Alcarreños en la zona cero
Han pasado dos semanas desde la matanza de los “trenes de la muerte”, y todavía dura la conmoción. En los últimos días, la prensa ha publicado la historia de cada una de las más de doscientas víctimas mortales. El diario La Vanguardia situaba la residencia de una de ellas (Nuria Aparicio Somolinos, 40 años, abogada) en “Azuqueca de la Sierra”, confundiendo la localidad del corredor del Henares con “los fines de semana en la sierra, en La Bodera, su pueblo”. Nuria era socia de la peña Alcatraz azudense. Trabajaba en el departamento de Recursos Humanos de la Schweppes. Estaba casada con su marido, Javi, y tenía dos hijos, de 5 y 8 años. Murió madrugando, camino del trabajo.
Las estaciones donde estallaron los trenes y, muy especialmente, la de Atocha, se han convertido en la zona cero del 11-M español. Hasta allí, en forma de ramos de flores y dedicatorias, llega el recuerdo de los caídos alcarreños. A pesar de los días que han trascurrido desde la matanza, la gente sigue acudiendo en masa a Puerta de Atocha, convertida en santuario cívico. En la primera planta, un reguero impresionante de velas rojas honra de forma permanente a las víctimas. Y lemas, muchos lemas. De distinto signo: “todos hemos muerto un poco el 11-M”; “el llanto de España”; “reprimid la violencia, no el amor”; “Si tenemos derecho a la vida, ¿por qué nos matan?”; “Os han arrancado la vida, pero jamás os arrancarán de nuestra memoria”; “la muerte no acallará nuestra voz”. También había mensajes contra Aznar, respondidos por algún desaprensivo: “Aznar puede ser lo que vosotros queráis, pero quien ha masacrado a mis compañeros de tren han sido los perros fanáticos del Islam. ¡Cuánto te admiro Israel por tu capacidad de represalia!”. Pintado en los ladrillos de la estación, otro consejo: “que los deseos de venganza no nublen la búsqueda de la paz”.
Velas y papeles
La cúpula de Atocha que sirve de acceso a los trenes de cercanías, es todo un monumento a la memoria del fatídico jueves de marzo. Lazos negros, crespones, estampas de vírgenes, ramos de flores y multitud de enseñas caídas por el aire. La muchedumbre se acumula delante de los objetos para encender una vela o, simplemente, permanecer en silencio. Quizá para orar. Impresiona sobremanera la mirada perdida de muchos de los curiosos que visitan la estación. Leen los papeles y comentan la tristeza con sus acompañantes. Un hombre corpulento enciende un cigarrillo mientras dice: “parece mentira que haya pasado aquí, toda la vida viendo esto tan normal y ahora esto”. Una chica rubia, con gafas de sol, rompe a llorar ante una lista de nombres de algunos de los caídos. Luego se va sin mediar palabra. Hay palabras emotivas para las gentes de Coslada y Vallecas, especialmente golpeadas en la morgue. El corredor del Henares, sin fronteras geográficas, ha conocido la unión sentimental que nunca tuvo en el pasado, más allá de las fábricas. La vida se rompió de la peor forma posible, justo cuando las personas de a pie caminan a obrar el milagro de la rutina. Leyendo un libro, escuchando la radio o, simplemente, bostezando entre los primeros rayos del sol.
Un recorte de periódico, de los cientos que cuelgan en las paredes de Atocha, evoca a Begoña Martín Baeza, 25 años, casada: “dejó el hogar paterno en San Sebastián de los Reyes (Madrid) para irse a vivir a Alovera”.
