Las mil noches y una noche
Así se titula la obra escrita por Mario Vargas Llosa fruto de los famosos cuentos orientales: «Las mil noches y una noche». Es justo el tiempo que necesitaron el rey Sahrigar y Sherezade para enamorarse. En realidad sabemos por la literatura que él se enamoró perdidamente de ella. Falta por conocer si también ocurrió lo contrario. Pero la noche mil dos tuvo que ser, seguro, apoteósica.
Ayer asistí a una de las tres representaciones de esta función (la última es hoy viernes). Se trata de una adaptación para teatro confeccionada por el novelista peruano, que él mismo interpreta en un tète-à-tète con Aitana Sánchez Gijón. Me pareció una excelente representación, bien trabada, sin estridencias, un mano a mano encima del escenario entre una actriz y un escritor que se atreve con todo. Ella viste un traje de noche color magenta. Él lleva puesto una especie de sotana de color blanco más propio de «El principito», como el de Saint-Exupéry, que de un monarca. La obra cuenta con un escenario de lujo: los Jardines de Sabatini, dentro del ciclo Los Veranos de la Villa. El lugar es magnífico, pero la noche acabó fresca entre la exuberancia que rodea al Palacio Real de Madrid.
El texto de Vargas Llosa es irreprochable. Aprovecha la fantasía que irradian los cuentos infantiles más famososo del mundo. Y lo lleva a las tablas sin perder su sentido. Hay tres planos que conviven en la obra: Mario y Aitana como tales (se hablan por su nombre de pila, haciendo alusiones sobre la propia obra); los personajes en los que se trasforman ambos protagonistas y, finalmente, está la historia del rey Sharigar y de Sherezade. El montaje está dirigido por Joan Ollé y quizá a él se deban dos de las virtudes que más me gustaron de la obra: la música y la iluminación. Ambas cosas me parecieron muy adecuadas.
A la representación le sobran quince o veinte minutos. El apogeo de personajes y la explosión fantasiosa es de tal intensidad que el espectador corre el riesgo de perderse entre tanto figurante oriental. Sin embargo, los diálogos entre Mario y Aitana (no los tuteo, es que forman parte del reparto) nos devuelven a la tierra. No es mala cosa, aunque cualquiera prefiere disfrutar con la fantasía y no aterrizar jamás en la realidad.
Las mil noches y una noche es una manera de gozar con los resabios literarios y con los cuentos orientales más occidentales que existen, como dice el propio Vargas Llosa en su obra. Es una recreación festiva, crepuscular, de los cuentos con más capacidad para despertar nuestros sentidos. Y todo ello, debajo de una noche fresca, entre jardines, y con las luces del Palacio de Oriente iluminando nuestra imaginación.