La Garlopa Diaria

21 julio 2008

Volver a París


Lo primero que se ve al aterrizar en París es un reguero enorme de edificios y casas bajas con tejados que dan apariencia de pueblo. Hay pocos rascacielos, y eso es un contraste teniendo en cuenta que estamos en una de las capitales de Europa. El aeropuerto Charles de Gaulle es el más grande de la ciudad. Tiene una cúpula original y varios pasillos transparentes y acristalados. Pero se ha quedado algo viejo. Antes de llegar al hotel, el taxista pasa por delante del Stade de France, el Estadio de Francia. En realidad es el vetusto Parque de los Príncipes, pero renovado. Fantástico. Imaginé el fervor de los parisinos en este lugar el día que Francia se proclamó campeona del mundo. Aquí, en su propia casa. Qué terrible explosión de alegría.

En la autovía que conduce al centro veo cartelones, luminosos y zonas comerciales. Una retahíla que podría intercambiarse con el Corredor del Henares, en Madrid, o la autovía de Castelldefels, en Barcelona. Martin Varsavsky analiza en su blog los efectos del nacionalismo cultural y el desarrollo empresarial europeo. Y escribe: “Casi todos los habitantes del planeta, si pueden, quieren pasar alguna vez en su vida por París, Londres, Roma, o quizás Barcelona: en Europa tenemos las Mecas de la cultura occidental. Y las tenemos porque justamente supimos preservar nuestras culturas”. Estoy de acuerdo, pero eso también provoca que cada vez nos parezcamos más. El paradigma de esta coyuntura es el McDonalds instalado en la plaza Roja de Moscú, pero no el único. Yendo hacia el cogollo parisino, me fijé en edificios de Carrefour, Ikea, Seat, L’Oréal… Seguro que es un paisaje muy parecido al de cualquier ciudad media o media-grande de Europa occidental. Y cada vez más en la del Este.

La ciudad de París no tiene centro histórico. Toda la capital es un escenario inmenso repleto de arquitectura, urbanismo, arte y un río excelso en cuyas aguas la gente navega y cena, al mismo tiempo. Todo este cuadro trufado de un ambiente, entre rústico y romántico, en un fresco día de verano. Por eso se mezclan sensaciones. Ante la tumba de Allan Poe, Mallarmé escribió:

“¡Cómo en Sí mismo por fin la eternidad le cambia,
el poeta sobresalta con acero desnudo
a su siglo horrorizado de no haber sabido
que la muerte triunfaba en esta voz extraña!”
(«Poesía completa», Ediciones 29, 252 págs.)

He visto muchos inmigrantes, sobre todo procedentes de países de habla francófona como los del Magreb. Lo que no he llegado a ver son problemas graves de convivencia, tal vez porque la violencia se reserva a los suburbios de las ‘banlieurs’. Allí sí hay problemas, y gordos, aunque quizá se deban más a las diferencias de clase, a los bajos sueldos y los precios altos, que a conflictos étnicos. Los contrastes, eso sí, existen. Como en toda gran urbe. Al lado del metro de Villiers, cerca del Molin Rouge, veo a un tipo orondo durmiendo en un banco de piedra, debajo de una farola. En la otra acera, una pastelería carísima y varios cafés están repletos de gente tomando copas y brioches. Tengo un amigo que me advirtió antes de ir: París es como si toda la ciudad fuera el barrio de Salamanca, pero más bonito. Ahora le doy la razón.


El metro de París no es tan nuevo como el de Madrid, pero va más rápido y te lleva a todos los rincones. Los letreros de la mayoría de sitios públicos están en francés, inglés y español. Otras veces en italiano y casi nunca en alemán. París no admite pies planos. Hay que andar. Y callejear. Conocer rincones y pasear desde primera hora hasta la noche. La gran cantidad de monumentos y de parajes apabulla. El viajero corre la tentación de quedar exhausto, pero basta una mirada nocturna a la Torre Eiffel para recuperar el aliento. Qué maravilla de la mente y las manos humanas. La torre en sí es un amasijo de hierros, cuyas dimensiones nos contaron que pueden llegar a dilatarse en 15 centímetros en función del frío o del calor. Pero la torre no se cae. Sus tentáculos son cuatro enormes patas que ridiculizan la dimensión humana. Desde arriba, las personas parecen hormigas. Y su estampa impresiona: sus dimensiones, su altura, sus espectaculares vistas panorámicas y su iluminación. Esta vez la han revestido de color azul y las 12 estrellas que son símbolo de la Europa unida, quizá porque Francia acaba de inaugurar la presidencia semestral de la Unión Europea. Debajo de la torre, la gente pasea, come o se sienta en el césped de Campo de Marte. Yo creo que deben existir pocos espectáculos, ligados a un edificio histórico, que cautiven tanto como contemplar la Torre Eiffel, de día pero sobre todo de noche.

