Sonata de otoño
El otoño es, con diferencia, la estación del año que mejor se presta a las metáforas de la literatura, a la creación pictórica, a la composición lírica. También al drama, la desazón, la melancolía. Otoño y otras luces (Tusquets, 2001) fue el título elegido por el poeta Ángel González para uno de sus libros más hermosos. Allí escribió:
Alamedas desnudas
mi amor se vino al suelo…
¿y me preguntas hoy
porqué estoy triste?
De los álamos vengo ciego;
como si al mundo entero
una nevada súbita
lo hubiese recubierto
de silencio y blancura
En el teatro Bellas Artes de Madrid se representa uno de los clásicos del cine: «Sonata de otoño». La historia es original del llorado director y escritor Ingmar Bergman. Fue en 1978 cuando compuso este drama que ahora lleva a las tablas el director José Carlos Plaza. En la película, las dos principales protagonistas fueron nada menos que Ingrid Bergman (la única vez en que la actriz sueca fue dirigida por su compatriota) y Liv Ullmann. En la obra de teatro, las interpretaciones corren a cargo de Marisa Paredes (que está sublime), Nuria Gallardo (soberbia), Chema Muñoz (sólido) y Pilar Gil (cuya interpretación me pareció asombrosamente difícil).
Sonata de otoño retrata la amargura de una concertista de piano que, entregada en cuerpo y alma a su profesión, desatiende durante largo tiempo a su familia. Cuando decide visitar a una de sus hijas, la que está casada con un cura, descubre que es un pozo de rencor y de odio hacia su madre. La considera una mujer egoísta y vanidosa incapaz de preocuparse por algo que no sea su ego. Incluso desestima a su otra hija, enferma mental (el papel dificilísimo al que me refería antes de Pilar Gil), y aparenta una estúpida convivencia que no aguante ni un par de días. Charlotte, que es a quien encarna Marisa Paredes, decide poner tierra de por medio y acaba huyendo de un mundo que no soporta. Ella intenta arreglar la relación con su hija, pero ésta no la perdona.
El texto de Bergman es un alegato a favor de los sentimientos y en contra de un cáncer llamado egocentrismo. Pero va más allá: invierte los clásicos papeles de madre responsable e hija alocada para convertir a la madre (Charlotte) en un vendaval del buen vivir y a su hija (Eva) en una voz de la conciencia. Y señala, de forma muy severa, los grandes déficits de comunicación del ser humano, sus miserias y su petulancia, al margen de la relación materno-filial. El especialista de El País acabó su crítica hace unos días preguntándose por la vigencia del texto del director sueco. No lo sé. El mundo ha cambiado mucho y las mujeres también. Lo que sí sé es que la adaptación de José Carlos Plaza merece el aplauso larguísimo que el público tributó el pasado martes, que es cuando fui yo a ver la obra. Incluso Ana Belén y Víctor Manuel, que estaban presentes muy cerca en el patio de butacas, se hartaron a dar palmadas.
El duelo que representan Marisa Paredes y Nuria Gallardo me pareció excepcional. Son casi dos horas de teatro puro y duro, de calidad, del que no admite atajos. La iluminación y el montaje son austeros, pero más que suficientes. La acción no requiere mayores galanuras. El texto se vale por sí solo. El texto y, claro, sus interpretaciones. Un trabajo memorable.