Nubes con los motores apagados
En la barra del bar del pueblo están amarradas unas verdades distintas, acaso más auténticas, que las que transportan en volandas las masas anónimas de los grandes almacenes; los rebaños, sonoros o aturdidos, de la gran ciudad. El mostrador de la taberna es un palimpsesto sobre cuyas arrugas han navegado las sucesivas lágrimas del vino, las sílabas del tedio y las del luto, la incesante caligrafía de soles y de hielos, del tiempo que se escapa entre manos de barro que van de las ovejas a la azada, del pacto a la caricia, de la vieja guitarra al euro esquivo. Ni siquiera hoy toca hablar de la Constitución ni de Ibarreche, ni de Rajoy o Zapatero, en este día; una espontánea lucidez lo evita confirmando que el hombre está llamado a ser, más que un malabarista de obsesiones, un ser de lejanías. Mirándoles a los ojos a estos parroquianos del vino con sifón, de la zamarra que descansa en el banco como un zurrón de aire, y siguiendo los surcos de su rostro, las cicatrices de tanta nada para tan pocas cosas, acabarás por entender que hay muchas vidas dentro de una misma vida, como si el planeta fuera una cebolla o una matrioska rusa al fondo de cuyas oquedades encadenadas siempre se encuentra una muñeca maciza, diminuta, una almendra de la misma madera que la tabla de un náufrago.
En estos tiempos de apoteosis del turismo rural -a veces tan ficticio como si las gallinas fuesen de cartón-piedra, y de plástico los arbustos- es fácil encontrarse con gentes de relumbrón social o vanidad ganada a pulso, que se muestran nostálgicos del pueblo del que huyeron buscando otra fortuna, a veces a la fuerza, en otras ocasiones porque les sedujo el espejismo de que, en la multitud, el maná está asegurado porque hasta en los estercoleros de los arrabales florecen las mariposas. Pero la huída del mundanal ruido, una vez atrapados por los decibelios, no resulta fácil, y esa nostalgia tan contradictoria se alivia con viajes esporádicos en los que la escuela, el río o la torre de la iglesia resultan extranjeros a la propia extrañeza. Se habla mucho del retorno, de darle la vuelta al calcetín cansado del éxodo rural, de recuperar el aire y las palomas, pero son escasas las ocasiones en que se produce este milagro: ataduras de nietos, miedo al vacío, desarraigo mal curado, direcciones prohibidas, inercia de los parques aburridos, mayormente.
Por eso en estos días de tantos vehículos en las carreteras, de prisas por llegar y dar la vuelta, de coleccionistas de paréntesis en los que se encierran ellos mismos, hay en el bar del pueblo tanta paz: tras los visillos, una fuente; y más allá, las nubes con los motores apagados, dejándose llevar por las alas del viento. Igual que las miradas.