la zona norte de la provincia, un territorio de relieve muy replegado con sierras como la de Pela, de considerables alturas. Ante la contemplación de tal paisaje, permanezco impávido, con un sano estupor. Pero lejos de transmitirme frialdad, provoca una incontenible concupiscencia de recorrer, una vez más, tan tentadores lugares agrestes.

La mañana de invierno se ha presentado gélida. Campos castellanos secos y ásperos que en la matinal de hoy se encuentran cubiertos de un blanco descorazonador y triste pero romántico y bucólico. El olfato se revela inútil ante escenario tan dantesco. Las altas temperaturas no permiten oler, ni la miel seguntina ni el perfume que desprende la sequedad de la tierra. Nada interrumpe el sepulcral silencio, salvo el soniquete afligido del viento que azota a esta hora matutina. Los cánticos de los grillos y de los gorriones, los de los buitres leonados que sobrevuelan sin apenas batir las alas, y el grito agudo de un halcón peregrino que declara sus derechos en el cantil, han desaparecido de estos parajes, cercanos al valle o ribera del curso alto del río Sorbe. Pero tan desangelados lugares no cercenan ni en una mínima proporción mi anhelo por redescubrirlos. Lejos de aquellos días de verano en los que el sol luce con vigor y el bullicio ciudadano revitaliza la ya de por sí apagada vida de estos pueblos, el presente tiempo es el ideal para conocerlos en su interior, con su auténtica personalidad y desprovistos de engalanamientos festivos propios del estío. Horas de silencio y de paz para observar de primera mano la dureza que representa vivir en esta zona, pero también para volver a gozar en estos lares y con estas gentes. Cuando los primeros y tibios rayos de sol hacen acto de presencia, cruzo el desmochado puente sobre el río Manadero. A la derecha, el popular merendero, a la izquierda, la villa de Albendiego, marco sin igual para el emplazamiento de la ermita más característica del románico de Guadalajara. Un diamante que se ha conservado con admirable apego de los habitantes de un caserío que se yergue en una amplia y enfondada cuenca. Es un edificio muy bello sitiado por una arboleda inusual en la zona y ornamentado con un extraordinario ábside señero y una sorprendente piedra tallada, amén del carácter arquitectónico general que potencia la solemnidad del edificio. A su lado, viendo transcurrir el pasar de los días sumido en la monotonía y escombrado en la crudeza de la soledad, Albendiego, desamparado en una singular posición de la Sierra, con su renovada casa Consistorial. El viejo y estrecho camino asfaltado de la entrada le hace permanecer unido con la carretera local, y cual nexo de fusión sin parangón alguno, con la civilización de nuestros tiempos. No se ve ni a una ‘rata’, ni siquiera en la fuente de la Plaza del Reverendísimo Dr. Ricote. Tan sólo a un labrador, con una mirada también románica, que se apresura con su tractor a realizar las tareas del campo. Cree que Santa Coloma le apoyará en ellas.

El paisaje es austero, con todas las connotaciones positivas de este término. Atrás quedó, en el horizonte, el castillo roquero de Atienza y sus llanuras estériles y áridas que la divina Naturaleza ha querido convertir por estas fechas en yermas tierras de nieve. La mañana avanza en Somolinos, interesante población. Desayuno en la pensión “Los cazadores”. Mientras anoto las primeras palabras en mi cuartilla, reflexiono sobre la profusión del arte románico en la cultura de estos pueblos. Producto de ello es el legado arquitectónico-religioso medieval que, con características sencillas y armoniosas, se presenta en una situación geográfica cuyo gran atractivo reside en su hostilidad. Vuelvo a la realidad. Lo mejor de Somolinos está en las afueras del pueblo. La laguna es un fuerte contraste paisajístico con el resto de la agreste zona. Bañada en aguas del jovencísimo Bornoba, es un estanque natural, de aguas heladas y claras. Una mancha azul… y verde entre las paredes calizas que la circundan, rodeada de carrizales y chopos.

La carretera asciende en fuerte pendiente salvando el desnivel del zócalo calizo. Las llanuras, rectas y solitarias, cercanas a Campisábalos dan una sensación de plenitud. Son las parameras desabrigadas de la Sierra Norte. Dos ancianos pasean por ellas mientras el silbido de los pájaros anima la soledad de la Plaza Mayor. En el centro del pueblo está la iglesia de San Bartolomé, regalo del siglo XII. Austeridad y ruralidad se plasman en este coqueto recinto religioso medieval. Hemos sobrepasado el mediodía y el tiempo, aunque con lentitud, mejora progresivamente. En la actualidad abandonado, Villacadima es otro entrañable pueblo de esta vertiente de la Sierra Pela, el más septentrional de nuestro itinerario. Amargas y melancólicas vibraciones. Apenas la ermita y una fuentona en lo más alto de la población destacan del conjunto. Villacadima es un pueblo fantasma de Castilla, propicio para ambientar alguna narración del gran Miguel Delibes. Aquí, como en el Valladolid del insigne periodista de El Norte de Castilla, también hay viejas historias y legendarias leyendas que bien pudieran merecer mayor detenimiento.

Pinares y pastos se suceden en la carretera que nos retorna a Galve. El valle va abriéndose. La vacada en el Rejal anuncia el aprovechamiento ganadero ¡por fin algo productivo! de esta zona. Las reses del recrío de los hermanos Esteban de mi pueblo descansan al pie del cerro de Galve, en el que se asienta el castillo de los condes que ‘señorearon’ en pleno Medievo. La muela de Galve está por completo bañada de un blanco de película. Los campos han cambiado, el terreno es más llano y mejor comunicado. Las casas, con personalidad propia, mantienen ese aire serrano de luces. Echan humo las chimeneas del caserío y el cabrito en el horno del Asador del pueblo.

Parajes como los descritos en esta crónica se repiten a borbotones por toda la ancha Castilla. Tierra ésta todavía por conocer, a veces olvidada, una tierra de sorpresas, una tierra, un paraíso por descubrir. En Sigüenza, soberbio ejemplo de población castellana, es tarea harto complicada substraerse al ambiente prodigioso que se respira, y como sin quererlo, un increíble sentimiento recorre el cuerpo y te deja evadirte del mundanal ruido y, con plena conciencia, huyes de todo esfumándote a otro mundo, el de las piedras que cuentan la historia de siglos y siglos, el de las calles que respiran cultura por los cuatro costados. Nada mejor que los versos de Machado para reflejar las probidades de una tierra que el ilustre poeta andaluz estimó como si fuera propia:

“¡Castilla varonil, adusta tierra,
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra
tierra inmortal, Castilla de la muerte!”

El recorrido llega a su fin. Han sido unas horas de sumisión en unas tierras celosamente envueltas en un manto copioso de nieve que no socava, en absoluto, el ambiente mágico sobre el que se ciernen los restos de un pasado esplendoroso, las miserias de un presente complicado y las desesperanzas de un futuro deprimente. Resistid hermanos.