El periodista bueno
La agencia polaca PAP decidió en los años cincuenta -tiempos del comunismo- cubrir toda África con un único corresponsal y el joven periodista Ryszard Kapuscinski aceptó el encargo entusiasmado. Era la gran ocasión de su vida. No porque la agencia, el público o las autoridades estuvieran interesadas. África quedaba, y sigue, en el extrarradio del mundo político.
Los más interesados en leer aquellos despachos de agencia eran los políticos africanos y sus reacciones las que podía temer el corresponsal, que le expulsaran. Su arma defensiva era la autocensura.
África apasionó al joven Kapuscinski. Descubrió que él era otro, porque era blanco, pero un blanco sin poder, solitario, errabundo, curioso, que se subía a los camiones que pasaban, que un día se encontraba despojado de documentación apenas bajaba del avión y tenía que refugiarse en una habitacion de hotel repleta de cucarachas. Menos interesado en los palacios que en las cabañas, el único miedo que le dominaba era que le mandaran a Europa y no pudiera volver a aquel continente fascinante.
Un día le dicen que está tuberculoso. Ya conocía la malaria, pero eso era peor. No tenía dinero para ser tratado como un blanco y la única salida que le proponían era la peor, ser devuelto a Europa. La agencia no volvería a enviarle a África. Así que se acoge al tratamiento gratuito del hospital en que el enfermero le clava la inyección diaria a la carrera con grandes risotadas. Kapuscinki aprende a reír como los negros, se acostumbra al ritual de los saludos entre risas, se acoge a la solidaridad del desconocido en un autobús que le pregunta respetuoso si cree en Dios, se ve respetado por mujeres que se arrodillan ante él porque es un varón, y toma notas. Esas notas no caben en las noticias y tiene que recurrir a escribir libros.
El reportero es alguien que va donde pasa algo. Mira, escucha, pregunta, siente, y lo que ha visto, oído y sentido tiene que hacerlo ver, sentir, comprender a los demás escribiendo. El reportero de agencia se convierte en reportero de libros y cuenta historias de los mundos que descubre, la del Negus de Abisinia, la del sha de Persia, la del entero continente africano -Ébano-, de Latinoamérica también, de Asia.
Kapuscinski ha sido para muchíel descubridor del Tercer Mundo, ese que se vio como tal, comom undo, porque quedaba al margen de los dos que se disputaban el dominio del planeta, Occidente y el marxismo soviético y maoísta, que sólo se interesaban por los demás en cuanto podían ayudarles localmente a dominar el universo. El interés por ese Tercer Mundo se redujo cuando uno de los dos quebró y entonces Kapuscinski se fue a descubrir ese imperio en quiebra y se conmovió viendo las largas colas de multitudes cansadas y silenciosas que después de visitar el mausoleo de Lenin hacían otra cola para comer una hamburguesa regada con una cocacola.
Kapuscinski ha sido el reportero legendario de las multitudes anónimas y ha tratado de tú humanamente a millares de desconocidos por los caminos del mundo. Y así ha enseñado a hacer periodismo, el insólito periodismo de la bondad, de la piedad por el hambriento errabundo, por el otro. En su reciente toma de posesión como doctor honoris causa de la Universitat Ramon Llull -Llàtzer Moix escribió una excelente crónica del acto- Kapuscinski contó llanamente una lección de historia para saber dónde estamos y qué podemos hacer o dejar de hacer, una lección de periodista bueno para provecho de periodistas que no saben todavía si serán buenos o sólo amigos de los famosos.
El humano se vio miembro de una tribu y descubrió que había otra tribu y otras, y podía hacerles la guerra, matarlos y hacerse con sus tierras o, más civilizadamente, limitarse a levantar una muralla o decretar el apartheid. Pero hay una tercera posibilidad que es descubrir al otro como semejante y próximo, ser humano interesante y en el fondo cercano. Y el que practica eso puede hacerse extrañamente célebre, como le ha pasado a Kapuscinski sin querer.
Yo recuerdo el interés con el que jóvenes periodistas que estudiaban en la Autònoma acogieron hace tiempo una clase extra que el reportero polaco nos dio. Es el periodismo que ayuda a entender el mundo a través de relatos sencillos, como cuando quiere hacer un regalo a unos conocidos en Senegal que con el crepúsculo se quedan a oscuras y compra por un precio irrisorio una lámpara china de pilas y aquella noche se convierte en fiesta para toda la aldea.
Kapuscinski ilumina el mundo con la lámpara de su periodismo auténtico, vivido, como un hombre bueno y enterado que habla desde cualquier esquina del universo y cuenta que la mitad de la población africana no ha cumplido todavía quince años y esos niños facilitan a los señores de la guerra los indispensables soldados que no necesitan saber leer y escribir, sino manejar esa metralleta que ha llegado donde no llegan la luz eléctrica o el teléfono.