Paisajes alcarreños desde el AVE
Una mañana de julio, a las nueve y media. En la estación del AVE de Zaragoza-Delicias, sube una veintena de viajeros. El tren viene medio vacío desde Lleida, donde ha realizado el cambio de vía, de la antigua a la nueva de alta capacidad. El día se ha abierto suave, aunque el sol va atizando a poco que pasan los minutos. Los coches del AVE son modernos, amplios y equipados de manera funcional. Los asientos son semejantes a los de los trenes Altaria y los últimos Talgo que funcionaron en la línea entre Madrid y Barcelona. Tienen un respaldo adaptable y son cómodos. En el respaldo llevan incorporada una mesita que, bien abierta, ofrece espacio de sobra para desplegar el periódico o la merendilla que nos haya preparado la abuela.
Son las diez menos veinte y, precisamente, una monja saca de su bolso una tartera en la que lleva un pincho de tortilla, una manzana y un botellín de agua. El tren arranca en la capital maña. La estación que, de forma pomposa, llaman “intermodal”, es un acto de justicia histórica con una ciudad que, hasta hace cuatro días, recibía a sus viajeros por carretera en un vetusto garaje reciclado como estación de autobuses. La estación de Renfe del Portillo tampoco era para tirar cohetes. Hoy todo ha cambiado y taxis, autobuses y trenes se unen en un recinto posmoderno, estridente y símbolo del futuro que quiere vender el alcalde, Juan Alberto Belloch: con la Expo del 2008 como meta final.
Campos ocres
El tren parte de Zaragoza dejando a un lado bloques de edificio y la Pilarica. El paisaje se hace anodino, aunque hermoso, por la estepa aragonesa, desde la capital regional hasta La Almunia de Doña Godina y Calatayud, una de las dos paradas secundarias de la línea Madrid-Barcelona, junto a la nuestra de Yebes. En el viaje, dos niñas empiezan a gritar odiosamente. El compañero de asiento saca de la cartera un ordenador portátil y un portafolios repleto de notas. Los servicios, ubicados en el descansillo de los vagones, son algo estrechos. Los fumadores se levantan para dar rienda a suelta al vicio. En la cafetería, casi mejor no entrar. La comida es mala y los precios abusivos.
Calatayud es una localidad conocida por la señora Dolores, que nadie supo quién es pero de la que todos preguntan. La broma ya cansa a los habitantes de este municipio, el segundo en número de habitantes de Aragón. La ensalada bilbilitana (su gentilicio proviene del nombre romano, Bilbilis) es parecida a la catalana, con queso y embutidos. El menú del tren no recoge los platos típicos de los lugares por los que transita. Un error más de presentación.
Poco a poco, la marcha avanza hasta cruzar los campos de Soria, amarillos, ocres, tostados en esta época de cosecha. Es increíble la cantidad de terrenos que el Ministerio habrá expropiado para instalar los tendidos del AVE. Es probable que las vías de comunicación sean imprescindibles, aunque nunca sabremos si lo que es prescindible es nuestro modo de vivir, nuestras prisas, el ritmo frenético que nos lleva a acortar el tiempo de los viajes hasta el punto de no disfrutar de los mismos, y sólo fijarnos en el destino.
No hay catedral
Si el viajero se sitúa en un asiento de ventana, y le toca un día de sol, como el que narramos, poco podrá ver por los cristales. Hace calor y la persiana permanece a medio bajar. Antes, por la línea antigua, sabía que uno estaba en Guadalajara después de pasar por Torralba (última estación soriana) y divisar, a poca distancia, las siluetas magníficas del castillo parador y la catedral de Sigüenza. Ahora ya no vemos nada. La línea pasa al otro lado de la A-2 y deja escorada a la ciudad mitrada. A la izquierda, campos de cereal. A la derecha, los cardos y el Henares. En el trazado viejo, el viajero podía observar las montañas seguntinas, los valles de Matillas y Baides y los pueblos del Henares, desde Carrascosa hasta Yunquera, ya pegando a la capital. En medio, la figura imponente del castillo del Cid, en Jadraque. Ahora es diferente. El AVE atraviesa pocos pueblos (o ninguno, mejor dicho) y la vista se cansa de observar un paisaje anodino, monótono, que hace un flaco favor al mensaje publicitario de la provincia. A no ser que, al usuario de turno, quizá a algún despistado, le apasione la aridez castellana, la piel áspera de los trigales. Tiene su encanto, es indudable. Pero se pierde la esencia de la tierra, apartada de los dos tajos que la parten: las vías del tren y la autovía de Aragón.
En Yebes
Pasamos la subestación de Brihuega. Las vías del tren veloz parten por la mitad los campos de La Alcarria. Pierden en calidad ambiental y sus pueblos tuvieron compensaciones mínimas, cuando no inexistentes. El progreso siempre corre a cuenta de los mismos.
El reloj va a dar las doce de mediodía. La película que pusieron al salir de Zaragoza está a punto de acabar. La megafonía anuncia la parada de Guadalajara-Yebes. Es pequeña, apenas imperceptible. Los viajeros apenas pueden ver el vestíbulo y el resto de dependencias. Se bajan poco más de media docena personas. Las estadísticas dicen que los alcarreños cogen el AVE, sobre todo, para ir y venir a Zaragoza. Esta vez no se nota demasiado, así que quizá haya que pensar que la fama de “estación fantasma” tenga un justo merecimiento. El edificio de la estación, estirado y con poca altura, es feo con ganas, y ya no digamos el hormigón de la torre del reloj.
Antes, cuando el tren entraba a Guadalajara capital, bordeaba el polígono industrial del Henares hasta llegar a la estación en Francisco Aritio. Una vieja pancarta contraria a las nucleares y un cartel del ministerio anunciando la renovación de los Cercanías, despedían a los viajeros. El edificio viejo. Los tornos estrechos. Los lavabos inmundos. Todo eso se ha perdido. Con la estación del AVE hemos ganado en confort, pero se ha perdido en encanto. Desde los altos del Sotillo no se puede ver la ciudad. Los viajeros no pueden ver los edificios modernos y el nuevo molde de la ciudad. No es lo mismo cruzar los Manantiales que soportar kilómetros en el desierto.