Del ‘calçot’ al cielo
Ustedes me perdonarán, pero con tanta indecencia que hay repartida por el mundo, como comenta hoy Enric González, conviene refugiarse en aquello que merece la pena. Por ejemplo, comer. Dos de las cosas que más me gustan de Cataluña son el pan con tomate y la butifarra. El triunvirato podría completarse con los famosos calçots. Y ahora estamos en temporada porque suelen consumirse de otoño a primavera, hasta abril. Me he vuelto a acordar leyendo la columna de Joan Barril en El Periódico, titulada, precisamente, «Del ‘calçot’ al cielo». Me ha gustado el texto y me ha gustado el título porque entronca una frase arquetípica del casticismo con una costumbre más catalana que la Virgen de la Moreneta. Y me gusta la gente que escribe en positivo, uniendo ideas o conceptos en apariencia lejanos.
Vayamos al grano. El ‘calçot’ es una cebolleta que se asa a fuego, no sobre las brasas. Cuentan que tiene su origen en el siglo XIX. Su capital es el Alt Penedès, sobre todo Valls, una ciudad recoleta y dinámica donde un día me encontré a una monja que era de Campisábalos. Ya ven, cosas de la vida, y de la emigración. El ‘calçot’ posee una carga totémica, telúrgica. Como bien dice Barril, es sinónimo de fiesta y de comer en grupo. Nadie se imagina una ‘calçotada’ en soledad, como nadie se imagina a un castellano comiendo una chuletada o una barbacoa solo. Es un alimento humilde, modesto. Y quizá por eso gusta más. En Tarragona se sirve en tejas y se come con un babero porque acaba uno con las manos negras. La cebolla se pela y se moja en la salsa romesco, otra especialidad de la tierra. El festín suele completarse haciendo en las brasas que han dejado los ‘calçots’ unas chuletas y unas butifarras, y hay quien dice con maldad que si no fuera por la carne te quedas a dos velas. Sea como fuere, Cataluña ha convertido las ‘calçotadas’ en una fiesta arraigada a mesa y mantel, donde uno disfruta casi tanto de la compañía (si es buena) como de lo que hay en el plato. Las asociaciones, los grupos de amigos, los familiares, las colles castelleras, incluso los ayuntamientos. La primavera invita a los sanedrines gastronómicos, y se las inventan de todos los colores. En el barrio de Sants, en Barcelona, que por tantos motivos no me es ajeno, organizaron en febrero una «calçotada anti-crisis» que ofrecía un manojo de ‘calçots’, la salsa, butifarra, pan, agua y vino. Y todo por 9 euros.
Por cierto, la cosa va exportándose. Es preferible que quien pueda, se acerque a cualquier pueblo de Cataluña, sobre todo en el Penedès y en Valls, a comer ‘calçots’, pero si lo tiene que hacer fuera recomendaría dos sitios. Uno, en la ‘Franja’ que marca el límite con Aragón (la tradición se ha extendido hasta allí); y dos, en Madrid, aunque he oído hablar bien de Can Punyetes, vayan a Casa Jorge [C/. Cartagena, 104]. No los posan en una teja, pero están bien asados y servidos. También los ofrecen en La Huerta de Lleida [Cuesta de Santo Domingo, 16], pero allí es probable que le den un sartenazo en la receta. Lo digo por experiencia. En cualquier caso, para preparar unos ‘calçots’ no es imprescindible ir a un restaurante. Basta con tener una ascuas y una parrilla. Pero siempre en compañía, en grupo, con gente.
En cuanto a los vinos que le van a una ‘calçotada’, sin ser un experto, me atrevo a recomendar un Raimat potente, de Costers del Segre, o algún crianza del Priorat, que además es la tierra donde más se cultiva el ‘calçot’. Así el maridaje es completo. Y la felicidad.