El callejón de las esquinas rotas
Encima de mi mesa todavía zascandilea un recorte de “El País” que trata de la Gran Vía madrileña. Patricia Gosálvez cuenta en su artículo que “las cifras siguen impresionando: 1.300 metros de largo; 11 semáforos; 88 portales, de la calle de Alcalá a la plaza de España; 4 paradas de metro; y 9 cines, sólo en sus aceras”. La Gran Vía es una calle donde todos los gatos son pardos. Porque su territorio natural, aquél para el que fue concebido, no es el día, sino la noche. Cuando cae el sol, la vida emerge en el territorio comanche del chalaneo humano. Los tipos se mueven con desparpajo. Traficantes, chulos, ladrones con pajarita, príncipes del dinero, prostitutas, mujeres teñidas, capitanes desalmados, ayudantes de cámara, actrices, zapateros, ancianos de rompe y rasga, ricos con cara zarrapastrosa, pobres con cara de hambre, señores aseñorados, señoras enjoyadas, homosexuales sin plumas y una pareja joven dándose el lote en un banco de hierro.
Madrid es una ciudad que a los madrileños se les ha ido de las manos. Ya Mesonero Romanos describía “el lujo y la multitud de los almacenes y tiendas de comercio en que están convertidos hasta los mismos portales de las casas; la animación consiguiente á este inmenso movimiento mercantil” (El antiguo Madrid, 1835). Ahora todo se sale de madre porque todo se queda pequeño. Da igual que pongan patas arriba el centro con la nueva estación de cercanías en Sol. Da igual que construyan una M-50. Dan igual las autopistas radiales. El rompeolas de todas las Españas, según la veía el poeta, ha pasado por la fragua de la globalización. Lavapiés parece una sesión plenaria de delegados venidos desde cualquier punto del globo. Los okupas del Laboratorio 3 han encontrado un cuarto. Aquí todo el mundo tiene cobijo. Todos, menos los jóvenes que no pueden acceder a una vivienda, simplemente, porque no hay. Los planes del omnipresente Gallardón no contemplan esta posibilidad, a la espera de construcciones faraónicas en el suburbano o en la rondas de circunvalación. Madrid es una metáfora de sí misma, una manzana podrida pero sabrosa. Algo inexplicable. Escribió César González-Ruano: “ninguna ciudad tiene la vivacidad, el desequilibrado equilibrio, el prodigio como costumbre y un orden casi cartesiano del puro barullo como Madrid”.
La resaca matritense reposa con desahogo en el ojo del huracán. Cañitas en el museo del jamón, cenas argentinas en De María o whiskis en Chicote. Pocas cosas más castizas que la barra del Museo Chicote, acaso la plaza de Manuel Becerra, con sus fachadas adustas, el humo de los autobuses y los abuelos con boina. Los madrileños, naturales y de adopción, huyen de las cuatro paredes en las que conviven para evadirse. Se van a la sierra, a las playas o a comer chipirones al sur. El caso es olvidarse de sus políticos nauseabundos y del calor insoportable. Las personas difícilmente estamos contentas con lo que tenemos. La ambición desmedida es el cáncer del alma. Cada día nos obligan a trabajar más para ganar más y consumir más. Como si la cantidad de ingresos fuera sinónimo de felicidad. Hay cosas mucho más importantes que el dinero… ¡pero cuestan tanto!, decía Grouncho Marx. Pasear bajo las luces de neón de la gran arteria y crecer a su arrullo no tiene precio. Madrid es una ciudad repleta de callejones que huelen a orina. Pero hay otros callejones, de aceras anchas y tráfico abundante, que amanecen con la luna y cuyas esquinas se rompen a cada paso. La Gran Vía, a la que el maestro subyugaba por “lo internacional, tentacular y trepidante”, parece un oasis reluciente. La Gran Vía: un tugurio maravilloso, un antro de escándalo, una manera rabiosa de seguir cebando nuestra pasión por vivir. Y la tenemos aquí. A la vuelta de la esquina, a golpe de billete. No hace falta rebuscar en el espacio. Un amigo, que lee esta crónica antes de tiempo, dice que no hay que olvidar la china para liar un canutillo. Madrid bien vale una juventud.