Falla la cultura de la rectificación
«Vas a un restaurante. Te dan un plato con demasiada sal. ¿Verdad que no pides el libro de reclamaciones?». Eso me alegó un redactor para resistirse a admitir la queja que tramité en nombre de un lector que protestaba por un error de porcentajes en La Vanguardia.
Discrepo, por supuesto, de esta comparación. Un plato de restaurante estropeado por la sal sólo perjudica a una persona. La sal del error en un diario afecta a los miles de personas que lo leen y que lo comentan.
En cualquier caso, no se puede comparar una redacción con una cocina. Los periodistas deberían ser los primeros en rechazar este tipo de comparaciones insólitas.
Aquel periodista, cuyo nombre omito como hago también con los lectores que no llevan razón, añadió a guisa de argumento: «Además, no es tarea del defensor del lector ocuparse de los errores y de las erratas».
Así debería ser. En esto sí que estuve de acuerdo con el periodista. No es tarea del defensor del lector rectificar los errores ajenos. Rectificar es lo que deben hacer siempre los periodistas, por principio, en fe de errores, por iniciativa propia y cuanto antes mejor. Salvo importantes excepciones, en la redacción hay una resistencia arcaica a reconocer los errores en el apartado correspondiente.
Es todo lo contrario de lo que ocurre en otros diarios de referencia internacional.
The New York Times, por ejemplo, tiene a título de honor proclamar que es el diario que publica más fe de errores de todo el mundo. Están orgullosos de ello. Lo exhiben como uno de sus méritos éticos. Están en lo cierto: rectificar dignifica una profesión.
No es la primera vez que trato de este asunto. Lo siento por aquellos lectores que ya leyeron alguna vez mis alegatos en favor de la rectificación inmediata de los errores periodísticos. Pero lo cierto es que se trata de una lucha dialéctica desigual entre el sentido común y un concepto restrictivo del valor profesional de reconocer los errores.
Las opiniones no se rectifican
También tenemos que luchar algunos defensores del lector contra los malentendidos. Uno de ellos, muy frecuente, es confundir la rectificación con la réplica. Son dos conceptos distintos.
La rectificación afecta a los errores en hechos o datos. La réplica afecta a opiniones. Contra los errores cabe tramitar peticiones de rectificación. Contra las opiniones ajenas no es posible que actúe un defensor.
Las opiniones, recordamos a menudo, son libres por naturaleza y por imperativo constitucional. Gestionar protestas por ellas a instancias de un lector entraría en el terreno indeseado de la censura de prensa, de tan ingrata memoria en este país, y en otros.
Las opiniones no se rectifican a no ser que lo decida quien las ha emitido. Cuando eso ocurre es que se han aceptado en todo o en parte las opiniones discrepantes. También ocurre cuando el curso de los acontecimientos u otras novedades invitan a modificar los puntos de vista iniciales o anteriores.
Las opiniones sí que pueden, en cambio, replicarse, y a ello apuntan algunos textos publicados en Cartas de los Lectores, sección de opinión por excelencia.
La opinión se define en nuestros diccionarios como el dictamen, juicio o parecer que se forma de una cosa cuestionable.
Junto a las cartas de los lectores existen otros textos calificados de opinión por antonomasia. Son los que se encuadran en los géneros periodísticos denominados editorial (pieza sin firma cuyo contenido refleja la opinión institucional del diario); artículo (pieza firmada casi siempre por colaboradores externos, aunque también puede ir firmada por periodistas del diario); crítica, en sus diversas variantes (cine, música, arte, etcétera), y entrevista (modalidad de reportaje en la que predominan las respuestas de una persona a las preguntas del periodista).
Cartas de los lectores, editoriales, artículos, críticas y entrevistas son géneros clásicos de opinión. En ellos no se agota, sin embargo, el catálogo de unidades de opinión.
En La Vanguardia actual aparecen también fórmulas genuinas de piezas de opinión. Me refiero al billete del director o del director adjunto que aparece todos los días en la segunda página, y al famoso Semáforo.
Los billetes de la dirección se encuadran de hecho en el género artículo. El Semáforo de La Vanguardia es un género de opinión puesto que se aplica un juicio libre en la selección y en la valoración de los actos cuestionables de los personajes de actualidad.
En la selección de cartas de lectores y en la valoración de actos de personajes para Semáforo opera, por supuesto, la opinión de las personas encargadas de estas secciones.
En todo este repertorio de piezas de opinión los defensores del lector no podemos intervenir de ningún modo puesto que de lo contrario actuaríamos como censores o como polemistas, funciones no pertinentes.
Por esta razón tampoco podemos actuar en la parte de opinión, legítima e inevitable, que contienen crónicas y reportajes, géneros -denominados interpretativos- en los que se combinan información y opinión.
LA OPINIÓN IMPLÍCITA, inconsciente, rutinaria, que a veces se infiltra en el estilo de la redacción informativa, sí que puede ser reprobada por el defensor de los lectores.
Hacia ese tipo de punto de vista desviado apuntaba el lector Albert Guitart Graells, de Matadepera (Vallès Occidental) al exponer esta queja: «En casa -somos de Terrassa- La Vanguardia es el diario que siempre hemos tenido. Encuentro que en este diario hay demasiado ´Barcelona-centrismo´, que si ´qué bonita es Barcelona´, ´los escritores y Barcelona´, ´Don Quijote en Barcelona´, ´la mujer y Barcelona´, etcétera. Da la sensación de ser un diario local y no un diario de alcance nacional. Conste que no soy anti-Barcelona, pues es el Cap i Casal, una ciudad que me gusta mucho, y adonde voy a menudo (…) Creo que eso de mirarse el ombligo forma parte de una actitud provinciana».
Hace pocos días, por cierto, la sección de Edición de La Vanguardia advirtió a los periodistas sobre este vicio de estilo a propósito del verbo traer. Les decían: «El uso del verbo traer, especialmente cuando nos referimos a informaciones que suceden o sucederán en Barcelona, resulta centralista y molesto para muchos lectores. Desde un punto de vista periodístico es provinciano».