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2 octubre 2005

Guadalajara y la modernidad

La izquierda es una ideología tan desdichada y extraña que, incluso sus horas altas, las debe a miembros poco o nada relacionados con su concepción histórica. Lo acabamos de ver, recientemente, en Madrid y en Guadalajara con la retirada de las estatuas fascistas. Ni el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ni el alcalde de Guadalajara, Jesús Alique López, pertenecen a generaciones significadas por la dictadura del general Franco. Es más: el primero no dio la cara en la orden de eliminar la efigie levantada en Nuevos Ministerios (más pareció un capricho de los ministros de Trabajo y Fomento) y el segundo permanecía de vacaciones cuando se hizo lo propio, en este caso, no sólo con la estatua del viejo dictador, sino también con la de José Antonio Primo de Rivera. Ni Zapatero ni Alique, que sepamos, corrieron detrás de los ‘grises’. Sin embargo, la izquierda les debe este gesto, simbólico y huero, pero importante. Ya escribió Cervantes aquello de “cosas más raras veredes, amigo Sancho…”.
GUADALAJARA DOS MIL, 28-03-05
Raúl Conde

La retirada de las estaturas de Franco y José Antonio podría ser un buen punto y aparte en la transformación de la ciudad. Afortunadamente, los niños que estudian en las Francesas y en los Maristas, los funcionarios de la Diputación y los clientes del Lino ya no tendremos que soportar por más tiempo la imagen del caudillo, posando en una absurda mole de piedra. Tampoco los chavales que lían sus canutos en la Concordia verán, altivo y presuntuoso, el obelisco joseantoniano. Hemos pasado una página negra y asesina de nuestra Historia. La realidad es así, a pesar de las atrabiliarias declaraciones del primer teniente de alcalde a “El País”. Badel reconoció el temor a suprimir símbolos del antiguo régimen, porque “nadie quiere que le quemen el coche”. El periodista Carlos E. Cué, responsable en ese periódico de la información de Izquierda Unida y autor de numerosos artículos sobre las víctimas de la dictadura, no salía de su asombro. El episodio, más allá de la vergüenza ajena que produce, pone en evidencia que la caspa no es patrimonio exclusivo de la derecha.

Sacudir complejos

Estos días se expone en el museo Reina Sofía, en Madrid, una antología de fotografías de Alfred Stieglitz, muerto un año después del final de la 2ª Guerra Mundial. Vale la pena dejarse los ojos en la visita. Sus trabajos siguen impactando y se les reconoce el mérito de haber contribuido al paso de un Nueva York provinciano y puritano a un gran punto de encuentro mundial. No hace falta rozar la hipérbole, pero creo que a Guadalajara le conviene buscar con urgencia algo o alguien que guíe la metamorfosis que necesita. Porque ni la figura de Sobrino detrás del toro de Osborne, ni el melero hortero de Aguas Vivas, ni el fantoche de cardenal delante del Infantado, parecen suficiente arsenal como para cambiar la mentalidad de los arriacenses. Se trata, por tanto, de una cuestión profunda. Y mucho más compleja que diseñar rotondas o levantar quijotes de hierro.

La pregunta es: ¿tiene Guadalajara que sacudirse sus complejos? Yo respondería que sí, como todas las ciudades del mundo. En un ensayo muy entretenido, Guillermo Cabrera Infante recuerda que “alguien sentenció que la arquitectura era música congelada” (El Libro de las Ciudades, Alfaguara, 1999). Si esto es cierto, nuestra querida “doncella recoleta”, tal como definió Cela a la capital alcarreña, se ha quedado desfasada como la música de una discoteca de pueblo. Los discos llegan tarde y en vinilo. Es triste comprobar que, pese a la fiebre constructora, Guadalajara no despunta precisamente por su buen gusto arquitectónico. Al revés. Todavía recuerdo el último paseo por la ciudad con el historiador Pedro J. Pradillo. Resulta patética tanto la retahíla de edificios históricos que se han degradado o eliminado como los “monstruos” de nueva construcción. Algunos, de corte fúnebre. Como el Cívico.

