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1 octubre 2005

La construcción del acontecimiento, la destrucción del hecho

Una noche de finales de julio del año pasado estaba a punto de irme de la redacción del periódico cuando sonó el teléfono. Es decir, como en las películas, pero era yo el que estaba en la redacción del periódico y era mi mujer la que me esperaba para cenar al fresco. Llamaban para decir que habían detenido a varios hombres y que los acusaban de formar parte de una red de pederastia. No era un asunto de mi competencia, pero la redacción estaba casi vacía y hay pocos imperativos tan categóricos. Así, me ocupé de aquel asunto de inmediato. Todavía me ocupo. El caso de la falsa red de pederastia del Raval —el nombre, eufónico y correcto, que ahora recibe el antiguo barrio Chino de Barcelona— ha golpeado con mucha y muy injusta dureza la vida de honrados ciudadanos de Barcelona. Pero, desde el punto de vista del periodismo, de la crítica del periodismo, difícilmente podría haberse concebido un caso más rico, accesible y turbador.
Revista de Occidente, número 208., Septiembre 1998
ARCADI ESPADA

Sobre lo real

Un tópico, o sea, una verdad apuntillada, sostiene que los media construyen la realidad. En su momento fue un paso al frente. Hasta las reflexiones de McLuhan, Eco y otros, el periodismo seguía obstinado en su naturaleza reproductora de la realidad, espejo al borde de un camino sucio. Hoy es necesario ir más lejos: «El estereotipo puede ser evaluado en términos de fatiga. El estereotipo es lo que comienza a fatigarme», escribía Roland Barthes aludiendo al estereotipo lingüístico y en consecuencia al moral. Por otra parte, construir es un verbo de naturaleza positiva, casi recreativo. Aplicar al periodismo, aunque sea crítica e irónicamente, la tarea de construcción de la realidad, refuerza la imagen que lo muestra como un Hércules contemporáneo, acaso atrabiliario y excesivo, pero cuyo poder de seducción es evidente. Hay que ir más lejos porque es el periodismo —o lo que queda de él— el que ha ido más lejos, erigiéndose en el primer destructor contemporáneo de la realidad.

Creer en la hipótesis del periodismo como destructor de lo real, obliga a una premisa. Obliga a creer en lo real. Una serie de idealistas disfrazados —alguno se ofendería si se le retirase su máscara cínica y materialista— conspira cada cuanto, generalmente con utillaje poético, para intentar la demostración de que ni lo real ni lo verdadero existen como tales, más allá de la mirada individual. No han pasado de Campoamor. La fragmentación de la realidad en trozos minúsculos no desmiente la existencia final de una verdad objetiva. El periodismo conoce muy bien este proceso: su mayor gloria es recoger con paciencia pequeños retales de los vertederos y su obligación inexorable es decidir antes de la medianoche si algo ocurrió o no.

Tipografía secundaria

En términos periodísticos, la destrucción de lo real puede ser planteada como una destrucción del hecho a manos del acontecimiento. Esta destrucción es una de las características más desmoralizadoras del periodismo contemporáneo. El núcleo mismo de su crisis. La existencia de una red de pederastia en un castigado barrio de Barcelona fue el gran acontecimiento mediático del verano de 1997. Para serlo hubo de eludir diversas aduanas previas. La primera, muy obvia y muy elemental, pero tremenda, es que la red no existía.

El hecho era que la red no existía ni había existido nunca, simplemente. Pasado un año, cuando el hecho ha acabado por imponerse en la superficie mediática se ha impuesto como hecho y no cómo acontecimiento: es decir, a través de una tipografía secundaria, de pequeño tamaño, que simboliza cómo la inercia destructiva del acontecimiento sigue operando. (El proceso podría sintetizarse mecánicamente así: la magnitud y potencia del acontecimiento —¡una red de pederastia!— destruye el hecho —la red no existe—. Pero cuando el acontecimiento se autodestruye a su vez, porque ya no encuentra en la realidad nutrientes susceptibles de ser manipulados, el hecho va apareciendo en la superficie mediática con la blanca palidez reservada a los cadáveres. Y un acontecimiento mediático que se ha revelado falso ¡no es de ningún modo un acontecimiento mediático!)

