Expo Zaragoza
Nunca entendí la pasión de los españoles por las colas. El domingo pude comprobarlo de nuevo en la Expo de Zaragoza. Colas, colas y más colas. Esa sería la idea general. Después, las obras que han hecho en torno al Ebro. Y luego los pabellones, algunos muy lucidos, otros ridículos y feos.
Llegamos a Zaragoza a las nueve y media de la mañana. La ciudad parecía tranquila. Corría la brisa, y sin calor. Primera buena noticia. Localizar la Expo es fácil. Está pegada al río y a pocos metros de la estación del AVE. Dejo el coche en el parking: 12 euros de tarifa única, ya sean dos horas o veinticuatro, aunque puedes salir durante el día sin necesidad de volver a pagar. Qué generosos.
Antes de abrir las puertas, a las diez ya había gente esperando para entrar. Nos acreditamos en el Centro de Prensa. Primer problema. Hay que bordear andando (no dejan entrar el coche) todo el recinto para dar con este edificio. Una vez dentro de la Expo, llegamos al pabellón de Aragón. Pocas colas. No nos lo pensamos. Entramos y primera desilusión: arquitectura vanguardista con más continente que contenido. La exposición de fotografías del patrimonio artístico aragonés es magnífica. Y las proyecciones audiovisuales de la primera planta, impactantes.
Cuando salimos del pabellón de Aragón nos vamos al de España. La cola es ya kilométrica. Son las once de la mañana y nos acercamos a una voluntaria que con un micrófono en la boca grita: “¡No quedan entradas para el pabellón de España!” No doy crédito. Me acerco a la señorita y le pregunto: ¿cómo dice, que ya no se puede entrar a este pabellón? “No, señor, no se puede entrar en todo el día porque se ha cubierto el cupo”. Me quedo atónito y pienso en los miles de visitantes que habrán pagado 35 euros por acceder a la Expo y que se van a quedar sin ver, supuestamente, el pabellón más importante. Otra voluntaria nos indica que, al llevar pase de prensa, quizá podamos intentarlo por otra puerta. Así lo hago y coincidimos con unos colegas del área de comunicación de La Caixa. Por fin dentro del pabellón de España, me regodeo en su estructura, muy original, soportada por 750 columnas revestidas de terracota que pretenden imitar a los árboles de ribera. Su fisonomía resulta espectacular. El recorrido interior incluye una proyección tridimensional sobre lo mucho que agredimos los españoles al medio ambiente, varias salas con mapas y gráficos, una recreación de las cuencas hidrográficas del país y poco más. Tanto para esto. Pobres de los que hayan esperado tres horas.
Por todo el recinto de la Expo hay mensajes de concienciación del uso del agua y del desarrollo sostenible. Pero al salir de los pabellones veo a la gente tirar papeles al suelo.
El sol aprieta y no hay una triste sombra donde sentarse un rato. El grupo de jotas Somerondon anima el cotarro en la llamada «Plaza de Aragón». Unos gaiteros tocan pasacalles y piezas tradicionales. Casi lo mejor de la mañana. Y una rúa de corte carnavalesca recorre buena parte del recinto con unos personajes y una escenificación que contiene un mensaje que, a juzgar por los comentarios del personal, no entiende ni Dios.
En la Torre del Agua -¡oh, milagro!- no hay colas. Entramos sin dificultad y subimos 23 pisos hasta arriba. Las panorámicas de la ciudad son excelentes. Las del río Ebro, también. Las de la Expo, sencillamente, no son posibles. El fabuloso estudio de arquitectos que se le ocurrió levantar esta torre no reparó en un detalle importante: uno de sus ángulos tapa toda la vista del grueso del recinto de la Expo. Así que no es posible ni una foto. Ni pararse a otear esa estampa. A veces la innovación puede más que el sentido común.
Abajo, ya casi a las dos del mediodía, las temperaturas atizan de lo lindo. La gente aguanta en las colas. También en el pabellón de las comunidades autónomas, cuyos espacios son bastante discretos, salvo excepciones.
