La ética del reportero… ¿o del editor?
A los periodistas -los que somos reporteros- los estados de emergencia nos dan esta rica sensación que sólo provee un choque de adrenalina. Los que hemos cubierto la guerra, tenemos grabada en nuestra memoria química esa sensación de acción, de peligro. Aunque va mucha más allá de la pura aventura: En las situaciones de peligro, tensión y catástrofe se siente lo humano de formas antes no descubiertas, la solidaridad, la generosidad entre extraños. Surge una complicidad, una rara y dulce hermandad, entre protagonistas, víctimas y cronistas. Digo memoria química, porque se activa de manera química, espontánea, automática, en ciertas situaciones.
En mí, los terremotos de 2001 activaron, de un momento a otro, los instintos de reportero-fotógrafo, que yo pensaba que había dejado detrás cuando dejé detrás primero la guerra, después el periodismo, para dedicarme al bello oficio de atender una barra. Era increíble: Sólo escuché el incesante rugido de los helicópteros entrando y saliendo al Hospital Militar – y tuve que agarrar mi cámara. Salí de La Ventana para tomar un par de fotos y terminé recorriendo el país entero por seis semanas. Nos juntamos cuatro veteranos fotógrafos-reporteros, y contagiamos de nuestra fiebre al pobre Raúl Otero, quien hasta entonces llevaba la tranquila vida de fotógrafo de moda, publicidad y arte. Los cuatro no descansamos hasta no haber cubierto todos los pueblos afectados, y después gastamos pisto y tiempo que no tuvimos para producir una documentación y exposición fotográfica que recogieran lo que los terremotos habían hecho al país. Terminamos endeudados, exhaustos y felices.
Entonces, conozco muy bien el impulso de salir adonde está la acción para vivirla, reportarla, narrarla.
Sentí casi como propia la fiebre que agarró a los periodistas jóvenes. No se necesita memoria de la guerra para caer. Esta vez, yo no fui. Veo, desde la distancia, el trabajo de los demás. Veo la pasión y la compasión que se expresa en las fotos. Con todos los aciertos maravillosos, pero también con los desaciertos horrorosos que pueden resultar si la pasión y compasión no están acompañadas de disciplina, rigurosidad y ética profesional. Sea por parte de los autores o por parte de los editores.
A ver: Ambos periódicos tienen fotógrafos excelentes. Además de las fotos que les proveen los maestros que trabajan para las agencias internacionales. Aquí hay escuela de fotógrafos de noticia. Abro los periódicos y me siento orgulloso de la nueva generación de fotógrafos. Hemos visto portadas maravillosas (la del lunes 3 y viernes 7 de octubre en El Diario de Hoy; la de La Prensa Gráfica, del mismo viernes 7 de octubre). Pero igual vimos portadas horribles como la del Diario del día sábado 8 de octubre, con fotos que de manera inhumana exhiben y explotan el dolor de los familiares de víctimas fatales.
El fotógrafo toma todo tipo de fotos, incluyendo muchas fotos que por decencia no deberían publicarse. Aunque el buen fotógrafo no necesita acosar a las madres dolientes. La responsabilidad principal, en estos casos, es del editor. Un buen editor fotográfico no selecciona estas fotos. Un buen jefe de fotografía no premia al fotógrafo que irrespeta la privacidad. Además, la foto de una madre que llora a una niña victima de la tormenta Stan no se distingue en nada de la foto de ayer de la madre llorando al hijo víctima de la pandilla X. Estas fotos, tan comunes en periódicos como Más y El Diario de Hoy, y estas escenas transmitidas por 4visión, no van al fondo, no ilustran nada, son resultado de la incapacidad de narrar una historia.
Tenemos muchos fotógrafos excelentes (aprovecho esta columna para felicitarlos por su trabajo de los últimos días), pero muy pocos editores buenos. Mucho menos editores de fotografía. La excepción es Paco Campos, y es por él que La Prensa Gráfica presenta mejor fotografía. Paco es reportero-fotógrafo nato y sabe que para expresar el impacto de un desastre, no es necesario violar la privacidad y dignidad de las madres dolientes.
