El qué, quién, cuándo, dónde y cómo del periodismo
El otro día tuve que explicarle a un juez algo terco este asunto elemental: que la verdad no tiene versiones. Si la verdad tuviera versiones, él no podría trabajar. Estaría bueno que tras firmar una cadena perpetua adujera: así dispongo, según mi versión de las cosas. No acabé de razonárselo como hubiera querido, porque pretendía encarcelarme y esta posibilidad requería de toda mi atención y mi esfuerzo. Poco después, en un periódico de la ciudad, un hombre realmente muy modesto sostenía que en el periodismo la búsqueda de la verdad es propia de presuntuosos y que la verdad misma es como las verduritas en juliana: de muchos colores e inaprensible. Nada nuevo: hace muchos años que el periodismo, en su humildad infinita, da cobijo a estos edificantes razonamientos. Y a pesar de la costumbre, siempre derramo una furtiva lágrima cuando los escucho: qué bonito oficio, y qué misericordioso, el mío, dando por igual la palabra a la verdad y a la mentira, al pequeño y al grande, al agudo y al romo. ¡Qué crisol conmovedor! `[•••]
Al pie de un hecho, el periodismo debe reunir todos los detalles verdaderos que llegue a conocer sobre él. Incluso porqués. Pero porqués que puedan transmutarse en qués, o en cómos. Entre la explicación del derrumbe de una casa o del asesinato de una adolescente gaditana hay muchas diferencias. Pero hay una, retórica, importantísima: el porqué del derrumbe puede subsumirse fácilmente en alguna otra pregunta. La facilidad es incluso gramatical. Es decir, podemos escribir sin raspa: «El edificio cayó cuando hizo explosión una bomba de dos kilos de dinamita». ¿Pero cómo rehuir, físicamente, gramaticalmente, el por qué al anotar la causa de que un adolescente mate a otra? ¿Cómo responder a esa pregunta en cualquiera de las otras?
En los años sesenta del pasado siglo, después de la publicación de A sangre fría, la obra más conocida de Truman Capote, el periodismo se infectó de verosimilitud. Decidió que en su competencia no entraba sólo lo que había ocurrido, sino lo que no ocurrió, pero pudo ocurrir. La epidemia aún dura. La aplicación de las técnicas novelísticas al relato de hechos reales esa contradicción ontológica ha contribuido al desguace del periodismo. También aquí el relativismo ha impregnado e impregna el ambiente insistiendo en la presuntamente muy delgada línea que separa la ficción de la no ficción: si alguien se interesara por un oficio que ya parece más bien pura melancolía, qué duda cabe de que la búsqueda de una retórica de la veracidad sería uno de sus objetivos primordiales. Pero si traigo esto a colación es para observar cómo en la proliferación desacomplejada del por qué periodístico se distingue la huella de la ficción novelesca. Sólo en las ficciones todas las preguntas suelen tener respuesta y todos los móviles de los personajes aparecen nitídamente diferenciados. Es raro encontrar ficciones donde los actos de los personajes no aparezcan justificados y diseccionados. El pacto con el lector obliga a vincular cualquier acto con su móvil. Lo contrario sería antieconómico. Una novela es un territorio simbólico en todos sus gestos y cualquier símbolo, aun el más trivial, ha de tener su explicación y su significado. Su porqué.
En el periodismo no hay símbolos. Cuando el periodismo se hace simbólico, miente. Pasa de hablar de los hombres su función a hablar de los tipos su ruina epistemológica. Así crea mitos como la maldición de los Kennedy. Para explicar la maldición bastaría explicar, como una tarde lo hizo Barbara Probst, a qué velocidad conducen sus coches y sus avionetas de pijos, y con qué desprecio. Todos los tipos, y qué decir de los arquetipos, exhiben su porqué: aunque se trate de una maldición. Mientras tanto, los hombres, protagonistas fantasmales del periodismo, lo buscan, a veces muy desesperadamente, sin dar con él. El periodismo no debe adentrarse nunca en esa intimidad. El periodismo fue creado para dar cuenta de los hechos de los hombres, en su tiempo presente. De los hechos ciertos, inexpugnables, solitarios. Esos minerales de donde arranca la capa freática de la ambigüedad humana.