El País, 24-11-05
Internacional
De Göring a Pinochet
Winston Churchill quería detener y fusilar inmediatamente a los máximos dirigentes alemanes. El ministro de Exteriores británico, Anthony Eden, sostuvo en 1942 que debía evitarse a toda costa el «error de no ahorcar al kaiser Guillermo II al final de la I Guerra Mundial y que se abandonara desde el principio cualquier idea de proceder jurídicamente contra los dirigentes del Eje», según cuenta el historiador británico Richard Overy en Interrogatorios. El Tercer Reich en el banquillo (Tusquets), un libro que hay que leer junto a Las entrevistas de Nuremberg, del psiquiatra Leon Goldensohn (Taurus). El secretario del Tesoro de Roosevelt, Henry Morgenthau, elaboró un plan algo drástico: quería fusilar a todos los dirigentes nazis y convertir a Alemania en un país agrícola. Los propios dirigentes nazis estaban convencidos de que iban a ser pasados por las armas a las pocas horas de su detención.
Si hubo juicios en Nuremberg, ahora hace 60 años, fue gracias a Estados Unidos, cuyas autoridades se empeñaron en improvisar unos tribunales en cuestión de semanas para tratar de impartir justicia y hacerlo con dignidad y eficacia. No los querían los británicos y los soviéticos preferían unos procesos de cartón piedra con el final escrito en el guión. El objetivo era tan sencillo y trascendental como castigar al grupo de personas responsables de desencadenar por segunda vez en 25 años una guerra de agresión en Europa. Lo que contaba era el balance en decenas de millones de muertos, las ciudades destruidas, las infraestructuras desaparecidas y las economías arruinadas. Pero todavía no se tenía la exacta medida del horror. Tardaría tiempo en cuajar la idea de que el régimen nazi había intentado aniquilar a un grupo humano entero mediante una auténtica industria del asesinato en masa. El concepto de genocidio se acuñó alrededor de Nuremberg. Y el de Holocausto apareció mucho después.
El primero de los juicios tiene un significado fundacional para el derecho penal internacional. Definió un nuevo tipo de delitos, los crímenes contra la paz y los crímenes contra la humanidad, considerados estos últimos como imprescriptibles. La principal figura penal, la de los crímenes contra la paz, incluye la guerra de agresión. Tuvieron una indudable función pedagógica para los alemanes, pero también para toda la opinión pública mundial. E incluso una función historiográfica: sin ellos hubiera sido difícil recoger tanta documentación, interrogar a tantas personas, movilizar tantos medios. Si hemos llegado tan lejos en el conocimiento de aquel terrible desastre de la humanidad es gracias al esfuerzo que significó aquel intento de impartir justicia. También a ello se deben algunos avances conceptuales de utilidad posterior. A saber: hay una obligación moral y política en castigar a quienes atacan a las poblaciones civiles, quienes declaran guerras de agresión y quienes cometen actos bárbaros en nombre de sus ideas y creencias; los jefes de Estado no gozan de inmunidad, sobre todo cuando emprenden guerras de agresión de forma deliberada; las responsabilidades son individuales; no delinquen los pueblos ni las instituciones sino los individuos; no hay lugar para la obediencia debida…
La justicia fue entonces muy imperfecta, pero hubo proceso. Con derecho a la defensa, aportación de pruebas y argumentos a favor y en contra. Hubo condenados y absueltos. Todo esto hay que agradecérselo a Estados Unidos. A sus juristas, pero también a sus máximos responsables políticos y militares, y al presidente Harry Truman. ¡Qué lejos queda todo esto de esta Administración renuente ante la justicia penal internacional!
Milosevic, Sadam Husein y Pinochet son hijos de Núremberg, compañeros de Göring, Keitel y Ribbentrop en el banquillo de la historia. Sin aquel proceso no habría ahora procesos contra estos dictadores infames. Pero la nación liberadora que permitió Nuremberg está ahora en contra de la Corte Penal Internacional y se enfanga en una carrera del horror que atormenta al mundo civilizado: las mentiras de las armas de destrucción masiva, las torturas de Abu Graib, el limbo jurídico de Guantánamo, la red de cárceles en Europa conectada por misteriosos vuelos, las dictaduras utilizadas como zonas francas del mal trato y del crimen de Estado, los bombardeos con fósforo blanco y, antes que nada y lo peor de todo, la apología de una guerra preventiva contra el terrorismo que da licencia para cualquier cosa y degrada a quien la utiliza. Pobre América y pobres de nosotros.