De Córdoba al Village en busca de una vocación
Nieva en Nueva York, Julio. Nieva sobre todos nosotros, los que no fuimos capaces de convencerte para que te quedaras en la retaguardia y te alejaras de esta guerra absurda e innecesaria. Me siento culpable, terriblemente culpable, por no haber impedido que te fueras. En mi mano estuvo. Demasiado tarde.
Miro a la ventana y trato de imaginarte en tu piso-oficina del Village, como cualquier otro día antes de que empezara esta locura.Hablaríamos a eso de las ocho, nos repartiríamos el trabajo, me animarías el día con tus chascarrillos de Córdoba o con la resaca neoyorquina. Hacíamos buen equipo, tú lo sabes. No sé si voy a ser capaz de seguir adelante… Aún no le he contado la noticia a mis hijos, Miguel y Alberto. Te querían como si fueras su tío. Te estamparon dos sonoros besos el último día, cuando venías de comprar el equipo para marcharte a la guerra. Alguna vez me preguntaron por ti; les dije que estabas lejos y un día les enseñé tu foto en el periódico.
Sentía por ti un orgullo de hermano mayor y me alegraba enormemente de tus éxitos profesionales. Me gustaba tu espíritu crítico y a ratos irreverente, y tu capacidad para percibir detalles que otros no veían. Nos juntábamos a veces en el parque o cenando en Patsy’s para buscarle cinco pies a todo lo que estaba ocurriendo. Y siempre me sorprendía.
Te felicité efusivamente por tus primeras crónicas durante el 11-S y casi lloré de emoción leyendo aquella carta a Nueva York que bordaste un año más tarde. Te vi madurar increíblemente, como periodista y como persona. La guerra, eso pensabas, era quizá la oportunidad para demostrar lo que podías dar de ti. Se te veía preocupado pero ilusionado. Temías que la competencia consiguiera un puesto en el frente y era nuestro deber luchar. Te metiste en un cursillo de preparación y volviste con energías.
Estuviste en un tris de claudicar, pero un lunes te marchaste a Washington, «a ver a una colega en el Pentágono», y volviste como quien dice con el billete bajo el brazo. La indecisión te duró una noche. Al día siguiente ya tenías listo el petate.
Estábamos ya metidos en la vorágine prebélica, y no nos dio tiempo ni para quedar en Patsy’s. Tengo una imagen muy fugaz de cuando viniste a despedirte a casa. Desapareciste en un abrir y cerrar de ojos, como otras veces. Ahora me arrepiento de no haber sacado tiempo para ayudarte a calibrar la decisión más crucial de tu vida.
Se supone que a estas alturas tengo que hacer balance de tu vida, pero no creo que haga falta contar más de lo esencial. Que naciste en Córdoba, que amabas Nueva York, que tenías incontables amigos aquí y allá, que te hacías querer como si fueses un hermano, que nunca -ni en los últimos días allí en el frente- perdiste tu jovialidad.
Recuerdo vagamente el día, cuando aún trabajabas en la redacción de Madrid, en que me comentaste tu idea de saltar el charco. Te animé en el acto. Aquí había trabajo de sobra para dos y estabas en la mejor edad, veintitantos, para comerte en su jugo la ciudad.
No tardaste en hacerte neoyorquino como el que más. Te instalaste en Grove Street y pronto te hiciste popular en la comunidad hispanohablante. Tenías sed de vida y no te diste por satisfecho escribiendo en el periódico. Te metiste en un máster de información económica, pasaste un tiempo por www.starmedia.com. Te hiciste en tiempo récord con todos los entresijos de Nueva York y te acabaste convirtiendo en mi otra mitad.
Me sentí desgajado cuando te fuiste a la guerra, pero el dolor fue remitiendo cuando te vi día tras día en primera y palpité con tus crónicas y cuando en el periódico se deshacían en halagos hacia tu labor y ya soñaban con verte abrazado a Mónica en Bagdad, punto final a esta maldita guerra.
El periódico fue nuestro enlace desde que empezaron las bombas, pero a veces conseguiste conectar conmigo. Hablamos la semana pasada y te noté sereno y seguro. Un par de días después sé que viste explotar un tanque a decenas de metros y entonces me empecé a preocupar seriamente.
(Lo supe por Idoya, tu entrañable amiga, que fue también la última en hablar contigo).
Me diste varias veces unos cuantos teléfonos y una lista de nombres en Estados Unidos. «¿Te importa llamar y decirles que sus hijos están bien?». Tus deseos fueron órdenes, y hablé con Deborah y Bonita, y les dije que William, Breeze y Sacha estaban perfectamente, a unas 30 millas de Bagdad.
Al cabo de media hora me llamó la madre de Breeze y me dio eternamente gracias por darle noticias de su hija y lloró desesperada temiendo que la Tercera División de Infantería se estaba metiendo en lo peor de lo peor.
Tú nunca me transmitiste esa sensación, salvo una vez, en plena pausa operativa, cuando os sentíais perdidos en el desierto y temíais una emboscada en cualquier momento. «Hacemos piña: es la única manera de soportar esto», me confesaste. Te entendí perfectamente y te felicité por tus crónicas. Y creo que te animé para que fueras pensando en un libro a la vuelta. Se te oía muy nítidamente antes de que se levantara una de esas colosales tormentas de arena.
Nieva en Nueva York, Julio. Me llama Ricardo: que han dicho en la Fox que han matado a dos periodistas al sur de Bagdad y que parece que uno es español. Prefiero no alarmarme antes de tiempo, pero el teléfono empieza a sonar sospechosamente. En el Pentágono no saben/no contestan. En la Fox y en la CNN están a su guerra.Todo aquí te resulta tan inhumano y distante como el tratamiento que están dando a la masacre diaria.
No te lo vas a creer, Julio, pero de nuevo como telón de fondo me llega la crónica televisiva de la Fox, firmada por uno de tus colegas, relatando el paseo heroico de la Tercera División por las calles de Bagdad. «¡Trabajo espectacular!», oigo decir a mis espaldas. «Trabajo denigrante, infame, vil, asesino», replico para mí mismo.
Te queremos, Julio.
Julio A. Parrado, enviado especial de EL MUNDO a la Guerra de Irak, nació en Córdoba en 1971 y falleció en Bagdad el 7 de abril de 2003. Su cuerpo fue trasladado a su ciudad natal, donde fue enterrado el miércoles 16 de abril.