La lluvia amarilla
La puesta en escena de un libro siempre es una tarea complicada. Saber encontrar el equilibrio justo entre la fidelidad al texto original, y a su autor, y la autonomía que debe tener una composición teatral no es fácil ni está al alcance de cualquiera. Lo mismo ocurre en el caso de un guión para un producto televisivo o para una adaptación al cine. Por eso, los directores de teatro y de cine acostumbran a recurrir al autor del libro para que guíe sus pasos y les asesore. Y aún así, el resultado puede ser dispar. Recuerdo adaptaciones fabulosas, como La Regenta y Los gozos y las sombras en televisión, o Los santos inocentes y La colmena en el cine. Y también peñazos insoportables, como varias cintas fruto de las novelas de Pérez-Reverte o el largometraje que dirigió Antonio del Real sobre los gancheros del Alto Tajo.
Ayer por la tarde fui al teatro Español, posiblemente el teatro más castizo de Madrid, para presenciar en su sala pequeña la representación de «La lluvia amarilla», versión adaptada de la novela homónima del escritor leonés Julio Llamazares.
El montaje, dirigido por Emilio del Valle, mantiene las constantes vitales del libro, aunque por razones obvias éste resulta más rico en matices que aquél. El relato está protagonizado por Andrés, de Casa Sosas, el último habitante de un pueblo del Pirineo aragonés, Ainielle. Tras descubrir ahorcada a su mujer, Sabina, se marca un monólogo durante toda la obra para reflexionar sobre las cosas más banales del campo, y al mismo tiempo las más trascendentes. El texto de Llamazares ahonda en la despoblación de los pueblos, en la excesiva quietud de las tierras que durante años han estado dejadas de la mano de Dios, acaso lo sigan estando. La “lluvia amarilla” es la lluvia de las hojas de otoño que impregna toda la obra. O lo que es lo mismo, el paso del tiempo, la melancolía, el olvido y la soledad.
El personaje de Andrés está interpretado por Chema de Miguel. Su actuación me pareció excelente porque no debe ser nada fácil permanecer más de una hora en la pose y el tono, con los ojos fuera de órbita, al que está obligado para forzar el dramatismo. Quizá, eso sí, hubiera sido más eficaz rebajar en algunos pasajes el pistón del drama y convertirlo en un personaje, digamos, algo más llano. La escenografía es acorde al tema de la obra. Y merece la pena destacar la música en vivo que aporta Francisco Lumbreras, sin duda, un gran hallazgo.
La locura de Andrés pretende remarcar la extinción de la vida en el campo. Es un tema recurrente en Julio Llamazares, al que creo que deberíamos agradecer su esfuerzo permanente en hacer visible una realidad que la mayoría de intelectuales omite de forma ignorante o despreciativa. En los textos de Llamazares sobre los pueblos está el lenguaje que da la tierra, el aroma de patatas guisadas, el olor de los leños quemándose en la lumbre y la tristeza por un ayer que, como dice el personaje de Andrés, acabará comiéndose “la ciénaga del olvido”.