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2 marzo 2006

ARTÍCULO DE OPINIÓN

Antropología

La antropología estudia el comportamiento del ser humano. No distingue de razas, de sexos, de religiones. Su fin es profundizar en la raíz de la especie humana. Esta idea se aleja del estereotipo hasta ahora edificado entorno a esta ciencia, en la que sólo parecen tener cabida los ritos tribales de culturas muy lejanas en la geografía
Raúl Conde

A menudo se intenta trivializar una ciencia para hacerla más cercana al gran público, para que éste la pueda domesticar sin temor alguno a caer en sus farragosos vericuetos. De este modo surgen los programas de televisión que ridiculizan la política o los artículos de Historia de algunas revistas pseudointelectuales. La antropología no ha tenido siquiera esa suerte. Su participación en la esfera social se reduce a círculos minoritarios y, además, se omite su presencia en temas tan candentes como la inmigración, el ascenso de los neonazis de Haider al Gobierno de Austria o los casos de maltrato a mujeres.

La antropología estudia el comportamiento del ser humano. No distingue de razas, de sexos, de religiones. Su fin es profundizar en la raíz de la especie humana. Esta idea se aleja del estereotipo hasta ahora edificado entorno a esta ciencia, en la que sólo parecen tener cabida los ritos tribales de culturas muy lejanas en la geografía. Kepa Fernández de Larrinoa, profesor de la Universidad del País Vasco, sostiene que “la antropología se afana por descifrar los significados vigentes”. Sin embargo, su entronque con otras ramas, como la etnología, la etnografía o el folklore, permiten identificarla como una disciplina que abarca terrenos significativos, no sólo en lo social y político, sino también en el ámbito religioso, cultural y ritual. Justo es afirmar que, dado su establecimiento en la Universidad, la antropología goza de un calado del que carecen los folcloristas o los etnólogos. Se estudian y se agrupan, por poner un ejemplo, las tradiciones de la provincia de Guadalajara, pero pocos se atreven a interpretar su sentido primitivo, su origen ancestral, su encaje en las leyes, pautas y normas de comportamiento que rigen las estrategias de convivencia de culturas, en este caso, de la Europa occidental. Pienso que es en este punto en el que radica la principal función de los que miran la identidad humana desde una óptica antropológica.

Mercedes Fernández Martorell, doctora en antropología de la Universidad de Barcelona, ha escrito que “el objeto de análisis de esta materia ha sido siempre las diferentes culturas y sistemas de vida en los que ellas conviven. Es decir, la actividad de los actores de nuestra especie al organizar y recrear el vivir compartido”. O lo que es lo mismo: en contra de alguna creencia más o menos extendida, la antropología trata de nosotros, protagonistas de diversos sistemas de vida, y de nuestra capacidad para construir “fronteras y puentes culturales”, para erigir nuestra propia identidad. La antropología es la piedra angular en el proceso de asimilación de las dos actividades fundamentales del ser humano: pervivir como especie y sobrevivir como cultura. Así, pues, en ello estamos en estos tiempos de globalización económica y resurgimiento de nacionalismos y minorías étnicas. Máxime, teniendo en cuenta que el próximo jueves Castilla-La Mancha celebra el Día de la Región, jornada como siempre propicia para la exaltación local y para la “construcción de una identidad colectiva” (cómo no, inventada, aunque sostenida en el título VIII de la Constitución española). Y, aprovechando que ya ha comenzado el circo de la Feria del Libro de Madrid, me atrevo a recomendar el volumen titulado “Cultura y pertenencia en Castilla-La Mancha. Notas antropológicas” (Celeste ediciones. Biblioteca Añil, Madrid, 2000). Tampoco es un Quijote, pero a mí me ayudó a descifrar el por qué del nacimiento y el desarrollo de nuestra autonomía, por supuesto, desde un prisma netamente antropológico.