Un dios salvaje
La existencia de un dios salvaje que todo lo domina, incluido a nosotros mismos, es el tema central de la obra homónima que se representa en el teatro Alcázar de Madrid. El jueves fuimos a verla y salí encantado. La recomiendo vivamente. Entretiene, hace pensar y hace reír. Tiene un guión también salvaje, en el sentido positivo del término. Y un reparto de actores notable: Aitana Sánchez-Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce y Antonio Molero. Es difícil destacar a alguno porque los cuatro están soberbios. Bordan sus papeles. Y ese es, quizá, el mayor elogio que pueda hacerse a un actor.
El teatro Alcázar, por cierto, es un monumento de la escena de Madrid que ya de por sí merece una visita porque su estructura de plateas y palcos, la disposición de sus butacas, incluso su mobiliario, recuerda a los viejos dramas de la ópera antañona. Hacía tiempo que no volvía al Alcázar. La última vez fui con unos amigos, hace ya unos años, a la grabación de un programa de televisión donde nos divertimos bastante y nos dieron 5 euros y un bocata de queso. Hasta en eso tiene nivel la televisión.
El argumento de partida de Un dios salvaje, que dirige Tamzin Townsend, es en apariencia simple: dos matrimonios se sientan en torno a un sofá, una mesa, unos cafés y un pastel de manzana (y peras) a resolver por la vía civilizada una pelea entre sus hijos. Sánchez Gijón da vida a Verónica, una mujer joven y guapa amante de la cultura y atormentada por la perfección y el buenismo rampante. Maribel Verdú es una mujer con una personalidad subsumida en la de su marido. Pere Ponce es Alejandro, un hombre maleducado y un abogado agresivo al que sólo le importa triunfar en la vida y ganar dinero. Antonio Molero recrear a un currante que instala cadenas de váter con un sentido común propio de la gente llana y vulgar. La traslación de las cuatro personalidades a un plano infantil es, en el fondo, el mecanismo con el que la autora del texto (Yasmina Reza, que ya destacó con Arte) demuestra que las formas de actuar de los padres no difieren demasiado a la de los hijos. O peor aún: que los hijos aprenden a ser salvajes, precisamente, observando el comportamiento de sus padres.
Detrás de la compostura y las buenas maneras. Detrás del “qué dirán” y de las ganas de quedar bien. Detrás de la representación del papel que a cada uno nos toca en la vida, subyace nuestra personalidad verdadera. Detrás de las apariencias se esconde la realidad. La manera de sincerarse de los cuatro protagonistas de la obra es de una crueldad mayúscula. Mientras eres espectador, te ríes, a veces a carcajadas. Cuando sales del teatro te das cuenta que el texto rebosa dramatismo y señala las miserias y contradicciones del ser humano. Al final cualquiera llega a la conclusión de que en la vida hay muchas veces que merece la pena fingir para evitar discutir. Ser hipócrita para no pelear de forma gratuita. Ser falso para vivir en paz.
Vayan a ver «Un dios salvaje», si es que encuentran entradas todavía. Se acaba pronto en Madrid y luego recorre varias provincias.