Vivir en Madrid
De todo lo que se ha dicho sobre el pregón de Rosa Regàs en las fiestas de la Mercè, a mí lo que más me ha llamado la atención ha sido una palabra, la que usaba el cronista de este periódico al decir que Regàs vive ahora en Madrid obligada por su cargo de directora de la Biblioteca Nacional. De hecho, ella se había trasladado a la capital años atrás; pero es habitual que nuestros compatriotas piensen que si vivimos en Madrid, sólo puede ser porque no nos queda más remedio. Yo siempre que lo digo (llevo en Madrid catorce años) percibo a mi alrededor miradas de sincera lástima, y nunca falta quien, para animarme, pronostica, dándome palmaditas en la espalda, que tarde o temprano volveré a Barcelona.
Lo comprendo. Si nos limitamos al eje Castellana-Recoletos-Prado, con alguna excursión al Reina Sofía o a la plaza Mayor, Madrid es majestuosa; pero en cuanto se sale de ahí… Dios nos coja confesados. Es ésta una ciudad hecha a trancas y barrancas, crecida en pocos años y a tirones; una ciudad de aluvión, que nadie quiere y nadie cuida porque no es de nadie; una ciudad como del Far West, que se alza abruptamente en medio de un desierto en el que sólo faltan los coyotes; llena de centros comerciales copiados de los americanos, chaletitos adosados con pretensiones inglesas, y bares, esos sí, castizos, con el suelo lleno de colillas, maquinitas tragaperras y tapas grasientas con aspecto de morgue a la luz tétrica de los fluorescentes. Por si fuera poco, gobierna el PP. El cual ha amenizado la metrópoli con unas fuentes preciosísimas, ornadas de aves y delfines (cualquier día de estos aparecerá el dálmata de porcelana), más unas estatuas que son un verdadero delirio de audacia y fantasía (en la calle Goya, la efigie de Goya; en Arturo Soria, la de Arturo Soria, y así sucesivamente; todo de bronce y en la mejor tradición del hiperrealismo patrio), más la bandera española gigante de la plaza Colón. Añádanle a esto unas cuantas tiendas de antigüedades inglesas y de ropa de señora con mucho dorado, mucho amarillo, mucha pasamanería, y caballeritos vestidos a lo Zaplana por la calle Serrano, y tendrán el cuadro completo.
Y aun así, nos encariñamos con Madrid. No sólo porque leemos a Galdós, y barrios como el de San Bernardo se cargan entonces de historia, de vida, de significado; o porque terminamos descubriendo humildes rincones hermosos de verdad, como la plaza de las Comendadoras, o porque nos aficionamos al Círculo de Bellas Artes o al Festival de Otoño. No sólo porque es una ciudad más anónima, más igualitaria y más libre – o así nos lo parece- que esa Barcelona donde nos conocemos todos…, sino también porque terminamos percibiendo algo enternecedor, una especie de humor involuntario, en esa mezcla tan madrileña de lo hortera con lo grandilocuente: esos cines con dorados y arañas de cristal de la Gran Vía y al lado, la tienda de pelucas, cuyo escaparate lleno de cabezas de cera parece una colección de ajusticiados en la guillotina… Hasta esa inverosímil plaza Colón, con su rascacielos coronado por una especie de gigantesco enchufe verde, su Almirante de piedra encima de una columna neogótica, y su bandera monstruosa, al final nos hace gracia. Realmente, la adaptabilidad del ser humano es infinita.