Why?

Responder a la pregunta de por qué un hecho falso se convirtió en una verdad mediática no pertenece al dominio del acontecimiento. En consecuencia, el periodismo no se siente impelido a contestar. Un año después de aquel verano, algunos medios de comunicación barceloneses han entonado grititos autoinculpatorios, subrayando, siempre de manera gremial y genérica, la responsabilidad de los medios de comunicación en la fabricación del acontecimiento pederasta del Raval.

Esos grititos no tienen más importancia que la de cubrir el expediente y, en el caso concreto que nos ocupa, poder seguir alentando la presunción de que el código deontológico del colegio de periodistas de Barcelona es el más avanzado y honrado de Europa. Pero sobre todo no importan, ni tienen el menor crédito, porque no han ido inmediatamente acompañados de la explicación detallada y profunda de por qué un hecho falso se convirtió en un acontecimiento memorable.

Por supuesto, la actitud de los medios de comunicación barceloneses se inscribió plenamente en los usos y costumbres del periodismo más avanzado, como corresponde a una sociedad que lleva siglos en la vanguardia de la historia. En los días que escribo, han podido oírse, repetidos, los lamentos de arrepentimiento del gran Peter Arnett, por haber puesto la cara a una mentira: la mentira de que el Ejército norteamericano había utilizado gas sarín en la guerra de Vietnam. Pero nada más que el arrepentimiento: qué gran trabajo periodístico podría hacer Arnett describiendo el cómo y el por qué de su error.

Volvamos a casa: que la policía, la justicia, los medios de comunicación, los responsables políticos y técnicos de la protección a la infancia hayan enviado injustamente a la cárcel a una docena de ciudadanos, que algunos niños victimizados de forma imaginaria hayan sido separados de sus padres durante más de un año, que sobre un barrio haya caído la falsa acusación de ser un plató pornográfico, todo eso, sin duda, es un acontecimiento, es decir, algo que merece ser tratado con atención y relieve. Pero es imposible que alcanzara la categoría de acontecimiento mediático.

Caro y barato

En primer lugar, la propia naturaleza del acontecimiento lo impide: difícilmente un acontecimiento periodístico puede tener como materia prima, como sustancia generadora, un error periodístico. Pero las otras imposibilidades son todavía más interesantes. Un acontecimiento es barato y un hecho no suele serlo. La construcción del acontecimiento del Raval llevó poco tiempo a los periodistas: un par de ruedas de prensa, dos o tres llamadas telefónicas, algún desplazamiento hacia la zona de los juzgados barceloneses, que está muy cerca de un parque umbroso, y, en los ejemplos de profesionalidad más intensa, quizá hubo que pagarle una cena o una copa a alguien.

Una condición esencial para la implantación del acontecimiento es que sea barato. Convertir el revés de la trama, el hecho, en acontecimiento habría supuesto un gasto insufrible para la mayoría de los profesionales y para todas las empresas periodísticas. De tiempo: cientos de horas examinando ese sumario infernal, grotesco; decenas de entrevistas con gente que no aparece en la guía telefónica, que viven en callejuelas donde no se aparca fácilmente, que no saben dar de buenas a primeras el titular, que no disponen de portavoces, de gabinetes de imagen, que son incapaces de confeccionar un mínimo dossier presentable sobre su circunstancia, pobres gentes del arrabal extramuros de la urbanidad mediática. Un acontecimiento, en fin, se construye con la imagen repetida de un hombre entrando con la cabeza tapada en un furgón policial. Pero dar cuenta del hecho que ocultaba habría supuesto la obligación de haber ido a hablar con ese hombre o con su familiares, en pleno verano, uf.

