Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo
Adivino que, después de la avalancha inmisericorde de reportajes y artículos consagrados a conmemorar los 30 años de la muerte de Franco (a la que me sumé con desvergonzada alegría), estarán ustedes hasta la coronilla del General, de la guerra que encendió y del régimen vomitivo que impuso. La verdad: yo también lo estoy. Si reincido en la desvergüenza no es por masoquismo, sino por un motivo de peso, y es que por vez primera desde que tengo uso de razón me ha parecido entrever un atisbo de desacuerdo con un artículo firmado por Javier Pradera (La huella del régimen, EL PAÍS, 20-N-2005). Como ustedes comprenderán, uno no puede dejar pasar así como así semejante acontecimiento -más que nada por no perder la esperanza de que la discrepancia de aquellos a quienes más se respeta sea la esperada señal de que uno ha accedido de verdad a la vida adulta-, de forma que lo que sigue es un intento de celebrar el hecho y de tratar de explicar -o, mejor dicho, de explicarme- ese desacuerdo.
De entrada lamento decepcionar a quien espere sangre, porque comulgo casi al cien por cien con lo que se dice en el mencionado artículo. En el casi está el detalle. Si la he entendido bien, toda la argumentación de Pradera está recorrida por una reticencia apenas velada respecto de la expresión «pacto de olvido» con la que de un tiempo a esta parte algunos designan (o designamos) la voluntad de hacer tabula rasa sobre la que se edificó el tránsito de la dictadura a la democracia en España, así como de las consecuencias que de ello derivan (o derivamos) «los sectores más radicales de la generación posfranquista, llegada a la adolescencia o nacida después del 20-N», es decir, no sé si por casualidad -pero desengañémonos: en los artículos de Pradera nada es casual-, la generación de José Luis Rodríguez Zapatero. Respecto de la expresión misma, la reticencia de Pradera está, en mi opinión, del todo justificada: además de haberse convertido ya en un cliché -y de quedar, por tanto, prácticamente inutilizada-, lo del pacto sugiere la imagen rocambolesca, apenas digna de unos dibujos animados de medio pelo, de unos señores siniestros, con chaqué y sombrero de copa, sentados en un sótano, en torno a una mesa anónima, y firmando a espaldas de todo el mundo una ley de omertà que la ciudadanía tuvo que acatar so pena de morir en medio de horribles tormentos. No, las cosas no fueron tan sencillas, truculentas o pintorescas (o sólo lo fueron en la mente obnubilada de cuatro talibanes con complejo de Peter Pan), así que tal vez la palabra olvido no sirva: tal vez serían más pertinentes la palabra «aparcar», la palabra «soslayar», la expresión «dar de lado», como cuando en una negociación política sensata se aparcan -o se soslayan o dan de lado- aquellos asuntos en los que se sabe que el acuerdo es de entrada más difícil para abordar aquellos otros en que las diferencias pueden salvarse con facilidad. Admitamos, entonces, que eso fue lo que ocurrió en la Transición: no se olvidó, sino que se aparcó, se soslayó o se dio de lado el pasado. Admitamos también que fue necesario. Incluso que fue inevitable, porque durante la Transición la caja del pasado no era menos temible que la de Pandora. Salvo los ya mencionados talibanes, que yo sepa nadie propone una enmienda a la totalidad de la Transición; y, menos que nadie -al contrario de lo que sospecho que teme Pradera-, los nietos de la guerra, quienes, más vale reconocerlo enseguida, probablemente hubiéramos sido incapaces de hacerla, o bien la hubiéramos hecho con resultado de catástrofe: nosotros también procuramos no chuparnos el dedo, así que no ignoramos el esfuerzo de equilibrios inverosímiles y de dolorosas renuncias que, en muchos casos con coraje admirable, hizo posible que los protagonistas y los hijos de los protagonistas de la guerra nos condujeran sin traumas indigeribles del franquismo a la democracia, y muy necio o muy petulante habría que ser para no entender que es mucho más difícil perdonar -y, en consecuencia, propiciar el discurso de la reconciliación- para quienes, como los protagonistas y los hijos de los protagonistas de la guerra, han padecido en sus carnes la injusticia que para quienes, como los nietos, sólo la conocemos de oídas. No se trata, pues, de escatimarle méritos a nadie; se trata de reconocer lo obvio: que, como no podría ser de otro modo, las circunstancias históricas impusieron notorias limitaciones a la Transición. De reconocerlo y de actuar en consecuencia.