París es la solemnidad del Arco de Triunfo, la magnificencia de los Campos Elíseos, el lujo de sus boutiques, la elegancia de la plaza de la Concordia, el boato de los Invalides, la pulcritud de Notre-Dame, los libros de “Shakespeare and Co” y las vistas desde el Sagrado Corazón. Delante del ‘Petit Palais’, y en el metro, permanecen colgados carteles con una folklórica con castañuelas anunciando “La noche española”, un espectáculo de flamenco “patrocinado por el Gobierno de España”. Estamos de moda, señores, y no sólo por Xavi o Casillas… En la ribera del Sena, decenas de puestos callejeros venden fotografías y cuadros con postales de París, libros de viejo y discos de Brassens.

La visita al Louvre merece la pena aunque sólo sea para disfrutar con el edificio. Cuando entras, cualquiera se queda perplejo. Por el laberinto de sus salas y por las obras que cobija. La sala de La Gioconda de Da Vinci, protegida con un cristal a prueba de balas, está repleta de japoneses disparando con su cámara de fotos. La Venus de Milo, la Victoria de Samotracia y las pinturas italianas y españolas son paradas obligatorias. De Velázquez tienen un cuadro de la Infanta Margarita (1653), siendo niña; y de Goya, un retrato de Mariana Waldstein, marquesa de Santa Cruz. Y no se pierdan un cuadro de Ribera que está justo a la entrada de la sala dedicada a los pintores españoles.

No sé si será casualidad, pero en la mayoría de los establecimientos públicos hemos encontrado un servicio esforzado por ser amable, a diferencia de otros sitios, donde parece que al cliente le perdonan la vida. En un restaurante cerca del Jardín de las Tullerías dimos con un portugués casado con una valenciana que hablaba un correcto español. Nos sirvió una ensalada exquisita (con aceite de oliva y vinagre de Modena), pollo y un steak-tartar más que digno. Vi a los franceses vestir muy elegante en los figones. Creo que los franceses disfrutan tanto o más que nosotros ante una buena mesa, y no sólo por comer, sino por el placer de juntarse a comer, que no es lo mismo. Lo hacen sin prisas. Y rematan casi siempre con un café, a pesar de que su precio no baja de los 4 o 5 euros. En París hay predilección por el café. Lo toman a todas horas, incluso en el aperitivo. Y también sirven champán por copas. En las cartas de vinos sobresalen los Burdeos, pero ojo a los precios porque ahí es donde sacuden.

Y luego llega la noche. Me quedé entusiasmado con la marcha del Barrio Latino. Los jóvenes bebían minis de cerveza en las calles, los restaurantes españoles (“El Nando”, “Casa Pepe”…) rebosaban de gente y de cante jondo, y las parejas francesas se sentaban en las terrazas a tomar una copa de vino blanco. Hay algo latino común que enlaza con el gen de la alegría. Se traduce en salir a la calle a ejercitar el “carpe diem”. Lo vemos en todos los rincones de España, pero también en Roma, en Milán o en París. No basta con estar feliz y tomar una copa de Bourbon en un pub cerrado y oscuro, como hacen los norteamericanos. Necesitamos salir a la calle para vivir la noche, sobre todo en verano. Y ahí sí que hay pocas diferencias sociológicas. Se emborracha uno igual en español, que en italiano o en francés.

Cuando el sol se pone, compruebas que es verdad eso que dicen. París es “la ciudad de las Luces”. Realmente asombra. Como no tiene edificios muy altos, el perfil urbano dibuja un abanico de luces que protegen al Sena y recorre todos los rincones. La plaza de la Sorbona surge como un pequeño espacio con varias braserías donde poder cenar, o volver a tomar un café, a las puertas de la universidad más prestigiosa de Europa. Produce emoción leer allí, delante de su Facultad de Derecho, aquello de “Liberté, Égalité, Fraternité”. Y entonces te da por pensar que, aun con todos los males que tenemos muy cerca, vivimos en una de las pocas esquinas privilegiadas del planeta, que es esta Europa unida de crisis hipotecarias y parados que no encuentran consuelo. Esa es la paradoja. Quizá también nuestra suerte. No lo sé bien. El cubano Guillermo Cabrera Infante, en El Libro de las Ciudades (Alfaguara, 267 págs.), cuenta que conoció París cuando tenía catorce años: “El año era 1943 y París estaba ocupada. Pero para mí no había ciudad más libre”.

En la plaza de la Bastilla, pasada la una de la madrugada, las terrazas de los bares y cafés estaban llenas. Y el tráfico era abundante. Este es el lugar, según leo en una guía de Lonely Planet, donde los parisinos siguen celebrando sus manifestaciones. Queda un monolito en cuyo sótano permanecen enterrados revolucionarios de 1830. Pero no hay restos de la bastilla que se tomó en la Revolución de 1789. Es de suponer que ahora los franceses protestan por los recortes del gasto social de Sarkozy, por la reforma del desempleo y por el retroceso en la ley de las 35 horas. Quizá también por sus planes nucleares. Leo en Libération que una fuga de uranio en Tricastin puede paralizar las perspectivas del Gobierno francés en este asunto. ¡Y Francia tiene ya casi 60 reactores nucleares!

