El secreto profesional a la cárcel
«Si no se puede confiar en que los periodistas mantengan lo que se les dice en confianza, entonces los periodistas no puede trabajar y no puede haber prensa libre». Así se expresaba hace pocos días Judith Miller, una periodista de The New York Times antes de ingresar en la prisión de Alejandría, un centro penitenciario cercano a Washington, por orden del juez de la capital federal, Thomas Hogan. La razón de la privación de libertad ha sido su negativa a revelar las fuentes de las que disponía en un caso relativo a una filtración de origen gubernamental de una información que ella no publicó, pero que a través del trabajo informativo de otros medios como la revista Time y su periodista M. Cooper, permitió conocer la identidad de una agente secreta de la CIA. En apoyo a su periodista, el diario neoyorquino ha argumentado que si Miller hubiese declarado acerca de sus fuentes de información sería «mucho más difícil convencer a un asustado funcionario de que hable sobre fechorías en altas instancias o que un preocupado empleado revele los delitos en su empresa». Asimismo, el prestigioso diario añadió que los periodistas responsables «asumen que las libertades de la prensa no son absolutas y que deben ser ejercidas con responsabilidad» pero «los límites no pueden ser dictados por el capricho del poder». Es un razonamiento especialmente lúcido y explícito para definir el significado del derecho al secreto profesional de los periodistas en una sociedad democrática. Porque, en efecto, se trata de un derecho que, de acuerdo con la definición adoptada en 1974 por el Consejo de Europa, asiste al profesional de la información a «negarse a revelar la identidad del autor de la información, a su empresa, a terceros y a las autoridades públicas o judiciales».
Desde luego, y a pesar de lo que de forma simplista o interesada se acostumbra a sostener en sentido contrario, es evidente que el secreto profesional no es una patente de corso para el periodista. El fundamento de este derecho es, en primer lugar, objetivo por ser la sociedad en su conjunto la destinataria natural del derecho a recibir información, por grave y preocupante que ésta pueda ser para las altas instituciones del Estado o las corporaciones privadas. Y, a su vez, es también subjetivo porque ha de permitir al periodista ejercer el derecho a comunicar información cuando ésta es de interés público, en condiciones profesionales que permitan garantizar la difusión de una información diligente, esto es, una información suficientemente contrastada, de acuerdo con las normas de la deontología profesional, como así lo estableció el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en su ya célebre sentencia de 1964, en el caso New York Times v. Sullivan. Una doctrina que, asimismo, fue adoptada por el Tribunal Constitucional español en su sentencia 6/1988 y que ha hecho fortuna. En definitiva, como apuntaba The New York Times hace unos días, lo que protege el derecho al secreto profesional es una información responsable, no el amarillismo informativo que invoca unas fuentes que muchas veces nunca han existido.
Por tanto, si esta condición se cumple, no obstante, ¿puede un periodista ir a la cárcel por desacato al juez al no difundir la identidad de sus fuentes? En los Estados Unidos es evidente que puede ocurrir. En este sentido, el caso Miller no es un supuesto aislado; así lo prueban también la privación de libertad impuesta en 1974 por un juez del Estado de Nueva York al también periodista de The New York Times Myron L. Faber y otros casos similares, a pesar de la existencia en muchos Estados de la Unión de las llamadas shield law o leyes escudo, que han protegido el derecho de reserva sobre las fuentes, una garantía que, sin embargo, no ha alcanzado a la legislación federal.
En los Estados Unidos ha habido casos célebres, como los de Judy Garland v. Marie Torre (1958), o el más significativo relacionado con las actividades de los Black Panthers (panteras negras) Branzburg v. Hayes (1972).
El debate jurídico con relación a la aceptación o no de este derecho de los periodistas ha girado en torno a dos Enmiendas a la Constitución de 1787: así, para mantener la negativa a aceptar el secreto profesional, la jurisprudencia del Tribunal Supremo se ha fundamentado en el contenido de la sexta Enmienda, que reconoce el derecho de los ciudadanos a un juicio justo, un derecho que la persona o institución afectadas por la información del periodista pueden ver disminuido en la fase judicial de prueba por la negativa del periodista a desvelar la identidad de sus fuentes y la desigualdad de armas procesales que puede comportar. Por el contrario, la posición favorable a aceptar este derecho se fundamenta en el texto de la primera Enmienda que determina que la libertad de expresión no será coartada. Luego, cuando en cualquier caso los poderes públicos, y en especial el Poder Judicial, prohíben invocar el secreto, están lesionando un elemento esencial de aquella libertad. Por supuesto, ello no significa que los defensores de la libertad de prensa en Estados Unidos ignoren que la garantía para preservar la identidad de las fuentes no lo es a cualquier precio. La discreción que una información libre exige sobre la identidad del confidente, lo es siempre y cuando que la información haya sido obtenida con escrupuloso respecto al deber de contrastar la noticia difundida posteriormente.
