Los presos alcarreños del franquismo
Las arrugas de su cara reflejan el calvario que tuvo que soportar a los 17 años, en plena adolescencia. “En la guerra desayunábamos hojas de remolacha, incluso un día nos repartimos un periódico para tres”. Marcelino Llorente Llorente nació en Pálmaces de Jadraque hace 81 años. Conserva una memoria excelente y algún amigo del pueblo asegura que posee una cabeza privilegiada para los números. Recuerda con exactitud su pasado en unos años difíciles, lejanos. Trabajó en el pantano afiliado a la UGT y luego se alistó con los “rojos”. En 1938 le movilizaron primero en el frente de Brunete, después en el de Levante y, finalmente, en Extremadura. Fue encarcelado en Villanueva de la Serena (Badajoz) y en Don Benito. Ingresó en un campo de concentración en Mérida y en los batallones disciplinarios de San Francisco de Loja (Granada) y de Canfranc (Huesca), en el que trabajó fortificando la frontera con Francia, fruto de las difíciles relaciones que España mantenía entonces con el país galo. Todo un peregrinaje que Marcelino aún soporta con buen humor. “Recién llegado a la cárcel de Monterrubio, en Sierra Trapera, recuerdo que el alcaide se interesó por si había alguno de Guadalajara. Me preguntó de qué pueblo era. Le respondí que de Pálmaces y entonces me dijo: pues a los de Pálmaces les vamos a cortar la cabeza, yo soy de Atienza. Así que, figúrese, ¡menudo recibimiento!”. Ni la solidaridad del terruño servía para atemperar la crueldad de los mandos. En 1940 volvió al pueblo, después de 18 meses en el batallón, con tan mala suerte que a los ocho días de estar en casa tuvo que incorporarse a filas para cumplir con el servicio militar, primero en Guadalajara y después en San Gregorio, Zaragoza, hasta mediados de 1945. asegura que la posguerra fue mucho peor que la guerra: “la comida era malísima y en los batallones teníamos unas horas establecidas, trabajamos picando piedras y haciendo fortines”. Marcelino tuvo que soportar también las obras del pantano de Pálmaces, empezado a construir antes de la sublevación del 18 de julio e inaugurado por Franco en 1954, en medio de la parafernalia habitual que rodeaba al Caudillo. Según recuerda Constantino Cuenca, 74 años, vecino de Pálmaces, “ese día estaban todos los cerros llenos de guardias. Tenía yo 8 años, me acuerdo que lo construyeron entre los presos y gente del pueblo, aunque durante la guerra pararon la obra”. El trabajo picando el hormigón del embalse le servía a los presos para rebajar sus condenas. Además, aún tenían tiempo para ayudar a los lugareños en sus faenas. “Venían a segar con nosotros, aunque ningún preso era del pueblo”, afirma Constantino. Las condiciones laborales eran misérrimas para todos. “A mí me pilló con 16 años. Nos pagaban 12 pesetas a la semana y acabamos hartos del pico, la pala y la maza”, se lamenta Francisco Elvira Esteban , vecino del pueblo.
Campos de trabajo
El 5 de julio de 1937 una orden de la Secretaría de Guerra del Gobierno de Burgos supuso la creación de los campos de concentración. El profesor Pedro Pascual, en un extenso trabajo publicado en la revista “Historia 16”, ha contado hasta 72 después del fin de la contienda. Los combatientes del Ejército gubernamental hechos prisioneros, los capturados por los rebeldes, los que se entregaban, quedaban a disposición de las unidades militares o civiles de Franco. El número de represaliados aumentó hasta el punto de rebasar las previsiones y el mantenimiento de las cárceles y cuarteles. Los campos servían para agrupar y catalogar a los presos, aunque muchos fueron fusilados sin contemplación o mandados a los batallones disciplinarios. Lino Bonilla Sanz, de 82 años, natural de Ledanca, estuvo siete años recluido entre el tiempo que pasó en la cárcel y en seis campos de concentración: Reus, Miranda de Ebro, Barcelona, Palma de Mallorca, Ibiza y Mahón. También estuvo en el depósito “Miguel de Unamuno” de Madrid durante algo más de 10 meses. Su delito: participar en el conflicto alistado al bando que defendía la legalidad. “A los 17 años me veo inmerso en la Guerra Civil, yo no tenía ni idea de política. En el frente estábamos atrincherados oyendo morterazos y tiros limpios, pasé mucho miedo y ahora a veces pienso en la cantidad de muertos que he visto. Me enrolé en la llamada ‘quinta del biberón’ porque éramos jóvenes. Al terminar la guerra, me encontré con mis padres en Cuenca pero al volver al pueblo nos capturaron a mi padre y a mí, y encima nos apalearon. Parece mentira. ¡Sin hacer nada!, estuve con los republicanos como podía haber estado con los otros. Ignoraba lo que pasaba hasta el punto de que un día un par de rojos me preguntaron a quién defendía, me dieron a elegir entre fascista o comunista y dije fascista; me pusieron contra la pared, me iban a matar hasta que apareció uno que me conocía y dijo ‘¡pero si es un obrero!’, y al final me libré”. Después le llevaron a Mandayona y acabó en la prisión de Guadalajara, aunque quizá lo peor para Lino ocurrió cuando le deportaron a sucesivos campos de concentración, alguno más bien de trabajo, “porque nos pegaban unas palizas tremendas y comíamos mal, fatal”. La rutina era idéntica en todos los campos: levantarse a toque de diana, formar en el patio, saludar brazo en alto a la bandera, cantar el Cara al sol, lecturas patrióticas y religiosas, gimnasia y recuentos. “Algún ‘nacional’ aún dice que éramos unos revoltosos, ¡y eso que no nos podíamos mover! Al que no cantara el himno falangista, palo que te crió. Pero trabajo no había mucho. Estábamos toda la mañana haciendo el tonto, caminando y cuando ‘tocaban bandera’ te tenías que quedar firme donde te pillara y otras veces saludando. Y así llegaba la hora de comer, bueno, lo de comer por decirlo de alguna manera”. Dormían en los barracones y todos temían ir a declarar. “Recuerdo a uno que regresó tan mal de la paliza que le habían dado que le suplicó que le mataran, y otro que quería fugarse le ofreció medio billete de mil pesetas si le dejaba escapar el guardia y le daría el otro medio cuando saliera. Lo mataron en ese preciso instante. Con estos casos, imagínate lo mal que llegamos a estar”.
