Entrevistas

1 octubre 2005

Entrevista a Susan Sontag

Susan Sontag (1933) ha publicado recientemente en castellano "Ante el dolor de los demás", un ensayo sobre la violencia y su representación. El libro y algunas de sus tesis es el principal tema de la conversación que mantuvo con "Letras Libres".
Letras Libres, Abril 2004
ARCADI ESPADA

El hecho de que en un libro sobre la fotografía y el dolor falte una alusión al Gulag es significativo.
¿Qué quiere decir?

Bueno, de alguna manera corrobora la hipótesis de que el Gulag no ha penetrado en la conciencia contemporánea de la misma forma que lo habría hecho de haber habido fotografías de la tragedia.
Yo he dicho eso mismo muchas veces.

Sí, claro. Por eso se lo recuerdo.
Está en el libro. El Gulag está en el libro.

No recuerdo.
Está aunque usted no lo vea. Cuando digo que recordamos y nos preocupamos de lo que ha sido fotografiado es evidente que el primer pensamiento de estas líneas alude al Gulag. Y he dicho y he escrito repetidamente que una de las razones por las que la gente tardó tanto en apreciar y entender el horror completo del sistema soviético fue por la ausencia de documentación fotográfica. Es evidente que cuando digo que las fotografías identifican también quiero decir lo contrario: cuando no hay fotografía el olvido es más fácil. Y hay dos ejemplos clásicos: el Gulag y la guerra civil de Sudán, una guerra que se ha cobrado millones de vidas ante la indiferencia más helada del mundo. O sea que sí. Implícitamente está el Gulag.

Hay muchos ejemplos explícitos.
Y hay muchos otros que no he podido incluir. El libro ocuparía el doble. ¿Lo entiende?

No se lo tome como un reproche. No lo es.
Es que es obvio…

Me parecía llamativo que no se aludiera en el libro a un tragedia no fotografiada. Llamativo y hasta coherente. Eso es todo.
Le enviaré un resumen con todos mis textos y declaraciones sobre el asunto.

De acuerdo. “Encuadrar es excluir”, dice usted en un momento del libro.
Sí, la exclusión puede ser tan significativa y ruidosa como la inclusión.

Desde luego, pero querría preguntarle si no cree que esa selección puede reunir un grado tal de objetividad que lo que se excluya sea irrelevante.
No pienso en fotografías de una forma tan abstracta. Cada proyecto fotográfico tiene una intención particular. Y está rodeado de una gran cantidad de contextos particulares. Pienso en la fotografía, tan famosa, de la caída de la estatua de Sadam en el centro de Bagdad. ¿La recuerda?

Sí, la estatua cayendo…
La estatua cayendo, derribada, y en torno a ella un grupo de personas mirando satisfechas. No eran más de veinte personas, pero la peculiaridad del encuadre hacía creer que esas personas eran como una sinécdoque de la plaza. El espectador creía que la plaza estaba repleta de gente que aplaudía satisfecha el momento simbólico de la caída de la estatua del dictador. Era un momento muy importante porque las tropas norteamericanas acababan de entrar en Bagdad. Bien: lo recordará usted todo eso. Bueno, pues lo cierto es que esas veinte personas eran las únicas que estaban en la plaza. Yo he visto otras fotografías de aquel momento, en la plaza, tomadas con gran angular. La plaza está prácticamente vacía.

Pues en ese caso la foto era falsa. Porque resulta contradictoria con lo que excluye.
¿Contradictoria? Yo hablaría más bien de énfasis. Ese encuadre pone el énfasis en un lugar… Otra fotografía, otro encuadre. La niña quemada por un bombardeo de napalm en una carretera de Vietnam. La foto forma parte de un paisaje mucho más grande. La carretera está abarrotada de gente que huye despavorida y ella es una más en la tragedia. Naturalmente, el hecho de centrarse en una parte de la imagen y excluir el resto es una forma de dirigir el significado de la foto, de subrayar lo que se pretende que vea el espectador. Luego hay otra cosa importantísima: las fotos no llegan desnudas ni se muestran desnudas. El pie de foto, el contexto donde la foto aparece, quién la está contemplando y por qué, todo eso es fundamental para configurar el sentido definitivo que la foto acabe adoptando.

Yo diría que hay una diferencia esencial entre la foto de My Lai y la de Sadam. En el caso de la estatua de Sadam, lo que queda fuera de la foto contradice el fundamento de su discurso. Pero eso no sucede con la niña de la masacre de My Lai, porque…
Déjeme interrumpirle. En el caso de Bagdad induce a error. Eso podría decirse. Es un fenómeno demasiado corriente, por desgracia. Muchas fotos inducen a error.

