Las playas del sol
Muy temprano, me levanto de la cama y sacudo el desasosiego. Rebusco en las estanterías. “Nada al despertar que no hayas / considerado con cierta mueca”, escribe Mallarmé. Se va el verano y entra un otoño ventoso que sólo alegran las peñas de Guadalajara y las cosas buenas de la vida: la cerveza, los libros y las mujeres de la facultad. En un cajón perdido, mientras se hace el café, encuentro un ejemplar de la revista Triunfo del 24 de agosto de 1968, con un precio de 15 pesetas. El titular de portada es el que encabeza este artículo. En la fotografía de acompañamiento se observan a unas niñas cogidas de la mano, andando con parsimonia por la orilla de Puerta Umbría, en Huelva. El texto de interior lo firma Luis Carandell, barcelonés de nacimiento y atencino de andares. La añoranza del pasado es una pérdida de tiempo y, en ocasiones, un desbarajuste de lágrimas. Pero el recuerdo de lo que fue y no volverá dignifica nuestra condición. Conozco coetáneos míos que desean haber nacido veinte años antes, en el ocaso de la autarquía. Otros dicen que contra Franco vivíamos mejor. Pero lo dicen con la barriga llena.
Las playas del sol de los sesenta empezaban a ser lo mismo que hoy. Acaso las playas son de las pocas cosas que no han cambiado en todo este tiempo. Entonces la gente sentía angustia y rabia, aunque muchas familias de clase media podían comprar el armario que, treinta años después, utilizan para una serie de televisión. El franquismo sigue presente. En las placas del instituto de la vivienda que cuelgan en miles de bloques de nuestras ciudades. En las losas de los cementerios. En las cacerías montadas para apañar contratos y adjudicar urbanizaciones. En la recomendación del abuelo o del padre al nieto: ‘no te metas en política, que todo son problemas; tú te sacas una carrera y te colocas en un banco”. El franquismo subyace en la prepotencia del poder y en los putos amos que arman sus brazos políticos a la carta, bien aposentados en los consejos de administración. Por ejemplo, Altadis, la antigua Tabacalera. Privatizan la empresa y despiden a cientos de trabajadores en Sevilla y Tarragona. Luego sale su director general y proclama que han saldado el ejercicio con decenas de millones de superávit. Otro ejemplo, a otro nivel: aparecen dos señoras en Televisión Española y aseguran haber visto extraterrestres en el desierto de Almería. Conclusión final: cualquier imbécil puede llegar a ser algo.
La poética de la mañana trata de amansar a las fieras. “La esperanza retrocede y pule / sin que un astro pálido surja”. Como un témpano de hielo, a la hora de comer, llegan las noticias. La costa se tiñe de negro. Las mujeres de los mariscadores protestan al bombero Rajoy, pero aplauden al Rey y le cuecen el pulpo. Los barcos se hunden. Los trenes descarrillan. Los aviones se estrellan. Mueren los obreros del ejército y de las refinerías de petróleo. Los estados que predican el liberalismo económico -¡qué casualidad!- se oponen a la venta de medicamentos genéricos a los países subdesarrollados. Ahí están, pues, los jodidos proteccionistas de la industria farmacéutica norteamericana. Y los parias de la Tierra, siempre los mismos, caen con impunidad al dictado de unos señores encartonados. El propio Gobierno español, con esa sinceridad característica, aseguró conocer el paradero del compatriota capitán de navío muerto en Irak. Días después, tras aparecer su cadáver, la esperpéntica ministra de Asuntos Exteriores reconoció que todo había sido una broma, o sea, que mintió. ¿Cuál ha sido nuestra respuesta? Nula. Enterramos al finado y a esperar otro añito las playas del sol.