Porque los problemas que se aparcan al principio de una negociación política sensata no pueden permanecer aparcados para siempre, a menos que uno se resigne a que la negociación fracase. A mi juicio, esos problemas irresueltos podrían resumirse en dos. Pradera escribe que «el revisionismo de los nietos no debería ignorar que la copiosa historiografía sobre la II República y el franquismo publicada desde la Transición desmiente de forma tajante en el terreno académico la teoría del pacto del olvido». Tiene toda la razón: al fin y al cabo, y hasta donde alcanzo, nuestros historiadores han hecho bastante bien su trabajo (no peor que los franceses, pongo por caso, y en algún sentido bastante mejor); pero el mismo Pradera reconoce que ese conocimiento del pasado se limita al «terreno académico». Ése es precisamente el problema: nadie sabe mejor que los historiadores -como lo sabe el propio Pradera- que ese conocimiento no ha llegado a la sociedad, permeándola y permitiendo en consecuencia instituir un relato consensuado de nuestro pasado inmediato que, como un mínimo común denominador, sin tergiversar la realidad histórica, sea aceptado por la mayoría de la sociedad. Para probar lo anterior bastaría con echar un vistazo a la avalancha de artículos y reportajes acogida por la prensa el pasado 20-N -y a más de un editorial-, pero es todavía más ilustrativo hacer lo propio con los libros de texto que se usan en las escuelas. A diferencia de lo que ocurre en Italia, Francia o Alemania, en España ese relato común no existe. Podría ser un relato muy sencillo, pero la realidad es que no existe. Podría por ejemplo decirles a los niños: «Había una vez en España una República democrática mejorable, como todas, contra la que un militar llamado Franco dio un golpe de Estado. Como algunos ciudadanos no aceptaron el golpe y decidieron defender el Estado de derecho, hubo una guerra de tres años. La ganó Franco, quien impuso un régimen sin libertades, injusto e ilegítimo, que fue una prolongación de la guerra por otros medios y duró 40 años». Eso es todo. Claro, es un relato simple, incluso simplista, pero ni una sola de las palabras que lo integran es, me parece, falsa, ni traiciona la verdad de la historia. Por supuesto, luego podrían introducirse muchas matizaciones. Podría, por ejemplo, añadirse lo siguiente (un añadido que nos hubiera ahorrado el espectáculo, grotesco si no fuera siniestro, de ver a un veterano de la columna Leclerc y a un veterano de la División Azul desfilando juntos por la Castellana el 12 de octubre de 2004): «No siempre es fácil distinguir la moral de la política, pero a veces es conveniente y hasta útil. Moralmente hubo gente buena y gente mala en los dos bandos, como hubo asesinatos en los dos bandos y en los dos bandos hubo barbaridades y horror e idealismo. Políticamente, en cambio, no hay dudas: los buenos -los que tenían la razón política- perdieron la guerra; los malos -los que no tenían la razón política- la ganaron’. Así que podría matizarse el relato tanto como fuera preciso, y hasta desde luego contradecirse, pero eso no alteraría su verdad y aceptación esenciales. Lo cierto, sin embargo, es que, dado que ese relato común no existe, con el tiempo puede acabar imponiéndose cualquier otro; por ejemplo, el del retrato de Franco que Vázquez Montalbán profetizaba para una enciclopedia futura: ‘Gobernante autoritario que salvó a España de la Segunda Guerra Mundial y de la amenaza comunista, que puso las bases para el desarrollo económico y la entrada en Europa’. Y, si no éste, alguno de corte similar. Si la profecía se cumpliera -y a estas alturas nada indica que no pueda cumplirse-, no cabría más remedio que concluir que el resultado de la sensata decisión inicial de aparcar o soslayar o dar de lado o no abrir la caja del pasado hubiera sido el fracaso total de la negociación; es decir: el olvido, que dejaría así de ser un cliché para designar una realidad inapelable. Pero el del olvido es sólo un problema; el segundo -la segunda gran limitación propiciada por la Transición- es en rigor una consecuencia del anterior, y es tal vez más grave. En mi desvergonzada contribución a la avalancha de artículos sobre el 20-N recordaba yo una lección tristísima, aunque también inapelable, que enseña Isaiah Berlin, una lección que tarde o temprano, me temo, aprendemos todos a la fuerza, pero sobre todo quienes han participado o participan en procesos políticos similares a la Transición. Según Berlin, los más nobles ideales que animan a los hombres -justicia, libertad, igualdad, convivencia- son a menudo