En My Lai el encuadre dramatiza, enfatiza, como usted dice. Personaliza una situación general, retórica muy propia del periodismo.
Sí, estoy de acuerdo. Yo siempre digo que el encuadre afirma y que, como cualquier información, puede inducir a error. Es lo que distingue la fotografía de la pintura. No hay una afirmación pictórica.

Resumiendo: encuadrar es excluir pero no siempre con las mismas consecuencias.
Desde luego. Si no, todas las fotos inducirían a error. Y no todas las fotografías son erróneas ni mienten. Yo no digo esto. No tendría sentido decir una cosa así.

En cuanto a la objetividad…
La objetividad no es un término que yo tenga en gran estima. No creo que explique demasiado. En parte porque es un elemento polarizado, parte de una dicotomía. En el momento en que dices objetivo obligas a hablar de subjetivo. Y no es eficaz. Es, como si dijéramos, una alternativa demasiado cruda. Y no creo que sea la forma correcta de hablar de fotografía. Lo que hay que buscar en las fotografías es que sean capaces de darnos la mayor cantidad de información posible sobre una situación cualquiera que se ha producido, que ha sido real. Entendiendo siempre, claro está, que sobre una situación real la información será siempre incompleta. Yo creo que la tensión entre objetividad y subjetividad crea muchos problemas falsos, y que la primera obligación de cualquier análisis es evitar la posibilidad de que aparezcan problemas falsos.

Usted habla de la diferencia, en lengua inglesa, entre “tomar una foto (to take)” y “hacer una fotografía (to make)”. Es una diferencia muy interesante.
Permite determinar la capacidad de intervención del fotógrafo, ja, ja.

¿En inglés no se ha producido un desplazamiento léxico entre hacer y tomar?
No, no. Por fortuna.

En español, al menos en el español de España, ya nadie dice “tomar una foto”.
Pues lo siento, de veras.

La ausencia de fotos en la catástrofe del 11 de septiembre. De fotos de cadáveres…
Me pareció muy mal. Yo soy partidaria de que circule siempre la mayor información posible.

Aunque sea brutal.
Las fotos brutales exigen una brutalidad previa que es necesario conocer. Con la que es necesario encararse. Una sociedad democrática debe someterse a ese tipo de ejercicios. Si no se convierte, en cierto sentido, en una sociedad cómplice de la brutalidad.

Antes de seguir en el análisis quisiera preguntarle si efectivamente existen fotos del 11 de septiembre vetadas al público.
Sí, existen…

Hay quien dice que la tragedia no dejó ni siquiera cadáveres. Sólo cenizas.
Dejó muchas cenizas y muchos cadáveres.

¿Usted ha visto alguna de esas fotos?
No, yo no las he visto. Pero las han visto gentes de mi máxima confianza, editores, cámaras, fotógrafos… Ellos me han dicho repetidamente que esas fotos existen.

Y que fueron censuradas.
Exacto.

¿El cadáver de un acto terrorista no deja de ser un cadáver privado para convertirse, en cierto modo, en un cadáver público?
Hummm. Pregunta perturbadora. Es verdad. Sí, creo que es verdad. Pero es muy difícil atreverse a decir eso.

Hace algún tiempo se lo pregunté al hermano de una víctima del terrorismo etarra. Asintió con una claridad y una energía emocionantes.
Es muy duro. Y esa reacción que me cuenta es muy hermosa y valiente. Pero no todas las víctimas reaccionan igual, claro. Y cómo no respetar el derecho de las víctimas en ese trance. Es un asunto muy complicado. Pero, en fin, yo considero, en cualquier caso, que la decisión de ocultar el cadáver es mucho peor. Las consecuencias son mucho peores. Los familiares pueden prohibir la exhibición de las fotos o los vídeos, claro… Es lo que sucedió con el vídeo del asesinato del periodista del Wall Street Journal, Daniel Pearl, por un grupo terrorista islámico.

Realmente es un caso extremo. Es que no sólo se trata de un cadáver sino de un degüello, de la filmación de su asesinato.
Y filmado para que se exhibiera, desde luego. Su exhibición se prohibió por dos motivos. Primero el buen gusto, el pudor. Luego, porque podría ofender a su viuda. Desde luego, no se trata de una decisión fácil. Pero aun así, creo que deberíamos poder verlo.

