Termina el mes de julio y las carreteras andan plagadas de fatigados alcarreñitos dispuestos a engullir el asfalto o la playa. Así es el verano y así se comporta esta nueva burguesía de medio pelo, tan típica de nuestros modernos estados de Occidente. Me refiero a esos ejemplares de la llamada clase media que tanto exhiben los liberales, o sea, los que abominan de la revolución para crear empleos basura. Me conformaría con que esta lacra se centrara sólo en España, pero la realidad es bien distinta. El Primer mundo disfruta de la arena de Alicante mientras la inseguridad, la ignominia educativa y el paro nos asfixian hasta decir basta. Pero ese es el problema: que la gente no dice basta, al contrario, se regocija en sus cuatro duros creyéndose que la condición de obrero, o de currante, a secas, se abandona tan pronto podemos pagar dos letras. Matt Arson, periodista estadounidense, dijo un día que “la ignorancia puede ser curada, pero la estupidez es eterna”.
Siento haber desviado tanto el tema, porque lo que a mí me interesa ahora es focalizar la pluma en los encierros taurinos. Confieso que soy profano en la materia y que la apodada “fiesta nacional” apenas me atrae desde su prisma humano o social, incluso sociológico. No soy un entendido de los toros, ni tampoco lo pretendo. Aunque a veces me toca capear el temporal, y no precisamente de lluvia y nieve. Los pueblos de Guadalajara dicen que en este época calurosa caen todos subyugados por el poderoso atractivo de las reses bravas. Y yo digo que no, que no podemos olvidar que los pueblecitos de la sierra norte, por ejemplo, apenas se dejan de llevar por esta costumbre a la que también consideran ancestral. Reconozco, empero, que en las eras de la Campiña y del Señorío, y de las Alcarrias celianas, el toro es el emblema mayúsculo de las fiestas populares. Y el estío es el tiempo de su mayor explosión. Abundan en nuestro terruño las capeas, los encierros por el campo o en las calles de la capital y hasta las corridas, por cierto, no siempre satisfactorias. Que se lo digan al aficionado arriacense que, año tras año, viene sufriendo y denunciando la incompetencia de la empresa Balañá en el cartel de Ferias de una plaza de tercera. Pero esa es otra historia, y ahí la dejamos por ahora.
No voy a disertar sobre la figura del toro. Doctores tiene la Iglesia. Su historia, su ritualidad, su imagen iconográfica en la península ibérica y el resto de sesudas cuestiones taurinas ya las estudió, profusamente, el profesor Caro Baroja. Simplemente aspiro a contar la presencia de este animal en los festejos patronales de los pueblos alcarreños. Hay que joderse, pero también hay que aceptarlo: el toro es la estrella de los programas de actos. Los jóvenes y los que no lo son tanto corren raudos a ponerse delante de la bestia con el objeto de que no les pille. Es un ejercicio necio, vulgar, pero valiente. Y lo cierto es que los que corren encierros afirman sentir una emoción inenarrable, vamos, como si estuvieran en un vía crucis nihilista. Pero desde la barrera, los toros se ven mucho mejor. Navego por internet y encuentro una carta firmada por Mariano Santiago, oriundo de Yunquera de Henares. El escrito es una perorata a favor de la tradición torista de Guadalajara y una reseña de la peña “El Quite”, un grupo de amiguetes yunqueranos amantes de los encierros taurinos. Juntan cuatro perras a escote para la merienda, se arman de valor y viajan de Soria a Ciudad Rodrigo, de Cuéllar a San Sebastián de los Reyes, de Onda a Vall d’Uxó. Han corrido los encierros de media España porque, según confiesa don Mariano, “esto nos gusta más que a un tonto una tiza”. Relata este paisano en su escarceo digital lo arriesgado de su afición a la tauromaquia. Y siendo así, es extraño el verano que alguno de los componentes de esta peña no termina lesionado “por un percance traumatológico o incluso alguna cornada”. Sarna con gusto no pica, pero siempre hay herejes que se resisten. Antonio Gala escribe: “llamar fiesta a un rito tan sangriento como una corrida de toros es lo contrario de llamar sacrificio al rito incruento de la misa”.
Mi primera y última visita a las fiestas de San Fermín sirvió para derrocar el áurea mística las rodea. Desde un punto de vista costumbrista, la celebración no tiene miga: si prescindes de los borrachos y la vestimenta, los Sanfermines se asemejan a las Vaquillas de Teruel o las mismísimas Ferias y Fiestas de nuestra capital. No quiero comparar la Estafeta con Virgen del Amparo o Mercaderes con Boixerau Rivera, pero para beber cerveza, comer un pincho y participar en un encierro no es imprescindible peregrinar hasta Pamplona. Es una fiesta -ojo- bonita, simpática, alegre. Pero no tiene ninguna singularidad, excepto el “riau-riau” y el “Pobre de mí”. Lo mejor de ir al norte es hablar con sus habitantes. Los navarros tienen en su sangre la nobleza maña y el carácter vasco; se les nota en la cara y en el acento. Sólo aquélla sociedad puede compatibilizar la renta elevada de sus contribuyentes, su régimen foral, su altísimo autogobierno, con las fotos de los presos etarras en las tabernas del casco histórico. Es una cosa que impresiona, se lo juro. Pero, dejando la política a un lado, sorprende la pasión taurina de los pamplonicas. Este año, Aureliano Fernández, arenero de la plaza de toros de Guadalajara, pastor de nuestros encierros, sufrió la penetración del asta del toro a la altura del axila. No es la primera ni la última víctima. A pesar de los accidentes, a pesar de las trabas burocráticas para los consistorios, a pesar del riesgo, el hombre siempre busca lo prohibido y rehúsa la ordinariez.