Sin embargo, el acontecimiento ha de ser barato desde otro punto de vista: no debe provocar conflictos muy costosos con el establishment. Un acontecimiento puede construirse a partir del enfrentamiento entre tribus diversas del establishment —ésta es la naturaleza de muchos conflictos políticos— pero no puede construirse desde fuera del establishment. Responder a la pregunta de por qué fue posible la estafa del Raval habría supuesto un rudo enfrentamiento con instancias determinantes de la vida colectiva —desde administradores de la Justicia hasta dirigentes del movimiento vecinal— y semejante posibilidad habría provocado una cadena de incomodidades que muy pocos periodistas están en condiciones de asumir. Máxime sabiendo que el beneficio final al que podría aspirarse está muy lejos del premio Watergate: uno arriesga su sueño por derribar a un presidente de gobierno, pero no por desmentir que una prostituta haya vendido a sus hijos.

El honor del público

Hay otro establishment, sin embargo, mucho más poderoso y temible que el que forman todas estas instancias ya descritas. Se trata del público. La situación la describe con exactitud Furio Colombo en su último manual sobre periodismo . «Aflora cada vez con mayor frecuencia una referencia a ‘lo que la gente pide’, ‘lo que la gente quiere’, una referencia que jamás ha favorecido al sistema de las informaciones. El periodismo está en su mejor momento cuando es un asesor independiente del público, no cuando se inclina ante sus humores».

El papel del público en la construcción del acontecimiento del Raval —y por extensión en la construcción de cualquier otro— fue decisiva y merece analizarse con cierto detenimiento. Una pregunta razonable, y que por supuesto casi nadie se hizo una vez fueron conociéndose los primeros detalles de la estafa, es quién o quiénes podrían haber diseñado semejante montaje. El mapa de superficie del asunto facilitaba la hipótesis de una conjura. Entre los implicados y el entorno se podía establecer una cadena multiplicada de eventuales venganzas. Venganzas personales, políticas, vecinales o de cariz económico.

Cierto periodismo chabacano suele concluir ante su impotencia para llegar al fondo de los asuntos que una mano negra ha dipuesto de manera siniestra todas las piezas. Naturalmente, la identidad de esa mano siempre queda en secreto. Porque la condición suprema —y tan confortable— de la teoría de la conspiración consiste en no dar nunca con el nombre del conspirador. Contra las apariencias, esa manera de afrontar la ignorancia sobre los hechos —y que distingue a un cierto pensamiento paranoico-crítico, no precisamente daliniano— es cualquier cosa menos progresista. La recurrencia a la mano negra que conspira en el subsuelo de la historia es un método bastante eficaz de diluir las responsabilidades de los actores principales. Si una mano negra montó el caso del Raval, cientos de manecitas morenas quedarían exculpadas de inmediato. Y quizá la característica más sugerente de este caso sea la participación de muchos protagonistas en la construcción del error. Una participación que no fue activa, sino pasiva: no redactaron la historia, pero creyeron en la historia.

El guión del falso caso de pederastia fue redactado por el público, por la histeria más o menos secreta o voceada de una opinión pública conmovida por el caso Dutroux —el presunto asesino belga— y que tal vez había encontrado en la pederastia el mal absoluto, unificador y unánime, que toda colectividad necesita cíclicamente para sentirse feliz, resguardada y a salvo. La responsabilidad básica de todos los protagonistas antes mencionados fue la de no acallar con el uso de la razón, con su razón técnica, ese estrépito. Su responsabilidad, en el fondo, fue muy parecida a la que tienen aquellos que gobiernan marchando al ritmo de las encuestas, es decir, siguiendo los humores del público, por continuar con la terminología de Colombo. Gobernar y escribir en nuestros tiempos es, sobre todo, volver la cabeza y comprobar si sigue alguien.

