Periodismo

20 diciembre 2005

La libre expresión, en el banquillo

Para que florezcan sociedades libres, los límites de la libre expresión siempre se deben ampliar, no estrechar
La Vanguardia, 20-12-05
Ralf Dahrendorf

No hace mucho tiempo, había júbilo por el hecho de que el mundo libre y sus valores habían prevalecido en la guerra fría. Cuando se derrumbó el imperio comunista, algunos incluso anunciaron que la victoria de la libertad y la democracia implicaba el fin de la historia. Sin embargo, la historia nunca se rindió; a lo sumo, hizo un entreacto de una década, y el siguiente acto estuvo marcado por los ataques terroristas a EE.UU. en septiembre del 2001. Y aquí es donde la trama se pone densa. En lugar de regocijarnos con el orden liberal, aquellos de nosotros que hemos tenido el placer de vivir en él hemos tenido que luchar por mantenerlo intacto y fuerte.

Desde el 11 de septiembre, más y más libertades se están restringiendo en aras de la defensa de la libertad. Las nuevas exigencias de visado y otros obstáculos para viajar, la recolección de información más privada por parte de los gobiernos y la presencia de cámaras de vídeo en todos lados, al mismo tiempo benignas e intrusas, nos hacen recordar más al Gran Hermano de George Orwell que a Sobre la libertad de John Stuart Mill.

Gran Bretaña no sólo es el país donde los antiguos derechos del habeas corpus, de la inviolabilidad de la persona, van a ser restringidos mediante una nueva legislación que, por ejemplo, amplía la cantidad de tiempo permisible para la detención sin cargos. Ahora incluso el derecho fundamental de un orden liberal, la libertad de expresión, está bajo presión.

Algunas restricciones son comprensibles legados del pasado, pero aun así deben ser reevaluadas. En Austria, hace poco el historiador David Irving fue arrestado porque negó que el holocausto haya ocurrido. ¡Sin embargo, en la biblioteca de la prisión, Irving encontró dos de los libros que había escrito y que llevaron a su arresto! En Berlín hay mucha preocupación sobre la posible profanación del Memorial del holocausto, aunque su autor, el arquitecto estadounidense Peter Eisenmann, tiene una visión relajada sobre lo que se dice acerca de su creación. Otras restricciones a la libre expresión tienen motivos directos más recientes. En Holanda, el impacto causado por el asesinato del cineasta Theo van Gogh ha sido inmenso, dando impulso a la exigencia de que se creen leyes contra el discurso del odio. En Gran Bretaña las propuestas de leyes sobre la incitación al odio religioso y al terrorismo han producido agitados debates parlamentarios y dudas sobre la calidad de liberal del Gobierno de Blair.

¿Pueden tener legitimidad en algunos casos estas demandas de que se limite la libre expresión? La respuesta primera y fundamental debe ser no, sin lugar a dudas. Los enemigos de la libertad pueden abusar de todas las libertades, pero en el caso de la expresión el riesgo que plantea el restringir la libertad es ciertamente mayor. Más aún, los beneficios de tolerar la libre expresión superan el daño de abusar de ella. De hecho, el premio Nobel Amartya Sen ha demostrado que la libre expresión incluso ayuda a mitigar catástrofes aparentemente naturales como las hambrunas, ya que revela las maneras como los poderosos explotan a los desvalidos. Como nos lo recuerda la organización de control Transparencia Internacional, en muchos casos la corrupción que se expone es corrupción que se previene.

¿No hay ninguna excepción a esta regla? El ejemplo clásico que viene a la mente es el del hombre que grita «¡Incendio!» en una sala de cine colmada de gente. En el pánico que se generaría, muchas personas podrían resultar heridas o incluso muertas. En la actualidad, nos preocupa la incitación, es decir, usar la libre expresión para provocar violencia. No tengo una idea clara de cuántos líderes islámicos predican el asesinato y la masacre en las mezquitas y ayudan a reclutar hombres bomba en su congregación, pero incluso si son sólo unos cuantos, plantean una pregunta que debe ser respondida. La respuesta se debe plantear cuidadosamente. Para que florezcan sociedades libres, los límites de la libre expresión siempre se deben ampliar, no estrechar. Desde mi punto de vista, la negación del holocausto no se debe prohibir por ley, en contraste con la afirmación de que hay que asesinar a todos los judíos o a cualquiera de ellos. De manera similar, no se deberían prohibir los ataques verbales contra Occidente en las mezquitas, con todo lo ácidos que puedan ser, en contraste con la llamada abierta a unirse a los escuadrones suicidas.

¿Y qué pasa en el caso de la mera alabanza de los mártires muertos al asesinar a otras personas? No es fácil trazar el límite entre la incitación implícita y la explícita, pero insisto en que debería ser más ancho que angosto.

La libertad de expresión es inmensamente preciosa, así como lo son la dignidad y la integridad de los seres humanos. Ambas precisan de ciudadanos activos y alertas que manifiesten lo que no les gusta, en lugar de exigir al Estado que lo prohíba. La incitación directa a la violencia se considera (como debe ser) un abuso inaceptable de la libertad de expresión, pero gran parte de lo que puede causar desacuerdo en el caso de David Irving y el discurso del odio no cabe en dicha categoría. Sus razones equívocas deben ser rechazadas con argumentos, no con policías y prisiones.

R. DAHRENDORF, miembro de la Cámara de los Lores, ex comisario europeo de Alemania y ex rector de la London School of Economics.