Guadalajara, presente
Delante de la puerta que encara al museo antropológico, en el suelo, sujetado entre dos velas, se sostiene un folio que dice lo siguiente: “Guadalajara también está aquí presente. Nunca os olvidaremos. A todas las víctimas de este atentado ahora que estáis más cerca de Dios, pedirle por favor que nunca más vuelvan a matar y que de una vez por todas se termine con estas barbaridades y con el odio en el mundo. Pedirle a Dios que haya paz”. El texto no tiene firma. Cerca, en una columna de ladrillos, alguien ha pintado el nombre de David Santamaría, también fallecido, hijo de uno de los trabajadores afectados por el cierre de Promek. Unos versos de Blas de Otero rompen la prosa: “Si he perdido la vida, el tiempo, todo/lo que tiré, como un anillo de agua/si he perdido la voz en la maleza/ me queda la palabra”. No hay camino para la paz, la paz es el camino. David Santamaría era muy deportista, hizo las pruebas en el Deportivo Guadalajara, fue entrenador de los Salesianos. Pasaba los veranos en Atanzón y el día infausto se dirigía a Alcobendas, a su puesto de trabajo en Alstom. Veía su futuro en los trenes. Nunca supo que ese sería su final.
Vidas rotas
Hay un diario nacional que, desde los primeros días después de la masacre, dedica todos los días una o dos páginas a relatar la vida que llevaban todas y cada una de las doscientas víctimas mortales de los atentados terroristas. Ya lo hizo el “New York Times” con motivo del ataque a las torres gemelas de Nueva York. Entonces murieron más de tres mil civiles. Esta vez la cifra negra no ha llegado a tanto, pero los efectos han sido devastadores. Guadalajara cuenta a estas horas quince fallecidos. Alguien se dedica cada día a colgar la página de estas “vidas rotas” en las paredes y las columnas de la estación de Atocha. Allí están todos los que eran de la provincia, o bien podían considerarse como tal por residir en alguno de sus municipios. Especialmente golpeada, Azuqueca de Henares, apenas tiene algún recuerdo en la zona cero. El funeral de Eduardo Sanz Pérez se ofició en San Ginés, en la capital, pero fue enterrado donde vivía, en Azuqueca. La hoja de prensa que rememora su vida cuenta que trabajaba en la Escuela Militar Ecuestre, en Madrid.
Próxima a la puerta que encara a la estación de autobuses urbanos, una señora habla en alto. Rompe con su voz desgarrada el silencio atronador de la mañana. La gente calla. Se planta ante las velas, pero el sentimiento es como si lo que hubiera delante fueran féretros. Esta señora no. Charla con todos, lamenta lo sucedido con gritos de rabia y se pregunta el por qué con voz de verdulera. Y lo hace delante de un panfleto que viene firmado por “un compatriota de Guadalajara”. Le pregunto si le une alguna relación con esta tierra. “No, chico, pero lo siento como propio, en el tren de Santa Eugenia viajaba una sobrina mía. Se libró por los pelos, iba en el último vagón”.
Banderas
“Siempre con las víctimas, lo primero las víctimas”, repiten estos días los políticos. La ciudadanía está acompañando en el dolor a sus familiares. Basta acercarse a Atocha y rezar, aunque no se profese religión alguna. En uno de los rincones de la estación, aparecen pintados los nombres de la mayoría de víctimas. Enseguida se distinguen a los de Guadalajara, entre ellos, Begoña Martín, José Gallardo Olmo, David Vilela Fernández, Sara Centenera Montalvo, Guillermo Senent Pallarola, María Fernández del Amo y así hasta quince. Se dice pronto: ¡quince! En poco más de un cuarto de hora. El tren que salió de Guadalajara a las 6.50 horas, estalló en la estación de cercanías de El Pozo del Tío Raimundo, a eso de las 7.15. El drama se desencadenó en apenas minutos. Con total impunidad, sin resistencia. Los mensajes en Atocha piden “justicia” y claman por la paz: “no al terrorismo”, a cualquiera.
Los curiosos que se acercan a la zona cero encuentran el llanto del pueblo de Guadalajara. No es el único porque abundan las banderas y las señales de condolencia de decenas de países: Rumanía, Chile, Colombia, Bulgaria… Todos perdieron algún compatriota en los desgraciados vagones. “Madrid, te quiero”, reza un cartel próximo a la parada de los autobuses. Un anónimo escribe: “soy manchega de nacimiento y madrileña de adopción. El 11 de marzo me robaron 202 trocitos de mí. Aún tengo muchos heridas, una por cada uno de aquellos que luchan en un hospital”.