La prisión de Guadalajara
Franco tenía muy claro que existían ciudadanos de segunda clase en función de su desafecto con el régimen y de su tendencia ideológica. Los que no se significaron con la causa fascista fueron privados de libertad en cualquiera de sus fórmulas: fusilados, vigilados, torturados, chantajeados, exiliados. El objetivo que buscaban los vencedores era mantener ‘a raya’ a los vencidos, así que se hacía inevitable el mantenimiento e incluso el aumento de los centros penitenciarios. Amalio Redondo Mínguez, 83 años, es hijo de Valdeancheta y cerrajero. Entre 1939 y 1942 pasó por las cárceles de Guadalajara, Santa Eugenia y Getafe, por el campo de Miguel de Unamuno y por los Batallones disciplinarios de Albacete, Ventas y Alcalá de Henares. “En la prisión central de Guadalajara estábamos todos hacinados como animales, el olor putrefacto nos resultaba insoportable y la comida era horrorosa. Había una gran solidaridad entre los reclusos”. Algo parecido vivió Lino en su cautiverio, aunque él casi nunca se salió del guión: “El Gobierno de Guadalajara puede dar fe de mi conducta intachable, o sea, que no creo que haya sido tan malo”. Otro superviviente de la época es Francisco Ortega Benito, 85 años, labrador de Sacedón con el carnet nº 1619 del Partido Comunista de España, y al que todavía en el pueblo llaman ‘El Rojete’. Conserva un escrito en el que deja testimonio del ultraje al que le sometieron: “En julio del 39 me condenaron a muerte en la Central de Guadalajara, después bajé a la prisión Militar, donde estuve con la pena capital durante 5 meses, y ya luego firmé 30 años. En marzo de 1940 me llevaron a Burgos y después estuve 25 meses en Talavera de la Reina. Sufrí mucho con estos asesinos y criminales que me insultaban, así que viva el socialismo mundial y viva la República”.
Trabajo y redención
Isaías Lafuente detalla con nitidez la situación creada a raíz de la victoria ‘nacional’. “Para rentabilizar la enorme masa de trabajadores con la que se encuentra –y que crea- el régimen de Franco al terminar la guerra, se diseña un complejo entramado de destinos: los destacamentos penales, las colonias penitenciarias militarizadas, los batallones disciplinarios, los talleres penitenciarios y los destinos dentro de las propias cárceles”. El auténtico negocio público y privado se desarrolla entorno a estos sistemas. Excepto los enfermos, todos estaban obligados a trabajar. El Estado o las empresas que tenían presos arrendados les remuneraban el trabajo a cambio de obtener mano de obra barata, sujeta a condiciones de esclavitud. Amalio evoca con amargura su trayectoria: “Tenía 17 años y me arrebataron mi juventud. En Albacete trabajamos haciendo un parque y después me enviaron a hacer la mili a Garrapinillos (Zaragoza), en el 5º Grupo de Automóviles, haciendo chasis para los coches, aunque también estuve allanando el terreno para el campo de aviación. Después volví al pueblo y la convivencia seguía encrespada, y el caso es que no hice nada para sufrir todo ese calvario. Mi jefes eran de izquierdas y por eso me movilizaron y luego condenaron”. En Guadalajara –agrega Lino- “nos sacaron de la cárcel para construir un campo de fútbol en la Fuente de la Niña”. En el tejido confeccionado por el régimen con el objeto de reprimir a sus víctimas, la Iglesia católica fue protagonista destacado. La filosofía del trabajo de redención de penas se debe a los jesuitas, concretamente al padre Pérez del Pulgar. Este individuo, vocal del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, elaboró una doctrina basada en la sed de venganza (destinada a los supuestos causantes de la destrucción) y en la redención, materializada en la explotación laboral de los presos, en cualquiera de las fórmulas mencionadas. Antonio Cañadas Ortego , alcalde de Guadalajara cuando se proclamó la Segunda República, fue fusilado a los 47 años durante la Guerra Civil. Su hijo, Antonio Cañadas Dombriz , alcanza hoy los 82 años. Participó en el frente como miliciano de cultura, permaneció entre rejas 5 años en San Antón, Comendadoras y Porlier y, finalmente, hizo la mili en tres años trabajando en el batallón que construyó la doble vía de Alsasua. Su hermana Emilia, vívida y locuaz, rememora con desazón el expediente terrible de Antonio. “Les llevaban con trajes de presidiarios y una gorra con la letra P, estuvo siempre a pico y pala y si se despistaba le añadían un saco terrero en la espalda, era un sistema nazi totalmente”. “En el campamento de la sal -comenta Francisco Ortega- me daban 3 pesetas a la semana y 2 días de libertad por día trabajado. Algunos vecinos del pueblo me decían que querían verme muerto”.
