Crónica madrileña
Madrid vive en un convulso estado de excitación por dos revoluciones inminentes. Una política, debido a la cercanía de las próximas elecciones y el baile de promesas de los candidatos: desde cincuenta centros de salud y siete hospitales a la construcción de decenas de kilómetros de metropolitano. La segunda, de carácter arquitectónico, es muy habitual en las grandes urbes. Se pretende abandonar las viejas maneras, las siluetas desgarbadas de los edificios con personalidad, para conceder espacio a gigantescas torres ideadas por arquitectos de prestigio. Mucho cristal, mucha altura y muchos millones de euros para el diseño de la capital del siglo XXI. “Hay que quitarse la boina”, advierte Ricardo Bofill. Ignoro si merece la pena embarcarse en tal aventura. Lo que es seguro es que, irreversiblemente, modificará de forma sustancial el paisaje del “viejo poblachón manchego”.
En medio de la tormenta de proyectos, la posibilidad de que Madrid organice los Juegos Olímpicos de 2012 –es la única de las capitales de la ‘vieja Europa’ que todavía no lo ha hecho- se atisba como la mejor excusa para reivindicar otro concepto de ciudad, con menos parquímetros y más equipamientos culturales. Pienso que es una buena noticia que el actual alcalde ceda el bastón de mando. Los deshechos de la movida no merecían un ayuntamiento rancio y entregado al pasado. Porque, no lo duden, la institución municipal resulta básica para aglutinar voluntades y, sobre todo, para conseguir incentivar a la población. El logro más importante de Barcelona 92 no residió en el éxito organizativo, ni en las infraestructuras caídas del cielo, ni siquiera en la publicidad de la tierra. El puntazo fue el entusiasmo de la gente, vibrante y contagioso. Los ciudadanos salieron a la calle para celebrar que por fin la historia se había acordado de la periferia. Desde el primer momento existió un espíritu colectivo que fue transformándose en trabajo, trabajo y más trabajo. Las Olimpiadas consolidaron por muchos años la alegría de vivir al calor de la costa mediterránea. Claro que, faltaría más, nunca llueve a gusto de todos: “Hemos pasado del legítimo orgullo de sentirnos barceloneses, a un patrioterismo de patria chica, de campanario, a mirarnos cada día en el espejo y decirnos: ‘Mecachis en la mar salada, ¡qué guapos que somos!” (Manuel Trallero, en La Vanguardia, 24.3.2003).
En una exposición reciente debajo de las fuentes de Colón, miles de personas han recordado o descubierto los principales pasajes históricos del Foro. La galería de regidores, los ensanches, el auge capitalino, los anuncios de Mahou en sepia, la música de los Urquijo en los ochenta, las nocheviejas en la Puerta del Sol, los goles en el Bernabéu y el Calderón, los indigentes, el olor de la tinta de periódicos atrasados, las porras con chocolate y las praderas de San Isidro. Así hasta llegar a la Operación Chamartín, fenomenal pelotazo inmobiliario, remodelación del paseo de La Castellana y aledaños que marcará un hito en el urbanismo local. “Humareda blanca. Parece la copa de los árboles talados, a cuyo pie queman ramas y raíces. Los mirlos, muy negros, andan de aquí allá entre los almendros ya en flor. En el suelo verde, grandes manchas de ceniza” (Juan Ramón Jiménez, ‘Apunte de primavera en el Retiro’, 1917). “Rompeolas de las Españas”. El clásico machadiano nos recuerda que Madrid es así. Público y privado. Altanero y castizo. Recalcitrante y moderno. La cañita y pincho de tortilla en la tasca y el metro que vuela. Los cafés añejos y el botellón en Tribunal. Los tejados austriacos y las horrorosas formas de la arquitectura metálica. Almudena Grandes, en la presentación del libro “La vida golfa” en Villa Rosa, decía que ésta es una ciudad “odiosa y querida”. Madrid, aun siendo una puta jungla, apasiona.