Paro
Alberto Ruiz-Gallardón, que menos de la ciudad de Madrid tiene tiempo para ocuparse de todo, decía ayer en El Mundo que la Encuesta de Población Activa tumbará a Zapatero. «No la economía, sino el paro», puntualizaba.
Hoy han salido nuevos datos. El país roza los tres millones de parados. Tremendo. Un drama, aunque no hay que olvidar que hace diez años la tasa de desempleo aún era mayor y nadie hablaba de crisis. ¿Quién sentía la crisis en 1998? No es una reflexión política ni económica, sino sociológica. Es evidente que hay problemas graves, una crisis de liquidez alarmante (aunque la tasa de morosidad está todavía lejos del 9% marcado por el Ministerio de Economía) y, sobre todo, un clima de poca o nula confianza en el sistema. La crisis afecta a la calle y estira las diferencias sociales. El maitre de Zalacaín, uno de los emporios gastronómicos de Madrid, me decía el otro día que allí no estaban notando la crisis. «Seguimos con las reservas a tope, sobre todo los fines de semana». Lógico. La crisis siempre afecta antes al débil que al rico, y además exacerba las diferencias de clase. «La crisis está en los centros comerciales», me decía este mediodía un amigo con retranca. ¿Pero todos los que van a un centro comercial se van con alguna compra?
Es difícil establecer un análisis serio y riguroso de la situación. Los periodistas (los que están en la cresta de la ola) andan todo el día, por tierra, mar y aire, en debates, tertulias, coloquios, reportajes y suplementos salmón, dándole a la sin hueso sobre cuestiones de las que, la mayoría de las veces, no tienen ni idea. Observen los movimientos: muchos de los periodistas que acuden a tertulias convocados para debatir sobre economía, en cuanto lanzan un par de datos pronto desvían la atención a la política, hacia la refriega partidista que tan bien se ajusta al patrón de la cháchara radiada o televisada.
El filósofo catalán Josep Ramoneda tiene escrito un libro que se titula «Después de la pasión política». Allí certifica la vigencia de la política sobre la economía. Siempre pensé que había pecado de optimismo, pero ahora hay que acabar dándole la razón. Todos los líderes políticos apelan a las ideas para afrontar la crisis, ya sea el liberalismo o la socialdemocracia, y atención porque aunque muchas veces lo parezcan, no son lo mismo. Es decir, hace falta creer, aunque no siempre sea cierto, que la política está por encima de la economía y que, en consecuencia, las cosas se pueden transformar. Los periodistas, mientras, siguen con el bla, bla, bla. No se dan cuenta, como ya escribió Margarita Rivière, que la prensa es el segundo poder, pero el primero es el dinero. El espectáculo de regodeo mediático en torno a la manida crisis está siendo indescriptible.
En todo caso, produce náuseas el filibusterismo practicado por los adalides del sistema para justificar el fracaso de la economía de mercado, al menos, del mercado salvaje que hemos conocido hasta la fecha. ¿Hay que recuperar El Capital y salir con el puño en alto a las calles de nuestras ciudades? Pues quizá no. Pero tampoco es muy saludable, aunque sólo sea por el bien de nuestro estómago, aceptar sin digestión alguna el cinismo de los que ayer se cuadraban ante los ‘ladrilleros’ y hoy se desmarcan. De los que ayer se paseaban ufanos por la senda del consumo y hoy montan en cólera contra el recibo de la luz, la gasolina o el precio del pollo.
Los mismos que hincharon el discurso del capitalismo, los mismos que se jactaban del crecimiento de la economía fruto del auge de la construcción, los mismos que aplaudían el ‘ladrillazo’, los mismos que nunca se quejaron por el escaso peso de la productividad en el crecimiento, los mismos que durante mucho tiempo se creyeron felices en un mundo de hipotecas y créditos, los mismos que defendían la posibilidad de que los bancos se forrasen a costa de productos de alta rentabilidad, los mismos que nunca censuraron los abusos de la legislación laboral. Los mismos que nos mandaban callar, por insensatos, a aquellos que osamos criticar los excesos de esta vida alegre que nos habían programado. Esos mismos, ahora, sin despeinarse, son los que se llevan las manos a la cabeza por la estulticia de Zapatero. Son los mismos que claman por el sistema y ponen a parir a Botín. Son aquellos que defienden la rebaja o supresión de impuestos y afirman, sin rubor, la consabida cantinela de la «flexibilización del mercado laboral». O sea, abaratar el despido y seguir creando el mismo empleo basura de siempre.
Los mismos. Increíble.
Hace unos días leí lo siguiente en una viñeta de periódico:
«Nos la están metiendo doblada y nuestro silencio es su vaselina».