Ryszard Kapuscinski
Ryszard Kapuscinski (Pinsk, 1932), uno de los periodistas vivos más apreciados gracias a libros como Ébano, El Sha, El emperador o La guerra del fútbol, entre otros (editados por Anagrama), y premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2003, ha venido a Barcelona para recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Ramon Llull, a propuesta de la Facultad de Ciencias de la Comunicación Blanquerna.
Pregunta. Tras décadas como corresponsal en lugares conflictivos y después de haber corrido los peligros que rememora en Un día más con vida, poco debe impresionarle esta distinción, ¿no es así?
Respuesta. Me siento muy honrado. Esta clase de títulos académicos no suelen concederse a los periodistas, y son una prueba de que los medios de comunicación, que hoy son tan criticados, también tienen sus cosas buenas, su función, su utilidad.
P. ¿Con cuántos honoris causa le han distinguido?
R. Con seis…
P. Creo que en la universidad usted estudió Historia. ¿Se hizo periodista por casualidad?
R. No exactamente. Mi primer contacto con la palabra escrita fue como poeta. El primer libro que publiqué, estando todavía en la escuela secundaria, fue de versos; y, en efecto, académicamente soy historiador. Sucedió que, después de la II Guerra Mundial, mi país, Polonia, había sido reducido a cenizas. Entre otras cosas había que reorganizar la prensa polaca, pero toda la inteligentsia había perecido y se había abierto en las redacciones un hueco enorme. Algunos amigos me convencieron de que ingresase en un periódico como crítico de poesía. Luego me interesó ir a ver de cerca cómo era la vida de provincia. Y desde allí empecé a escribir reportajes, que es el único género que he practicado en la profesión. Yo la veo como una actividad compuesta de tres elementos fundamentales. El primero es el viaje hacia el otro, hablar con él, tratar de comprenderle. El segundo elemento son las lecturas previas: el viaje ha de estar cuidadosamente preparado y documentado para no ir luego descubriendo a cada paso la sopa de ajo. El tercer elemento básico es la reflexión personal.
P. En Los cínicos no sirven para este oficio, un librito que reúne algunas de sus reflexiones sobre la profesión, dice usted que para ser buen periodista es conveniente ser buena persona, ser capaz de sentir empatía con el prójimo.
R. Quizá no en otros géneros, pero sí por lo menos en el periodismo de reportaje. Ahí dependes mucho de los demás, de lo que te dicen, de cómo te tratan, de adónde te llevan. La dependencia del otro es decisiva. Tal como le trates, te tratarán. Por eso las malas personas no pueden ser buenos periodistas de reportajes: no pueden comprender a los demás ni ser apreciados por ellos. Ese factor, digamos humanista, es importante, aunque no basta, claro está.
P. A partir de 1962 fue usted corresponsal de la agencia oficial de noticias polaca, de un país sometido a una férrea dictadura de partido. ¿Cómo sobrellevó la censura, que supongo sería estricta?
R. Pues no, a los que salíamos fuera del país no nos censuraban, sino todo lo contrario: se nos estimulaba a que contásemos todo lo que pudiésemos averiguar. Luego, cuando nuestras noticias llegaban a la oficina central, entonces sí, se seleccionaban para dos boletines muy diferentes: uno, público, oficial, del que se había expurgado todo lo que resultase inconveniente que llegase a conocimiento del público; y el otro sólo para los ojos de los gobernantes, de los altos cargos del partido comunista, de los jefes de redacción, etcétera. Ellos tenían que saber la verdad. Recuerde la anécdota de Breznev cuando llegó a Praga después de la invasión de agosto de 1968. Los periodistas le preguntaron, con gran preocupación, para saber a qué atenerse: «Camarada, ¿qué podemos escribir sobre esta situación tan… tensa?». Y él respondió: «Escríbanlo absolutamente todo…, pero sólo en un ejemplar»… No era la censura precisamente lo que me dificultaba el trabajo, sino la propia naturaleza de éste. El de la agencia de prensa es el oficio más duro del mundo, una esclavitud. Había que mandar diariamente un montón de noticias, y hacerlo mediante un télex, un aparato que ya no existe. En cuanto desembarcabas en algún lugar, tu primera preocupación era localizar un télex y rezar para que funcionase… Además, la agencia para la que yo trabajaba no nadaba en dinero, y yo viajaba en circunstancias modestas, a veces muy modestas. No podía telefonear así como así, tenía que esperar a que Varsovia me llamase, se pusiese en contacto conmigo… Pero bueno, todas estas restricciones también eran una llave para acceder a realidades que de otro modo no hubiera podido alcanzar.
P. ¿Qué otros problemas le entorpecían?
R. La autocensura. Por ejemplo, una vez, por una feliz casualidad, conseguí un visado de un mes para entrar en la Uganda de Amín, aquel líder tan sanguinario. Yo era el único periodista que había podido entrar en Kampala, estaba solo, en posesión de grandes exclusivas, y me moría de ganas de escribir, pero si lo hacía me exponía a ser expulsado inmediatamente. Así que estuve todo el mes mudo, mordiéndome los labios, mirándolo todo y apuntándolo mentalmente para escribirlo cuando saliese… Otro problema han sido los idiomas. Piense que en África hay dos mil. Yo hablo varios, entre ellos swahili, que es una de las lenguas francas de África, pero no tengo el talento, el oído para aprender las lenguas con facilidad. Me cuestan, tengo que estudiar mucho.
P. Ha vivido y escrito sobre África, Suramérica, la URSS. ¿No le ha interesado Europa, el mundo occidental?
R. No. Nunca escribí sobre Europa. Durante la guerra fría la situación estaba fosilizada y además ya había muchos especialistas en Francia, en España… Yo, en cambio, estaba fascinado por el nacimiento del Tercer Mundo y quería ser su cronista. Empezó a surgir Asia, luego África, luego el continente americano… Las tres cuartas partes de la humanidad se independizaron. Ese nacimiento político y a la vez nacimiento de la conciencia de su propia cultura y su propio valor era un fenómeno que nunca se había dado, que sólo pasa una vez y que no se repetirá. Lo que hoy sucede en el mundo son las consecuencias de aquel momento. Y yo estoy contento de haber asistido a ese acontecimiento.
P. Dice usted que la de los cincuenta fue la década de las independencias, los sesenta, la de los golpes militares, y los setenta, la de la pérdida de toda esperanza. Hoy a nadie le importa África. ¿Cree usted que el continente está abocado a la catástrofe?
R. Mire, he pasado en total 20 años en África y para mí sólo es una en cuanto concepto geográfico; pero no en el sentido cultural ni antropológico… Hay varias razas, regiones, idiomas. Países vecinos que viven desarrollos muy diferentes. En Ruanda siempre hay genocidios, mientras que Tanzania es muy pobre pero muy pacífico. Fíjese en Sudán, que lleva 50 años de guerra casi ininterrumpida, mientras Gabón o Ghana casi no conocen las guerras internas… Costa de Marfil o Sierra Leona tenían tradiciones muy pacíficas hasta que fueron sacudidas por guerras civiles cruelísimas… En África la historia es muy irracional, inestable y desigual. Hubo un periodo de afro-optimismo, cuando se creía que la independencia se traduciría automáticamente en bienestar. Siguieron años de afro-pesimismo, con la crisis del Estado poscolonial, los golpes de Estado, la sequía, la caída de los precios de los productos de exportación… Ahora entramos en el periodo de afro-realismo, cuya principal característica es la diversidad de situaciones, aunque es cierto que todo el continente pasa dificultades.