Me detengo a disparar un rato con la cámara de fotos. Todas o casi todas las imágenes salen trufadas de gente. El sitio es grande, amplio, concebido como un ágora inmenso de cemento y agua. Pero las colas lo cubren todo.
El espacio dedicado a Castilla-La Mancha no es precisamente enorme. Su montaje tampoco es brillante, pero digamos que cubre la papeleta mejor que algunos de sus vecinos. Tiene una cola gigante porque sólo permite el pase a 20 personas en cada sesión de vídeos.
La Junta exhibe tres proyecciones. La primera sobra y roza el ridículo: una cabeza que recrea a Don Quijote asusta más que anima a visitar la región. La segunda cinta contiene imágenes del No-Do de la inauguración del pantano de Entrepeñas y Buendía y un mensaje nítido: la caducidad del trasvase en 2015. El último vídeo se muestra en 3D y contiene imágenes turísticas. De Guadalajara sobresalen Sigüenza, la Arquitectura Negra y la cabecera del Tajo. En el centro del pabellón hay varias vitrinas con muestras arquitectónicas, antropológicas o arqueológicas producidas fruto de la huella del agua. De Guadalajara: el aljibe de Valfermoso de Tajuña, el parque de Recópolis en Zorita de los Canes y la fiesta de los gancheros del Alto Tajo.
Enfrente del espacio reservado para las autonomías, el acuario acumula colas también muy largas. El edificio sorprende. En el exterior de los laterales, un inmenso caudal de agua se desliza por sus paredes. Agua y más agua en una tierra que ha hecho del líquido elemento su eje vertebrador. El que aspire a entrar en el acuario se enfrentará a un reto formidable en forma de horas en un aluvión humano. El éxito no está garantizado.
Y para comer, ojo donde se mete uno. Los restaurantes de los pabellones extranjeros suelen ser malos y caros. Los de España soportan aglomeraciones. Así que quedan dos alternativas. Tirar con un bocadillo y arreando. O bien salir de la Expo, comer en la ciudad y volver más tarde (se puede hacer sin coste añadido). Abrumados de tanto calor, escogimos esta segunda opción y dimos con un restaurante que recomiendo: Parrilla Albarracín. Buena comida aragonesa, potente longaniza de Graus, una tostada de foie que no es aragonés y ni falta que le hace, paletilla de ternasco de Aragón soberbia y unos postres elaborados que rematan la faena. Tienen además una carta de vinos de la tierra, sobre todo Somontano, bastante extensa. Elegimos un crianza de Enate. Muy rico, aunque algo caliente de temperatura.
Quizá lo mejor de la Expo son las actividades que genera (muchos conciertos, espectáculos, conferencias, la iluminación nocturna…). Pero no hay que quitarle valor a las obras que lega a la ciudad. Me impresionaron los puentes que han construido, sobre todo el del Tercer Milenio. También la transformación del meandro de Ranillas, que ha logrado integrar el Ebro en el paisaje urbano de Zaragoza mucho más de lo que ya estaba. Juan Alberto Belloch, ex ministro del Interior y Justicia y ahora alcalde zaragozano, habla de un cambio notable para una ciudad que quiere absorber todo lo que expanden Barcelona y Madrid. Le he oído en la radio: «no queremos ser diferentes ni autónomos, sino estar pegados a estas dos ciudades». Atención al mensaje. Ojo avizor los de Guadalajara.
La Expo es una mezcla de negocio, urbanismo, arquitectura, medio ambiente, turismo y cultura. Los dos primeros elementos priman sobre el resto. La organización podría mejorar. Nadie que haga una visita de veinticuatro horas se queda satisfecho. Hay que invertir dos días, como mínimo, si se quiere ver todo con algo de interés. Y no sólo por esa extraña afición de los españoles a las colas. Sino por esa otra afición, no menos extendida entre los españoles, de querer hacerlo todo rápido y deprisa. La Expo sólo dura tres meses. Quizá si lo hubieran ampliado a medio año, después de todo el dineral que han invertido, la comodidad de los visitantes lo hubiera agradecido. Y las colas también.