De luto por nuestros propios muertos
Mi generación, fogueada en una década de guerras alrededor del planeta, ya no se emborracha en las barras de los hoteles legendarios ni bebe martinis contemplando las llamas sobre Saigón. Formamos una pequeña familia –de luto por nuestros propios muertos, nuestros hermanos– demasiado endurecida y ocupada como para embriagarnos con el viejo romanticismo del pasado. Si quieres escribir o fotografiar el horror, los hombres en la guerra, la población civil despedazada por las bombas –hablo ahora de Bosnia– la agonía de los niños heridos o el efecto de un bombardeo de saturación sobre Sarajevo, tienes que apretar los dientes, ceñirte el chaleco antibalas, hundirte el casco en la cabeza y jugarte al máximo la carta de tu vida. Tal vez sea demasiado brutal expresarlo de esta manera, pero las mejores historias periodísticas se manufacturan en el infierno, en el peor momento y en la situación más atroz. No hay alternativa: o te la juegas para estar allí, venciendo el miedo, la aprensión a la muerte fulminante o la mutilación, o pierdes el expreso de fuego.
Por eso, y sólo por eso, nuestra familia es tan escasa. Existe un sello de autenticidad, una garantía de marca, que muy pocos reporteros de guerra llevan estampada en la frente. Tras haber cubierto durante meses las guerras de El Salvador, Nicaragua y Panamá, Afganistán, Irán-Irak, Liberia, la Guerra del Golfo y, durante el último año y medio, de forma permanente, la atroz carnicería en la ex Yugoslavia, apenas puedo contar con los dedos de mis dos manos a los verdaderos periodistas de guerra que he conocido.
Algunos de los que fueron mis amigos están muertos. Apenas alguien les recuerda. Entregaron sus jóvenes y valerosas vidas por conseguir una radiografía veraz de la condición humana en su estado más salvaje y degradado. Algunos fueron asesinados en lugares donde la vida apenas tiene el valor de la bala que puede matarte. Les he visto morir atravesados por las ráfagas de una ametralladora antiaérea M72, como Tomislav, el cámara de la BBC, que dejó su vida a bordo de un Land Rover blindado a las afueras de Travnik (Bosnia central); les he visto gritar de dolor, con metralla y cristales incrustados en el cuerpo, mientras el hotel Osijek, en Croacia, era triturado con cohetes serbios katiuska; les he consolado en hospitales bombardeados, como el Kosevo, mientras susurraban el nombre de Dios o llamaban a su madre en el tramo final de la anestesia; les he visto caer, derrumbados como muñecos, al recibir el balazo certero de un francotirador. He llorado junto al camastro de Jean, el reportero del periódico francés Liberation, apretando su mano y acariciando su cabello cubierto de costras de sangre coagulada.
Bueno, no me gustaría escribir un epitafio ni describir a mis compañeros como héroes o mártires de la causa del Periodismo. No son ni héroes ni mártires, aunque a veces lo parezcan. En realidad, suelen ser ambiciosos, duros y competitivos. Nos acusan de haber perdido los viejos principios de camaradería y la costumbre tribal de emborracharse a media noche. Tras una jornada de terror y trabajo en Sarajevo, con las bombas estallando en tus narices, te sientes como si salieras de una trituradora gigante. Sarajevo es una máquina de envejecimiento rápido, una trituradora de mentes y cuerpos. El alcohol, como la comida y las municiones de los defensores bosnios, escasean desde hace demasiado tiempo. Luego está el puñetazo psicológico de los bombardeos nocturnos, la metralla que puede matarte mientras sueñas con una lejana noche de amor.
Tal vez ha llegado el final del periodismo romántico de guerra, aunque los escasos corresponsales permanentes en Sarajevo nos hemos convertido en hermanos de sangre. Puedes escuchar a Morris, de la WTN, tocando el piano a media noche, después de engullir la ayuda humanitaria en lo que queda del hotel Hollyday Inn, pero no hacemos de eso una leyenda ni escribimos libros lacrimógenos.
Cada día tienes que dejar lo que resta de tu sistema nervioso para que tu crónica o fotos pasen a través de la línea sucia del satélite de Associated Press, mientras te calientas las manos en una estufa de leña del siglo pasado. No importa que lluevan las bombas, que la metralla se expanda por las calles matando a la gente, que los francotiradores te disparen cada vez que sales, apretando el acelerador a fondo, del estacionamiento subterráneo del hotel. Todo el mundo lo sabe. A los periódicos y las agencias de noticias no les interesan demasiado los problemas de sus reporteros. La historia debe llegar a tiempo, aunque tengas que atravesar Sarajevo en llamas, esquivando las calles donde explotan los proyectiles de mortero. También puedes quedarte en el hotel, escribiendo desde la habitación, atisbando las calles desiertas detrás del hormigón. Pero eso ya es otra historia, no esta historia, no es la verdadera y auténtica historia que los pura sangre llevan escrita en los ojos. La lista de los “corresponsales de guerra de hotel” podría llenar las páginas de un anuario.
Los instructores de la escuela de periodistas de guerra, recién creada en la ciudad francesa de Colliure, no deben convertir a los reporteros en soldados sin armas. Deben observar, en directo, la “mirada de los mil kilómetros” reflejada en los ojos de los hombres que cuentan la guerra al mundo, armados con un ordenador portátil o un puñado de cámaras. Deben advertir sobre el “síndrome de Vietnam” –o síndrome postraumático– que consiste en la acumulación de horrores en el cerebro y su efecto a largo plazo. Los calibres de los proyectiles se aprenden de oído y la detección del peligro es una alarma que se enciende por instinto básico de conservación. Cuando has atravesado varias veces la línea entre la vida y la muerte, o has resucitado de entre los muertos, sólo te quedan dos opciones: volver a casa o curarte en medio de la tempestad.