Bacon, el arte y la violencia
Así como el Retiro es el pulmón verde y la M-30 el cementerio de asfalto, el Museo del Prado es la reserva espiritual de Madrid. La colección permanente es un lujo reparador, de los que levantan el ánimo y alimentan el espíritu. Pero las exposiciones temporales tampoco defraudan. Estos días finaliza la retrospectiva de 62 obras del pintor irlandés Francis Bacon, un acontecimiento cultural de primera magnitud. Primero se exhibió en la Tate de Londres y, tras recalar en el Prado, viajará hasta el Metropolitan de Nueva York.
¿Por qué una exposición de un artista contemporáneo en uno de los templos de la pintura clásica? Quizá por varias razones. La primera porque Francis Bacon está considerado ya un clásico. Reciente, pero clásico. La segunda porque desde hace diez años nada se había organizado sobre su figura y su obra. Y la tercera porque Bacon guardaba una especial relación con Madrid. Venía con frecuencia. Le gustaban sus tascas, su ambiente bohemio. Le fascinaba perderse por las salas que ahora acogen sus cuadros. Y murió en Madrid el 28 de abril de 1992. Le ingresaron por una neumonía y fue incinerado en el cementerio de La Almudena. Nacido en Dublín, era hijo de ingleses protestantes y tuvo una personalidad tan fuerte y atormentada como su propia obra. Su padre le echó de casa a los 17 años tras descubrirle jugando con la ropa interior de su madre. La homosexualidad la vivió siempre al rebufo de impulsos sadomasoquistas y de caballeros maduros que atraía como un imán. Vivió al límite. Entre el pesimismo y la desolación, entre la figura de hombre moderno y sus ribetes de clasicismo. Francis Bacon está considerado uno de los pintores más importantes del siglo XX. Una referencia ineludible. Un icono de las vanguardias. En una entrevista con Juan Cruz, el pintor confesó: “Cuando pinto sólo trato de excitarme, de conseguir una emoción en el estómago”.
La exposición del Prado se organiza en diez grandes apartados: Animal, Zona, Aprensión, Crucifixión, Crisis, Archivo, Retrato, Memorial, Épico y Final. Los títulos ya dan una idea clara de las obsesiones de Bacon. Comenzó a pintar en los años cuarenta, marcado por el final de la Segunda Guerra Mundial. Ya entonces, sus piezas irradiaban violencia, desgarro, dolor. Según los entendidos, bebió de las fuentes de Miguel Ángel, Rembrandt, Van Gogh, Giacometti y Velázquez. De éste último tomó su retrato del papa Inocencio X y lo deformó en varias secuencias, a veces con pose histérica y otras al borde la risa. La obra de la Crucifixión, que pintó en 1933, representa una de sus cumbres estéticas. Bacon emociona y fascina al mismo tiempo. Hace pensar. Busca golpear a sus espectadores, en el sentido más artístico de la palabra. La centralidad de su trayectoria reside en la naturaleza mortal del hombre. Según el crítico Francisco Calvo Serraller, “es el pintor de la irredenta carnalidad”. Goza con los sentidos. Engulle las bajas pasiones. Resulta paradójico disfrutar tanto contemplando una pintura repleta de miradas grotescas y óleos que transmiten el dolor en toda su crudeza. Es imposible no emocionarse, por ejemplo, ante el «Tríptico inspirado por el poema de T.S. Eliot Sweeney Agonistes». En primer plano se sitúa una silla cubierta por ropa masacrada y al fondo de la estancia vemos una ventana con una persiana medio cerrada de tela azul oscuro que nos descubre una noche negrísima. El pintor, probablemente, recordaría los versos del propio Eliot: “Nacimiento, copulación y muerte. Son lo que hay cuando se desciende a lo esencial: Nacimiento, copulación y muerte”.