Sin modelo de ciudad

El urbanismo y la arquitectura son dos herramientas esenciales para cualquier enclave que quiera quitarse la boina o, al menos, lucirla de manera más elegante. Por razones que no alcanzo a entender, en Guadalajara son muy pocos los preocupados por el diseño urbano, por las formas de sus edificaciones, por la habitabilidad de sus espacios públicos, por la utilidad de sus infraestructuras. Da la sensación de que todo va manga por hombro y, de esta forma, proyectos inclasificables para el común de los expertos obtienen aquí, en este rincón discreto, su visto bueno sin apenas obstáculos. Sólo así resulta explicable que la estación del AVE se construya fuera del término municipal; que la Ciudad del Transporte se embotelle entre la capital y Marchamalo (no vaya a ser que el cacareado “desarrollo” se extienda en el resto del Corredor); o que se atrase la redacción del próximo plan de ordenación urbana hasta que Fomento diga si el actual trazado de la A-2 podría reciclarse, o no, en una vía de circunvalación.
¿Cuál es el modelo de ciudad que nos propone, no ya sólo el actual equipo de gobierno municipal, sino toda la clase política guadalajareña? Por mucho que rebusco en la hemeroteca y por mucho que los periodistas preguntamos, la respuesta no aparece.

En estos casos en los que abunda la desinformación y persiste la propaganda (“Avanzamos juntos”, rezan los anuncios del Ayuntamiento; podrían decirnos hacia dónde), quizá lo mejor es salir a la calle.
Guadalajara ha cambiado su fisonomía. Empezando por los bloques de hormigón y terminando por las boutiques del Amparo. Hace años era difícil observar en la calle Mayor a personas con el pelo pintado o vestidas como si pasearan por la Ramblas o por Preciados. Hoy no. La estética ha variado. Como todos los eslabones: la gente, las fachadas, la economía. Otra cosa es que este cambio se produzca por el efecto de la expansión madrileña o por la propia voluntad de la sociedad local. Otra cosa es que los políticos de aquí vayan por delante de la ciudadanía. Y otra cosa es que los empresarios autóctonos -los que hunden sus raíces y su fortuna en esta tierra- tengan el compromiso cultural de contribuir a su progreso. Ya sabemos que la burguesía castellana no es tan emprendedora como la vasca o la catalana, pero algo podrían copiar.

En la calle

En su último número, un especial de más de doscientas páginas, la revista “Actualidad Económica” agrupa a 7.500 directivos de 1.000 empresas. Son los que mueven el capital en España. Sólo dos firmas aparecen con dirección en Guadalajara: Mclane, con sede en el polígono de Quer y perteneciente al sector de los transportes; y Bormioli Rocco, del sector del vidrio y radicada en Azuqueca. Ni rastro de la Caja de Ahorros Provincial (sí se recogen Caja Castilla-La Mancha e Ibercaja, lógicamente), ni tampoco de las constructoras más conocidas. En realidad, esta escasez cuantitativa en tal ranking es un espejismo. Muchas de las empresas con sede central fuera de la provincia mantienen abiertas delegaciones o plantas industriales en los polígonos del Corredor del Henares. Es el caso de Santos, Mahou, Basf y tantas otras.
Quiero decir con esto que el carácter empresarial forma parte ya indisoluble de Guadalajara. La cuestión ahora es si hacen falta más esfuerzos. El aumento demográfico provoca el pronóstico de los empresarios, que auguran la necesidad de cubrir la demanda; y de los sindicatos, que llevan años advirtiendo del desfase entre la creación de empleo (los últimos datos del paro empiezan a ser alarmantes) y la construcción de viviendas. Al margen de los problemas cotidianos, ¿estos cambios profundos en la estructura de la población capitalina cómo han repercutido en su dinámica social? O sea, si la calle nota el cambio.