En los reportajes escritos y de televisión existe el mismo problema, sólo más grave. Abundan las entrevistas a familiares de víctimas. La forma más barata y bajera de crear impacto. Quien no tiene capacidad de escribir se agarra de la madre del difunto. O de la morbosidad del vecino. Siempre cuando hay un accidente o un asesinato o un desastre, entrevistan a «testigos» que no han visto nada, no saben nada. Aparecen en cámara o en el periódico simplemente porque estaban cerca cuando el reportero necesitaba a un «testigo» o a un «afectado». Son los curiosos y morbosos que se quedan haciendo un círculo donde haya un muerto. Ahí están, siempre dispuestos a salir en cámara, siempre listos para reproducir lugares comunes («aquí no han venido a ayudar…»). El periodista que no sabe como investigar y narrar un hecho, felizmente se apoya en ellos: familiares dolientes y transeúntes «testigos».
Cuando es un solo reportaje, este error casi no llama la atención. En situaciones como la actual crisis de inundaciones, erupciones y derrumbes, la repetición del mismo error lleva al absurdo esta forma de periodismo. Cuando un periódico dedica 20 páginas a los efectos de Stan y los reporteros van a 10 diferentes albergues, donde las imágenes todas se parecen, donde los «testimonios » todos se parecen; y además van a 10 diferentes ríos donde las inundaciones todas se ven iguales, las historias de los «afectados» todas suenan iguales; y van a 5 diferentes lugares donde los derrumbes y los testimonios son intercambiables – ¿qué han reportado?
Las páginas de los extras de los periódicos, hechos así, corresponden exactamente a la cobertura televisiva, donde día y noche pasan las mismas tomas -muchas veces no editadas- de ríos, deslaves, derrumbes, gente tratando de salvar sus pertenencias. La información en bruto, en grandes cantidades, y repetida en todos los medios, no informa. Desinforma.
Los medios se llaman «medios» porque son más que simples espejos o cámaras que captan y transmiten todo lo que pasa. Los medios, pare cumplir su función, procesan la información. Esto es lo que he observado en estos días: la poca capacidad de nuestros medios de procesar la enorme cantidad de información que producen los desastres. Cuando empecé como reportero urbano, en mis años de bachillerato, el viejo editor de las páginas urbanas me decía: «Más es menos. Menos es más.»
El reportero que se mete tres días y tres noches en un albergue, registrando a profundidad las historias de la gente, sus angustias, sus experiencias, su manera de lidiar con la adversidad, vale más que la suma de 10 reportajes superficiales en 10 diferentes albergues del país. El reportaje que nos explica cómo ha quedado el país, producido por 5 periodistas durante 5 días vale mucho más que los 25 «reportajes» diarios publicados por cinco periodistas durante 5 días seguidos.
Pocos esfuerzos en esta dirección he visto en los medios nuestros en estos días. Tampoco los periódicos han trabajado el aspecto de la memoria histórica, de las lecciones no aprendidas por el estado, por la sociedad en general. Una crónica de cómo una familia o una comunidad ha sido afectada por la sucesión de calamidades en los últimos años (guerra, masacres, sequías en verano, inundaciones en invierno, terremotos) y cómo esta suerte guarda relación con la calamidad permanente y estructural que es la pobreza, nadie la ha escrito.
El Faro, este medio cuya principal razón de ser es la innovación, el profesionalismo sin ataduras, el laboratorio de formatos y estilos, se dejó contagiar por la fiebre. Lo que es bueno, siempre y cuando se tenga la capacidad de proveer más profundidad, más contexto, más dimensión que los diarios. Pero los periodistas de El Faro, en su afán de mostrar que con pocos recursos se puede hacer no sólo periodismo semanal sino incluso diario, no hicieron más que agregar unas cuantos notas incompletas a las incontables notas incompletas de los demás medios. Hubiera sido mejor tomarse el tiempo que les da su carácter de semanario, para hacer notas de profundidad, de seguimiento. Escribir sobre el país, no sobre cada cantón y cada barrio, eso era el reto de El Faro. Someterse a la presión de la producción diaria, bajo las mismas o peores condiciones que en los otros periódicos, mandando reporteros al interior del país para que pasen dos horas en un lugar y convertir esta experiencia en crónica, es desperdiciar el talento y la voluntad que tienen de sobra los reporteros de El Faro.