Por tanto, en términos generales, el secreto profesional carece de cobertura constitucional si la información no viene amparada por un proceso de elaboración responsable. Y, como es obvio, también es responsable aquella información obtenida con diligencia, al margen de que su contenido pueda «inquietar al Estado o a una parte de la población puesto que así resulta del pluralismo, la tolerancia y el espíritu abierto, factores sin los que existe una sociedad democrática». Como así lo expresaba el Tribunal de Estrasburgo en su conocida sentencia del caso Lingens (1986), criterio que pone de manifiesto la relevancia del secreto profesional en todo caso, y en especial, en un supuesto como el que ha afectado a The New York Times y a su periodista en un -ciertamente- complejo y controvertido caso, pero que ha permitido reiterar algo ya conocido, como era la falsedad de las informaciones sobre la peligrosidad de los arsenales de armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein como argumento para desencadenar la guerra contra Irak. Y esto es lo realmente importante para la sociedad democrática, pues su interés público está fuera de toda duda.
El ordenamiento jurídico español ha reconocido el derecho al secreto profesional al máximo rango jurídico en la Constitución de 1978. Es lo cierto, sin embargo, que su reconocimiento es dispar en los ámbitos democráticos más próximos. Por ejemplo, además de en la legislación federal en los Estados Unidos, tampoco es reconocido en la Gran Bretaña, Francia o Bélgica; mientras que sí es protegido en Alemania, Austria, Suecia o Suiza. En España, su reconocimiento constitucional habilita al profesional para su invocación ante la propia empresa o un poder público, incluido un órgano judicial, aunque hasta ahora no exista una ley orgánica que regule su régimen jurídico. No obstante, ante la eventualidad de que aquélla pueda ver la luz en el futuro -en esta legislatura está depositada en el Congreso una Proposición de Ley de Estatuto Profesional del Periodista que regula este derecho- vale la pena recordar algunas cuestiones de relevancia. Por ejemplo, que si bien, desde el punto de vista deontológico, el secreto profesional es entendido como un deber del periodista, la Constitución lo configura como un derecho vinculado al derecho a comunicar información. Por tanto, como una parte integrante de un derecho fundamental que, como tal, está sometido a límites. En segundo lugar. No viene mal reiterar que su objeto es la garantía de no desvelar la identidad de las fuentes, a diferencia de lo que ocurre con el secreto en otras profesiones como las de abogado o médico, donde la discreción se proyecta sobre la información que el cliente o el paciente aportan al profesional. Y sin que, por cierto, si hablamos de una sociedad laica, quepa incluir en este derecho el llamado secreto de confesión del sacerdote que a lo sumo es una forma de ejercicio de la libertad religiosa en el rito católico, pero no una profesión. Y finalmente, la cuestión más decisiva es la que concierne a los límites. Sin necesidad de que la ley los explicite, no hay duda de que el secreto profesional puede ser invocado por el periodista ante un juez si es citado como testigo, pero nunca como imputado de una acción de la que pueda ser responsable. Otro límite implícito es el que se deriva del deber de impedir la comisión de un delito, pero ello no significa que en las funciones del periodista se incluyan las de fiscal o policía. Por otra parte, el derecho de mantener discreción o reserva no puede conducir a una declaración ante el juez que mediatice la verdad de los hechos generando confusión o, incluso, engaño. Ante este riesgo, lo procedente es, probablemente, invocar el derecho y acto seguido optar por el silencio. En fin, sobre los límites, allí donde el secreto profesional es admitido, el Derecho Comparado acostumbra a establecer los siguientes: uno el que concierne a la protección de la seguridad exterior del Estado y el otro es el relativo a la protección de la vida privada de la persona.