La manipulación del muerto
Hace falta que muera el periodista para que digamos que fue un buen hombre, que sirvió bien a la noticia, que fue leal, generoso, humilde y magnánimo. Es necesario que esté bajo tierra para que no pueda matizar los elogios, precisar las imperfecciones, replicar que no hay para tanto y mantener en silencio a los enemigos.
Un aura de respeto ilumina al muerto. El aplauso regateado en vida es regalado ahora que se ha transformado en un objeto manipulable a bajo coste.
El último castigo que los vivos inflingen al muerto es violar su memoria.
Ley de vida. Profanaciones de avidez carroñera.
Al saltar la noticia de la defunción, los vivos se apuran a rascar el fresco de una vida.
Hay quien se lleva una anécdota y la exagera, hay quien reivindica protagonismo en la grandeza del fallecido. “Yo le di la primera oportunidad”. “Yo le visitaba en su casa cuando nadie iba a verlo”. Los vivos se adornan con cristales de colores robados en la capilla ardiente. Color bondad, color maestría y sabiduría.
Es el último favor que el difunto hace a los vivos. Permite que los enemigos se disfracen con los atributos que le han sustraído a traición. Los limpia de impurezas. Los viste con piel de oveja.
Mientras los amigos del alma se quedan atrás, a pie de página, junto a los alumnos que crecieron en su huerta, los enemigos, maquillados de hipocresía y vanidad, ocupan lugares prominentes en los funerales.
La desgracia del enemigo entra, entonces, en la carne del muerto, que empieza a corromperse.
Su espíritu, libre de soplos malignos, se adhiere, por último, a las gargantas de los que aprendieron de él, y ahí se queda, escociendo, aguando los ojos, listo para seguir viajando, sano y salvo, sin perderse.
En memoria de Llorenç Gomis, Julio Anguita y Ricardo Ortega (periodistas)