Sinteticemos, si le parece: ¿por qué deberíamos verlo?
Si se parte de la idea de que hay fotos que ayudan a entender la realidad, la cuestión se aclara. Aunque no de una manera contundente, absoluta, porque siempre habrá resquicios por donde se colarán los derechos y los sentimientos de los otros. En realidad mi libro está dedicado a saber cuánto puede mostrarse de lo real. A mi entender esta es una pregunta clave.

De la guerra puede mostrarse muy poco, dice usted repetidamente.
La guerra. Las fotos nos transmiten una cierta imagen de la guerra, vinculada al acontecimiento, al estallido, a una acción determinada. Pero lo crucial de la guerra es lo que sucede después. ¿Cómo se fotografía lo que sucede después? O pensemos en la hambruna de África. ¿Cómo se fotografía el hambre, más allá de las circunstancias agónicas de estos niños esqueléticos que vemos cíclicamente cuando en un poblado o una región determinada la situación se desborda? Bueno, éste es un problema muy importante. Mucho más importante que si a raíz de un hecho concreto se muestran o no determinadas fotos que puedan ofender el gusto, la moral o la sensibilidad.

Habla de William Hazlitt, y el ensayo que dedicó al Yago de Shakespeare.
Sí, a Hazlitt, a Burke…

Permítame que le lea a los lectores la cita de Hazlitt, a propósito de la atracción de la maldad: “¿Por qué –se pregunta Hazlitt– siempre leemos en los periódicos las informaciones sobre incendios espantosos y asesinatos horribles?” Y responde: “Porque el ‘amor a la maldad’, el amor a la crueldad, es tan natural en los seres humanos como la simpatía”.
Sí, me parece que Hazlitt tiene razón. Y Burke, que decía que las desgracias de los demás nos procuraban placer.

¿No le parecen apreciaciones algo cargadas de malditismo literario?
No, la verdad.

Quizá se trate sólo de un efecto parecido al de los cuentos de terror: realmente es horrible, pero yo no estoy ahí.
Es su opinión. Prefiero la de Hazlitt. Creo que su observación sobre los otros es muy atinada. Hay mucha gente que tiene un potencial sádico muy fuerte y que no lo externaliza a menos de que la autoridad se lo permita.

¡Vaya! Fieras babeantes con bozal.
Le recomendaría que no se pusiera delante. Hay gente con una enorme capacidad de crueldad, que disfruta con el dolor que se inflige a los demás. La verdad, no creo que sea una cuestión vinculada con el hecho de sentirse bien, con el hecho de no estar ahí, en el lugar del sufrimiento.

¿Por qué no?: al fin y al cabo, no es nada más que la lógica banal del superviviente.
No lo creo. ¿Por qué la gente se para en la carretera a mirar un accidente de automóvil?

Es una noticia. Una interrupción en la vida. Llama la atención.
Y excita.

Insisto: ¿no cree que hay alguna literatura que va muy cargada de demonio? El propio Bataille, que usted también cita a propósito de la foto del prisionero sometido a la tortura mortal de los cien cortes.
Me es indiferente. En realidad la literatura me es indiferente. Diga que cito porque queda bien.

Muy bien.
Yo parto de la realidad. Ni me interesa Hazlitt, ni Burke, ni Bataille, ni Baudelaire, ni el malditismo, ni lo demoníaco, ni nada de eso. ¿Sabe lo que a mí me interesa?

¿…?
Ruanda.

El genocidio.
El genocidio a cuchillo de Ruanda. La literatura es totalmente secundaria. A mí me interesa la realidad. En seis semanas, ochocientas mil personas, OCHOCIENTAS MIL PERSONAS, fueron asesinadas en Ruanda. Por su vecinos. POR SUS VECINOS. Cada una de esas personas murió de una manera individualizada, pasada a cuchillo. Mire la historia de la humanidad. Mírela fijamente: ¡le importa un rábano lo que dicen los escritores! Ruanda. ¿Sabe usted lo que es Ruanda?

No, no lo sé.
Ruanda es un pequeño país. Un pequeñísimo país. Más pequeño que Cataluña. Y con un noventa y cinco por ciento de sus habitantes que son católicos. ¿Para qué tengo que leer a Baudelaire?