irreconciliables entre sí, y por tanto el triunfo absoluto de uno -la libertad, digamos- conlleva o puede conllevar la absoluta derrota del otro -digamos la igualdad-. Sea como sea, el hecho es que durante la Transición todos los partidos políticos consideraron que el triunfo absoluto de la justicia, que hubiera significado el retorno de la legitimidad republicana, el juicio de los responsables del franquismo y la reparación de sus víctimas, hubiera acarreado la absoluta derrota de la convivencia y la libertad, de forma que la sociedad española decidió mayoritariamente sacrificar la estricta justicia en aras de la libertad y la convivencia democrática, como si todos hubiéramos aceptado que la justicia absoluta puede ser la peor de las injusticias. Volvamos a admitir que eso fue necesario, incluso inevitable; volvamos a reconocer que la Transición fue, con todas sus limitaciones y recortes y concesiones, un éxito. Pero entonces admitamos también que esa operación supuso relegar, postergar y humillar a mucha gente, y simplemente olvidar a otra, y que, pasados 30 años desde que decidimos aparcar el asunto, es hora de reparar esa injusticia flagrante. La oportunidad es de oro: por una vez -y sin que vaya a servir de precedente: no hace falta ser Isaiah Berlin para adivinarlo- podría hacerse justicia sin sacrificar ningún otro valor esencial, lo que tal vez sería la mejor contribución que los nietos de la guerra podrían realizar al trabajo que los protagonistas y los hijos de la guerra realizaron con éxito en la Transición, cancelando una deuda que ésta había dejado pendiente; o dicho de otro modo: dado que ni la libertad ni la convivencia democrática corren ya peligro (o no más que en cualquier otra democracia occidental), es evidente que ha llegado el momento de hacer justicia, aunque sólo sea por una razón elemental, y es que o se hace ahora que todavía están vivas las víctimas del franquismo o ya no se hace nunca o sólo cuando ya es tarde. Eso es lo que, si imagino bien, tenía en mente Rodríguez Zapatero -que puede ser cualquier cosa, incluido un nieto de la guerra, menos un peligroso radical de izquierdas- cuando hace un año constituyó la llamada Comisión de la Memoria, presidida por la vicepresidenta del Gobierno, cuya misión fundamental consistía en la rehabilitación moral y jurídica de cuantos españoles padecieron la violencia ilegítima de un régimen que los castigaba por defender o haber defendido la legitimidad republicana. Sin embargo, todo parece indicar que los trabajos de la Comisión de la Memoria están paralizados. No es una buena noticia. Según una encuesta del CIS citada en un editorial de este diario, el 75% de los españoles defiende el reconocimiento y reparación, por parte de la España democrática, de las víctimas de los dos bandos de la guerra. Las víctimas del llamado bando nacional fueron honradas por el franquismo, que hizo cuanto pudo por reparar su sufrimiento; es una obligación de la democracia honrar y reparar moral, jurídica y económicamente a las víctimas del bando republicano, que fueron las que sufrieron por defender otra democracia. ¿A qué viene entonces tanta lentitud, tanto titubeo, tanta pasividad ante algunas decisiones que técnicamente no parecen más complejas que, por poner un ejemplo, la de la retirada de las tropas españolas de Irak? Salvo nuestros irredimibles talibanes, nadie busca ya revancha, nadie busca ya juzgar a nadie; se trata simplemente de abordar por fin un problema aparcado durante 30 años por imperativos de la realidad, de empezar a administrar la memoria pública del franquismo de una forma razonable, pedagógica y consensuada, y de reparar de todas las formas posibles las injusticias infligidas a sus humillados y ofendidos. No entiendo cómo podría justificarse un nuevo aplazamiento de esa obligación, ni qué perjuicios no meramente partidistas o coyunturales podrían derivarse de su cumplimiento, pero entre sus beneficios se encontraría tal vez el alivio venial de ahorrarnos avalanchas inmisericordes de artículos y reportajes cada aniversario de la muerte de Franco, y la alegría capital de ver por fin confinado el franquismo en el ominoso rincón que le corresponde, allí donde incluso la derecha, que parece incapaz de emanciparse de su legado, abjuraría de una vez por todas y para siempre de él. Pero, ahora que lo pienso, o mucho me equivoco o tampoco Javier Pradera entendería ese error. Así que la discrepancia es ínfima. Así que no hay nada que celebrar. Así que no hay nada que explicar o explicarse. Así que uno nunca llegará a ser un adulto. Con este hombre no hay manera.