Durante muchos años, varios autores locales se han puesto de acuerdo en considerar a Guadalajara “una ciudad sencilla, pequeña y de grandes familias”. Los hay que piensan también que resulta alegre y bulliciosa. No participo demasiado de esta idea y tampoco lo haría cualquiera que se acercara, por ejemplo, las tardes de los sábados, momentos en los que el comercio, de manera inexplicable, baja sus persianas y la gente huye a los bares o a los hipermercados del Corredor.
La ciudad, aunque le quede tela por cortar, ha cambiado. Tal como escribe Manuel Rivas, “uno de los procesos más interesantes en la España de hoy es la desaparición de las provincias, en ese sentido cultural, de mundo subalterno”. Guadalajara ya va teniendo menos de pueblo y más de urbe, sobre todo para los que la conocen de antaño. Fruto de ello surgen nuevos quebraderos de cabeza: falta de aparcamientos, el tráfico, el precio de los pisos… Justo aquello que rebaja la manida “calidad de vida”. De cualquier forma, creo que Guadalajara no acaba de entrar en la modernidad. Un concepto estúpido si lo prefieren, pero no vacío.

¿Ser moderno qué quiere decir? Se me ocurren varias respuestas: que el personal no se extrañe por expresar tus ideas políticas en un periódico; que los camareros no te sirvan un café lanzando una mirada como si estuvieran perdonándote la vida; que los políticos se preocupen más de las necesidades sociales y menos de las grandes obras y, por tanto, de sus comisiones; que los empresarios reinviertan parte de lo que ganan en su querida tierra; que quiten los bodrios de bronce que profanan el paseo de Las Cruces; que las pocas entidades que organizan actos culturales no se pisen sus programas; que abran más bares musicales; que la juventud participe mucho más y salga a la calle; y hasta que quiten de una vez el vino español con el que hipotecan la mitad de los actos sociales. Claro que, todo esto, debería surgir por naturaleza y no por imposición. Solo queda esperar.

Mentalidades

Llevando el análisis más allá de Castillejos, cabe concluir que Guadalajara es una provincia de desarrollo asimétrico. Muchas de sus comarcas todavía no reciben las ondas más que de Radio Nacional, las televisiones privadas ni se otean y la cobertura del móvil ni está ni se le espera, a menos que esos convenios maravillosos que anuncian la Junta y la Diputación terminen fructificando.

El novelista Muñoz Molina tiene escrito que “no hay civilización sin ciudades, pero las ciudades, salvo unas cuantas excepciones admirables, sufren cada día la invasión gradual e interior de los bárbaros, algunos de los cuales se encargan ya de gobernarlas” (El País Semanal, 6-6-99). La ciudad como final de la civilización y el agro como principio de la misma. Sin embargo, en algunos de los pueblos que componen esta Guadalajara deprimida resisten impertérritos decenas de restos del franquismo. Este periódico -y perdón por la autocita- publicó hace escasos meses una página entera titulada “Las heridas, en la calle”. Y, aunque las estatuas hayan caído, ahí sigue el resto: las placas, las calles, las lápidas de los cementerios… Publicamos la lista entera de todos los pueblos alcarreños que conservan travesías con nombres del antiguo régimen. No crean que ningún alcalde se ruborizó. No crean que alguno de sus ayuntamientos hizo el ademán de revertir tal situación. No crean que algún vecino protestó. Esa es la mentalidad que la Guadalajara del primer vagón, la próspera, la pretendidamente urbana, la que Alique capitaliza, está obligado a modificar.
Así que, como mínimo, y dado el retraso histórico acumulado, pienso que los ciudadanos tienen derecho al escepticismo. Todos. Los que aquí viven, los que viven y trabajan, los que solo trabajan o cualquiera que se acerque con asiduidad para disfrutar de su sosiego.

Guardo un ejemplar de la revista dominical que publicó El Mundo el 6 de junio de 1999 sobre “las mejores ciudades para vivir”. La alcarreña quedaba situada en el puesto 27 entre todas las capitales de provincia del Estado. Según el concejal Sevillano, “en Guadalajara no queremos ser reconocidos por símbolos franquistas, sino por otras muchas cosas” (El País, 24-3-05). A ver si es verdad porque, de momento, no sabemos muy bien cuales.