Rescatar la memoria
El debate sobre la muerte sigue vivo en la retina de nuestros mártires. “Yo no creo ni en Dios ni en su cuñado Aquilino. Nunca vale la pena matar por nada”, dice Amalio. Francisco, en cambio, opina lo contrario: “Voy a seguir luchando hasta el final de mi vida, aunque me vea otra vez en la celda nº 8 de Guadalajara”. Francisco cobra todos los meses más de 150.000 pesetas entre la pensión de sargento y la ordinaria. El dinero, sin embargo, no lo es todo. La Transición democrática llevada a cabo en España tras la muerte del dictador, producto de una reforma política, no de una ruptura, ha traído consigo un periodo de bienestar y de prosperidad material. Sin embargo, hay personas que guardan aún celosas los recuerdos de su pasado. Y no se ha hecho justicia con ellas. Cabe considerar el retraso que llevamos en este asunto con el fin de corregirlo por la vía de la justicia –a través de las indemnizaciones que van a recibir los represaliados- pero, sobre todo, es importante abrir el camino a un homenaje público que guarde siempre la memoria de estos españoles. Afirma Rafael Torres: “No se puede olvidar nada que no se recuerda”.
EPÍLOGO I: Esclavos del régimen. La historia de los vencidos ha estado olvidada durante un tiempo excesivo. En los últimos meses, fruto del interés de algunos intelectuales, se ha publicado un número considerable de ensayos y artículos en la prensa, además de diversos libros. Guadalajara ha permanecido al margen de esa tendencia. El escritor Rafael Torres, autor de “Los esclavos de Franco” (Oberon, 2001) cuenta que “todavía hoy se habla en términos de victoria”. La guía oficial del Valle de los Caídos sigue dando por buena la versión fascista.“Hay que recordar que el derecho a la memoria no prescribe. Franco quería un mecanismo contra las clases populares, un ajuste de cuentas: ‘cauterizar’, extirpar las ideas liberales, y lo consiguió”. Las cárceles y los campos de concentración fueron los dos sistemas represores más utilizados. Los batallones de trabajadores y los destacamentos penales son dos figuras intermedias de aquéllas. Las cifras exactas de los presos que tuvo Franco nunca se sabrán, ni tampoco la dimensión de las fortunas que amasaron muchas empresas de la época. “Es hora de un juicio civil, debe haber un impulso público para investigar este asunto”, asegura Isaías Lafuente, periodista que ha publicado “Esclavos por la patria” (Temas de Hoy, 2002). Hay heridas que ni siquiera se han abierto, aunque el estudio de este pasaje histórico debería encararse con una visión netamente pedagógica. Conocer los errores del pasado para no repetirlos jamás.
EPÍLOGO II: La represión como objetivo. El Estado franquista inició el 1 de abril de 1939 un periodo trágico de la historia de España marcado por la obsesión de venganza hacia los vencidos. Los datos son elocuentes y escalofriantes. Más de 500.000 muertos, un cuarto de millón de exiliados, 270.000 presos en cárceles y campos de concentración y más de 100.000 fusilados. La destrucción material del país después de la Guerra Civil se agudizó con la miseria humana de un régimen que buscaba la exterminación física y moral de sus víctimas. La Justicia fue rápida y sumarísima, aprobando un conjunto de leyes como la de Responsabilidades Políticas o la de Represión de la Masonería y el Comunismo. Entre 1939 y 1940 fueron detenidos más de 280.000 republicanos, 4.600 en la provincia de Guadalajara, según datos del profesor Manuel Ortiz Heras (“La Guerra Civil en Castilla-La Mancha. De El Alcázar a Los Llanos”, Biblioteca Añil, 2000). Guadalajara formó parte de la 5ª Región Militar. Se habilitaron las cárceles de Sigüenza, Almadén, Chinchilla, Hellín y Talavera. En la región, a comienzos de la década de los cuarenta, se contaron hasta 7.435 reclusos, al margen de los presos que trabajaron en los destacamentos penales con el fin de obtener la redención de pena.