Por todo ello, es fácil deducir que sin público, sin la participación del público como pieza básica del establishment no hay acontecimiento posible. Hubo caso del Raval porque hubo un público dispuesto a estremecerse, dispuesto a pagar por su estremecimiento.

Pero tal vez lo más importante de la participación del público en la tensa relación entre hecho y acontecimiento sea su capacidad de veto. Si los periodistas no han revelado los hechos ensombrecidos por la luz cegadora del acontecimiento del Raval, ha sido también porque el público no lo habría aceptado. La ilusión —en todas las acepciones posibles de la palabra— puesta por el público en el acontecimiento no podría destruirse de un día para otro, despiadada y espectacularmente. No es extraños así que la descripción del hecho haya de pasar envuelta en silencio y pudor. Porque no es sólo el honor perdido del periodista lo que está en juego, sino también, y mucho más importante y mucho más exigente y por completo intocable, el honor del público.

Algunas condiciones últimas

La destrucción del hecho precisa para poder realizarse con limpieza de una última condición: que el hecho se sustente sobre brazos débiles. Estos brazos pueden ser los iraquíes de la guerra del Golfo —sometidos por Sadam, por el ejército aliado o por la CNN—, o los pobres del Raval. Ser iraquí o pobre son características que dificultan el acceso a los medios y que empañan gravemente el crédito de sus hipotéticos alegatos. La sospecha es como el virus: se extiende con mucha mayor desenvoltura en terrenos previamente contaminados. La construcción del acontecimiento del Raval exigió que sus víctimas fueran —y también mediáticamente— pobres de solemnidad. Gentes sin relieve, anodinas sobre las que edificar sin resistencia una muy barroca construcción de mentiras. Pobres sólo, además: es decir que no se trataba siquiera de pobres y gitanos, pobres y negros, o pobres y magrebíes, vistosas características para la buena conciencia occidental que siempre pueden poner en guardia el corazón de un juez o de un periodista. Hasta tal punto la pobreza mediática ha sido rasgo determinante en el caso del Raval, que los inocentes fueron alcanzando gradualmente la exculpación, en atención a su rango.

Así, el primero que la alcanzó fue un concejal de distrito socialista, después de haber pasado un mes en la cárcel, sometido a la infamia pública y abandonado por su partido. El siguiente fue un líder vecinal, lampista de profesión: tuvo que pasar 55 días y no en Pekín precisamente. Más tarde fueron exculpados una asistente social y un recaudador de cabinas telefónicas. Entre los aún procesados —además de dos paidófilos confesos cuyas responsabilidades en el caso concreto que nos ocupa están aún por determinar—, queda una ex prostituta: nada tiene que ver con el asunto pero vive en el subsuelo y su queja ha sido prácticamente inaudible.

Las consecuencias que del caso Raval y de otros muchos casos como éste se derivan para el periodismo no son enorgullecedoras. Es bien sabido que el periodismo surgió para aumentar el conocimiento que los hombres tenían sobre sí mismos y como un imprescindible poder compensatorio del resto de poderes sociales. La dejación de sus funciones no es un asunto menor y es comparable en lo político a la hipótesis de un Ejecutivo gobernando sin control parlamentario o de un poder judicial sometido a la presión política. Aunque quizá todo ello esté ya sucediendo y una característica visible del fin de siglo sea la desnaturalización del sistema de libertades heredado de la Modernidad.

La crisis del periodismo, de cualquier modo, es perfectamente constatable y tal vez una de sus raíces más profundas afecte a esta dialéctica entre hecho y acontecimiento, entre razón y seducción, que a grandes rasgos, casi a brochazos, he pretendido describir, a partir de mi experiencia personal en torno a una pequeña historia miserable. Sin embargo, por muy profunda que sea la citada crisis y por muy complejas que sean sus derivaciones, sólo a través del periodismo podrá salirse de ella. Porque el problema principal de la cada vez más anunciada muerte del periodismo es que alguien habrá de contarla con detalle al día siguiente.