¿…?
Yo no apelo a la autoridad del intelectual. Insisto en que nadie ha escuchado al intelectual. Tenemos que redescubrir el retorcimiento de los seres humanos. Yo cito a estos escritores no para refugiarme en su autoridad, sino sobre todo para decir qué extraño es que sigamos redescubriendo a cada paso lo mismo. Qué extraño es que redescubramos lo evidente. Qué extraño es que no nos hayamos convertido todavía en adultos psicológicos morales o psicológicos. Lo siento: me siguen sorprendiendo estas crueldades indescriptibles de los seres humanos.

Mostrar el dolor. Hace treinta años dijo usted en Sobre la fotografía que la exhibición repetida del dolor anestesiaba la percepción.
Siempre estoy en discusión conmigo misma. Hoy mismo ya me discuto cosas de este último libro. Imagínese lo que pienso de lo que escribí hace treinta años. Pero, en fin, creo que no es cierto que la exhibición de las imágenes del dolor anestesien la conciencia del hombre.

Este punto de vista acabó convirtiéndose en un lugar común. Hay muchos directivos en los periódicos que se niegan a exhibir cadáveres invocando su punto de vista, aunque no sepan que es suyo.
Sí, parece que ha llegado a convertirse en un lugar común.

¿Qué le hizo cambiar de opinión?
La realidad. La imagen de Cristo, por ejemplo. ¿Cuántos años llevan sus fieles contemplando ese hombre ensangrentado, agonizante, desnudo, a tamaño natural? Si fuera cierto que nos acostumbramos al sufrimiento, hace mucho que los católicos habrían dejado de conmoverse. No lo han hecho. Esto es lo real. A veces tenemos que someter lo que pensamos a este tipo de verificaciones decisivas. Si te sientes comprometido con determinadas imágenes, las hayas visto una o cien veces seguirás sufriendo.

Sí. Una imagen contemporánea, por ejemplo: el avión que va a estrellarse contra una de las Torres Gemelas.
Sí, claro, nadie va a olvidarla.

Esa imagen ha sido observada estéticamente. Sí, digamos “estéticamente”.
¿Quiere decir que hay quien la ha visto bella?

Sí, eso mismo.
¿Y?

¿Qué le parece?
Todas las fotografías embellecen lo real.

Yo le pregunto si es posible advertir ahí la belleza, aunque se trate de una belleza siniestra.
Sí, es posible.

¿Pero el que mira no se ve automáticamente en el avión?
Hummm… No, no creo que la gente se sienta dentro. La gente siente, como en la vieja frase de Aristóteles, lástima y terror. Pero de ahí no pasa. No creo que por mirar las fotos de los bombardeos de Madrid del 36 la gente se instale automáticamente en el Madrid del 36. No, no me lo creo. Es respetable esa actitud, pero no creo que sea la del común de las gentes. La gente ve una imagen y la juzga. La juzga, además, insisto, partiendo del principio de que cualquier foto embellece la realidad. Y sobre todo, aunque esté de moda ponerlo en duda, sabiendo perfectamente que una cosa es la fotografía y otra distinta lo real.

En realidad lo que yo quería preguntarle es si la belleza es un término operativo en este tipo de imágenes.
Una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastiao Salgado. Porque la gente, cuando ve una de esas fotos, tan sumamente bellas, sospecha. Con Salgado hay otro tipo de problemas. Él nunca da nombres. La ausencia de nombres limita la veracidad de su trabajo. Ahora bien: con independencia de Salgado y sus métodos, no creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles. Pero es verdad que la gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente, con la ficción.

Hay en su libro párrafos violentos contra la françoiserie: Baudrillard, Glucksmann…
Ja, ja, françoiserie. Es una visión muy provinciana de lo real. Lo real no es un simulacro. Desgraciadamente para muchas víctimas, lo real no es un simulacro. No creo que ese discurso merezca mucho más comentario.

Es un discurso imperante en las universidades norteamericanas.
Hay muchos otros discursos en América, y muy imperantes, que son despreciables.

Usted suele hablar bien del periodismo. Más allá de sus simulacros, ¿cree que el periodismo nos ha hecho más solidarios al extender el dolor de los demás?
Todo en el siglo veinte ha sido un arma de doble filo. También el periodismo. Es verdad que nos ha permitido saber de los otros, de sus tragedias y de sus necesidades. Pero también ha contribuido a una globalización cultural y moral que en buena parte está asentada sobre premisas falsas. El periodismo ha llenado nuestra vida de imágenes falsas. Es verdad: tenemos una idea de lo que pasa en el mundo como nunca nadie la tuvo antes. Pero a veces esa idea es demasiado nominal. Y se mezcla con la propaganda. Ya ve usted que voy de un extremo a otro. De un filo a otro. Aunque quizá lo peor de esta propaganda diseminada por el periodismo sea este mensaje: “Esto es lo que hay en el mundo, ahora ya lo conoces, pero poco puedes hacer para cambiarlo”. Esta impotencia. Este aviso de que el conocimiento de las cosas no se transforma en una energía para cambiarlas. La posibilidad, incluso, de que tanto y tan variado conocimiento llegue a aturdirnos y a reforzar la impresión de que el cambio es más complejo de lo que es en realidad. Porque luego es cierto que observadas las cosas de cerca, una a una, no parecen tan complejas.

