Tranquilidad, paisanos
Ignoro hasta qué punto merece la pena escribir sobre la reforma del Estatuto de Cataluña aquí, en Guadalajara. Da la impresión, por lo que publica estos días la prensa local, que todo está visto para sentencia. Aunque no son mayoría, algunos articulistas descartan cualquier atisbo de diálogo y sueltan perlas como las que siguen: “Maragall se ha vuelto loco”; “lo más recomendable sería nacionalizarnos a todos catalanes”; “el Estatuto parece obra de locos”. Incluso algún editorialista se ha permitido la frivolidad, la irresponsabilidad y la exageración de comparar este proyecto político, además de democrático, con un supuesto proceso de paz negociado entre el Gobierno y ETA. Soslayo el nombre de los compañeros y de los medios porque lo importante no es el quién, sino el cómo. Y por qué.
Terrible. Me parece terrible la capacidad para flagelarse con la patria de algunos paisanos, a los que, humildemente, recomiendo tranquilizarse. Leo atónico y preocupado los exabruptos provenientes de gente a la que se supone una cierta formación. De manera sorprendente, hay exégetas alcarreños que se han instalado en las barricadas. Ellos, tan cultos. Prefieren hablar de “plan Carod-Maragall” y no de un proyecto avalado por el 90% del Parlamento catalán. Prefieren escudarse en una Constitución que no apoyaron en su génesis, en lugar de afrontar el encaje de los territorios históricos –incluido Castilla, por qué no- en la España del momento. Prefieren hablar de pinchos de butifarra en una absurda frontera catalana-aragonesa, en lugar de analizar con rigor y desde el respeto el boceto presentado. Optan por la hipérbole, la caricatura, quizá como respuesta a su propio miedo para debatir, aprobar o rechazar una ley orgánica. Un tipo lo decía en el chiste de Ricardo publicado en El Mundo hace una semana: “están empezando a hartarme con esta visión apocalíptica de la España de ZP”. Y yo me pregunto, sin ánimo de ofender: ¿por qué algunos compatriotas tienen tanto miedo a los procedimientos que contemplan las instituciones de la democracia española?
Durante los últimos días, los partidarios del exceso han decidido tensar la cuerda. Y cuanto más exacerbada sea la diatriba, eso que gana el ‘guerracivilismo’. Los resultados no se han hecho esperar. Además de llenar de odio las páginas y los minutos de algunos soportes –sirva como paradigma la cadena de radio que patrocinan los obispos-, el Partido Popular y algunas terminales del Partido Socialista han decidido trasladar esta crispación al seno de todas las instituciones. Hace pocos días se produjeron unos lamentables incidentes durante un pleno en el Ayuntamiento de Getafe a cuenta de este asunto. El saldo: una defensora de las tesis socialistas fue herida y algunos otros sufrieron contusiones. Al día siguiente, el director de La Vanguardia, José Antich, escribía una reflexión que me parece mesurada y plena de acierto: “el clima de tensión casi asfixiante que se vive en todo el territorio español a partir de la propuesta catalana, unido a más de una tergiversación sobre un texto que gustará más o menos, tendrá errores -que los tiene- e incluso deberá someterse a un amplio examen sobre su constitucionalidad en algunos aspectos, no debía haber dado paso a formulaciones como que es un Estatut separatista”. Y tampoco, me permito añadir, a esta especie de fustigamiento con toda clase de improperios e incluso campañas de artificio, como la última emprendida por el PP en los medios de comunicación. Sólo consiguen aumentar el nerviosismo y ahondar en la herida de aquellos –de una y otra parte- que tienen la sensibilidad a flor de piel.
En este artículo, modestamente, quiero aportar una imagen mucho más positiva de Cataluña de la que transmiten Maragall, Carod-Rovira, Laporta y Acebes, cada uno en su especialidad. El proyecto de reforma del Estatuto será analizado, tanto en su tramitación en el Congreso como por la lupa del Tribunal Constitucional. Mientras tanto, sólo se me ocurre confesar que para mí la vida no gira en torno a ninguna ley, por muy fundamental que sea. Tampoco de ninguna clase de patria, bandera o lengua. Tengo mis sentimientos, claro. Y mis señas de identidad, como todo hijo de vecino. Pero nunca aceptaré que sean excluyentes. Ser catalán –de nacimiento y de crianza- no es incompatible con trabajar en los pueblos de Guadalajara, incluso con emocionarse cuando suena el himno de todos. Como alcarreño, me indignan los insultos hacia quienes, pacíficamente, admiten no sentirse españoles. En 1932, Ortega y Azaña ya se enzarzaron en una discusión parlamentaria, de mucha altura por cierto, precisamente por lo mismo (Dos visiones de España, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores). La historia viene de lejos y, al parecer, se repite. Con estos antecedentes, me parece que el debate de nuestra identidad se difumina en una nebulosa de intransigencia e ignorancia que algunos siguen empeñados en abonar. Una lástima. Puede que haya problemas mucho más importantes.