Castilla

2 marzo 2006

BURGOS

Aranda de Duero, entre copas

La ruta de la Ribera del Duero tiene en Aranda su joya más preciada y un núcleo turístico de considerables dimensiones que ha desarrollado una compleja pero eficaz red de industrias, de comercios y de servicios.
Raúl Conde

Hablar de Aranda de Duero en un periódico alcarreño es algo tan comprensible como decir que Castilla, la Castilla parda que dibujó el poeta, no sólo se reduce a Guadalajara y parte de Cuenca, incluso Madrid, sino que abarca la zona más septentrional de la Castilla compañera de inolvidables rutas, de la Castilla leonesa que, junto a la nuestra, conforma el actual territorio del antiguo reino más poderoso de la Península.

A la burgalesa ciudad de Aranda se llega, atravesando la provincia de Guadalajara, después de recorrer multitud de diminutos pueblecitos de Segovia, toda ella un vergel de vistoso colorido, que hacen de la provincia, cuya capital es ciudad Patrimonio de la Humanidad, un auténtico punto de referencia para los viajeros del turismo de interior. Recuerdo, cuando era más pequeñito, que mi padre, guadalajareño él, me llevaba a Aranda aunque sólo fuese para pasar el día, disfrutar del ambiente y de sus calles, repletas de un sano trasiego, y aprovechar para comer aquellas sopitas castellanas y aquellos asados que tanto le satisfacen a mi padre, gusto que por cierto ha heredado su primogénito. Pues bien, decía que recuerdo que para llegar hasta Aranda, desde nuestro pueblo serrano de Galve hay como unos 75 kilómetros, gran parte del trayecto transcurría por la provincia de Segovia y, sin embargo, Aranda florecía como un oasis repleto de fábricas y edificios modernos en las tierras hermanas por las que el Cid paseó, para regocijo de patriotas ibéricos, sus batallas y afrentas que tanta gloria, a veces efímera, ha donado para la historia de nuestra querida España. Y sí, sí, yo iba a Aranda recorriendo Segovia, pero Aranda es burgalesa, una Villa Realenga (al tratarse de Aranda es imprescindible transcribir estas palabras con la inicial en mayúscula) en lo monumental cuantitavemente pobre pero en lo gastronómico, cualitativamente rica y sabrosa.

La ruta de la Ribera del Duero tiene en Aranda su joya más preciada y un núcleo turístico de considerables dimensiones que ha desarrollado una compleja pero eficaz red de industrias, de comercios y de servicios. Ello la han convertido en la capital de la Ribera y en un ejemplo a seguir por otras urbes, teóricamente más importantes. Éstas han visto como una ciudad, a priori inferior, se les ha subido a las barbas y, entre retazos de leche y lechal, se ha erigido en un pilar de la geografía de Burgos y en un centro de reconocido prestigio económico, gastronómico y turístico. Y en eso los expertos tienen razón. Nada más entrar a la ciudad, al viajero mínimamente observador no se le escapan dos detalles fundamentales para comprender su idiosincrasia: Aranda de Duero es la perfecta combinación de historia y modernidad, ha recogido en la memoria colectiva de su pueblo la tradición entre los muros de sus iglesias y casonas, los aderezos de sus lechazos asados y la finura y elegancia de sus caldos. En Aranda han prodigado, y ya es extraño esto en una ciudad castellana, las fábricas y las industrias; pero estos elementos, sin duda de vital importancia para el progreso económico, no han obstaculizado la preservación de sus monumentos, pocos pero bellos, y de su exquisita y castiza cocina.
Y es que el asado de cordero, plato por excelencia de Aranda, de Castilla y casi de nuestro país, es difícil catarlo mejor que en esta bulliciosa capital ribereña. El secreto está en la raza de las ovejas, destacando la churra para asar. Los arandinos ofrecen estos manjares cárnicos con el delicioso aderezo de sus salsas, con la caricia de la brisa de la meseta castellana que mima la carne que, en el fuego de los hornos de los mesones, se convierte en extraordinario fruto de un lento pero gustoso maridaje. Y todo ello, acompañado por los excelentes vinos de la Ribera que hacen de la gastronomía de Aranda un lujo y un disfrute para el paladar. Y si al lechal le unimos los congrios, las morcillas fritas, la chanfaina de cordero, los pimientos cocidos, y de postre, las yemas o empiñonados, podemos afirmar sin rubor que Aranda no sólo es la “catedral del asado” sino la culminación definitiva de una forma tradicional y sugerente de atraer la gente a los figones.

De modesto patrimonio, lo más destacado es su casco histórico jalonado por la hermosa iglesia de Sta. María, ejemplar del gótico burgalés tardío. Pero Aranda ofrece al visitante algo insólito: las raíces de su historia vinícola se manifiestan en un ancestral laberinto subterráneo de bodegas, respiraderos y pasillos comunicados entre sí por diferentes galerías. Es una inusitada Aranda que surge con el encanto y la personalidad de sus símbolos más representativos: las bodegas, el vino… El subsuelo de la villa queda de esta manera impregnado por el recio sentimiento de las centenarias piedras que envuelven el fiel testimonio de los tiempos.

Hirviéndose junto al río, Aranda de Duero espera siempre al visitante con la alegría generosa y cautiva de quienes están seguros de que, entre sotos y arboledas, caldos y asados, no defraudarán en absoluto la enorme confianza depositada por los visitantes en un renovado y culinario burgo emergente. Los habitantes de la villa, auténticos artífices de este resurgir arandino, aquellos que un día Francisco Umbral tildó de manera imperdonable de “pueblerinos y paletos”, guardan en sí mismos lo más granado de la espectacular esencia castellana.