Sí, la saturación, el agobio mediático.
Y la posibilidad de que los horrores puedan acabar convirtiéndose en un espectáculo. Yo defiendo el periodismo. Soy una gran defensora del periodismo. Viví en Sarajevo al lado de los periodistas. Comprobé cómo trabajan. Puedo decir que la mayoría de ellos son gente honrada. Y, sobre todo, no son gente endurecida, como quiere el tópico, sino que tratan de contribuir con su trabajo a la mejora de las condiciones de vida generales. Cuando la gente habla de la corrupción del periodismo hay que mirar en muchas direcciones. También en la dirección de los propietarios de los periódicos. O sea que, en este sentido, Baudrillard y demás podrían tener su parte de razón, cuando sugieren que debido a esta corrupción el común de los hombres se vería en dificultades crecientes para distinguir entre las imágenes y la realidad. Pero esa visión siempre sugiere un menosprecio de lo real, y del que sufre lo real, falso: aun hipnotizada, drogada, la gente no pierde el sentido de lo real.

La gente…
Déjeme explicarle un anécdota significativa. Mire, después del ataque a las Torres Gemelas, varios grupos de personas que habían conseguido escapar fueron apareciendo por las calles. Los iban entrevistando las cámaras de televisión. Estaban todos ellos cubiertos de ceniza, agobiados, aterrorizados. Les ponían el micrófono en la boca y les preguntaban cómo se sentían, cómo había sido, esas cosas. Algunos de ellos explicaban: “Ha sido como una película”. ¿Quiere eso decir que lo real y lo ficticio ya no se distinguen? En absoluto. Esa fue una interpretación muy extendida en aquellos días, pero falsa. Lo cierto es que cuando se produce un trauma de estas características se tarda un poco en absorber la realidad. Hace cien años estas gentes habrían dicho que era como un sueño. Hoy dicen que como una película. Pero a nadie de aquellos que salían se le habría ocurrido dudar de que aquello fuese cierto. Sólo decían que les sorprendía mucho que lo que habían visto en las películas se hiciese de pronto realidad. Era su forma de significar la magnitud de la catástrofe. No de significar sus dudas. Lo que importa de las personas son las experiencias propias. ¿Me deja que le cuente otra anécdota?

Y mil que contara.
1969, en el sur de Marruecos. Pleno desierto. Una pequeña cabaña con luz eléctrica y un café con televisión. Armstrong acaba de pisar la Luna. Yo me acerco al hombre que sirve el café. Por la tele se ven los saltitos de los astronautas. Yo se lo comento al hombre: “¡Es fantástico, la gente está en la Luna!” Mueve la cabeza y dice que no. “¡Cómo que no!”, le digo y casi le obligo a salir fuera, y mirar al cielo, donde brilla la Luna. “¡Están ahí!”, le digo, señalando indistintamente la Luna y la televisión. El hombre se ríe, me mira y me dice: “¡Qué va: es sólo televisión!” En cierto modo está bien fiarse de las experiencias personales.

Al final del libro dice usted que la guerra es inefable.
Sí, me acuerdo.

Es desmoralizador.
¿Por qué?

Es desmoralizador que el arte no sirva en los momentos gigantescos.
No es cero o cien. No se trata de que no sirva. Se trata de que cualquiera que haya visto la guerra sabe que su representación poco tiene que ver con ella. Sí, está Tolstoi, está Goya. Pero no estaban allí. El ruido, por ejemplo, el ruido de la guerra. Si no ha estado no puede imaginárselo. Como un concierto de rock en el que usted estuviera con la oreja pegada al altavoz y multiplicado ese ruido por cinco. ¿Donde está ese ruido? ¿En qué cine? ¿En qué sala de concierto? ¿En qué teatro? El arte sólo es un gesto en la dirección de esas experiencias. Un gesto solo, aunque imprescindible.