En la prensa gala observo que el formato sábana va dando paso cada vez con más fuerza al clásico tabloide. Le Monde, que se supone que representa al centro-izquierda, presta atención al viaje de Obama a Irak. Le Figaro, de centro-derecha, lleva a su primera una foto de Picasso con motivo de una exposición. Y el diario La Tribune publica que la constructora ACS reforzará su alianza con Iberdrola. Hay tres diarios españoles que se encuentran en casi todos los quioscos: El País, El Mundo y ABC. Eché de menos La Vanguardia, que tiene una edición internacional bastante potente, especialmente siendo un diario catalán que suele mirar muy de cerca todo lo que ocurre en Francia.

El palacio de Versalles, y sus inmensos jardines, son una excursión imprescindible. Versalles es la recreación del poder de la monarquía francesa y de las diferencias de clase: tiene 700 habitaciones y entre sus ornamentadas paredes llegaron a vivir 5.000 sirvientes. A Luis XIV y a María Antonieta se los llevaron de aquí los revolucionarios para ser decapitados en París. Entonces Versalles dejó de ser el centro de la Corte francesa. Ahora es una Meca del turismo. Los jardines, tan grandes, tan bien dispuestos, tan bien cuidados, impresionan de lejos y de cerca. Cabe preguntarse para qué necesitaban el monarca y su señora esposa tanto espacio verde sólo para dos personas. Hoy los disfruta cualquiera que pague los ocho euros de entrada. El recinto es espectacular. No caben adjetivos. Versalles me pareció una villa burguesa en cuyos campos crece una frondosa vegetación.

De noche o de día, Montmatre está considerada la cuna de la bohemia y de los pintores. Es fácil comprobar su fama. Sus calles empinadas y estrechas son típicas, igual que los cabarets y sex-shops abajo, en los bulevares. El año pasado leí Bel-Ami, de Guy de Maupassant. Recuerdo alguno de sus personajes, como Raquel, que anda por el Follies Bergère; y ciertas imágenes de un París sacado de un cuadro de Cezanne. Bel-Ami fue un periodista que llegó a París con una mano delante y otra detrás y describe las corruptelas de nuestro oficio, pero también una forma de ejercerlo que quizá ya se ha extinguido. Y las mujeres, que son fundamentales en este libro: “Me ha desmenuzado, la bribona, ha realizado suave y terriblemente la larga destrucción de mi ser, segundo a segundo. Y ahora me siento morir en cuanto hago. Cada paso me acerca a ella, cada movimiento, cada soplo apresura su odiosa tarea. Respirar, dormir, beber, comer, trabajar, soñar, todo lo que hacemos es morir. ¡Vivir en fin es morir!”.

Entre tanto turista, hay espacio para pequeñas sorpresas. Entré en el Espacio Dalí, un minúsculo museo donde se rinde culto al genio de Figueres, que durante varios años vivió en la capital parisina. El museo, dice un cartel, fue inaugurado en 1991 siendo alcalde de París Jacques Chirac. Situado a trescientos metros de la plaza de Tertre, hay dibujos, pinturas, objetos y alguna escultura suya. Me llamó la atención una serie de pinturas de Pantagruel. También un cuadro donde el artista surrealista pintó la bandera preconstitucional española, la del aguilucho, encima de una urna y un rostro ensombrecido. El título del cuadro es: “El rey surrealista”.


París era una fiesta. Es el título de un volumen de Hemingway que vio la luz después de su muerte. Manu Leguineche, en el prólogo de la edición de Seix Barral, escribe que “la excitación de la posguerra, las delicias de la gastronomía francesa, el amor por Hadley, su primera esposa, la práctica de los deportes (boxeo, pesca, esquí), la afición a las apuestas en los hipódromos, la galería de amigos, todo está aquí palpitante, vivo, elegíaco, cargado de infinita nostalgia…”. Aquel París de Hemingway era el de 1920, una meta de la literatura norteamericana. Hoy descubres que la fiesta continúa. Incluso las manifestaciones. El domingo, en los Jardines de Trocadero, vimos el montaje del macroconcierto en el que intervino Ingrid Betancourt para pedir la liberación de todos los rehenes de las FARC. París bien vale una manifestación, aunque aquello parecía más un espectáculo que una protesta.

Antes de ir, en los momentos de ensoñación, imaginas que esta ciudad es un universo repleto de buhardillas, como aquella que alquiló Enrique Vila-Matas (mi escritor favorito actual en español) a Margarite Duras. Cuando llegas te das cuenta que no es un sueño, sino que es verdad. Y creo que a mi novia le pasó lo mismo. El propio Vila-Matas tiene un libro titulado París no se acaba nunca (Anagrama, 240 págs.). Me quedé con las ganas de visitar las tumbas de Sartre y Simone de Beauvoir, dos amantes que supieron transitar por los claroscuros de sus propias infidelidades. Me quedé con la ilusión de entrar al Museo de Orsay, sobre todo por sus fondos impresionistas. Me quedé con el ansia de volver a pasear por el Sena y de andar, una vez más, debajo de la Torre Eiffel. Me quedé con hambre de volver a empezar este viaje.

Volver a París. Quizá un tópico nunca fuera tan cierto.