José Bergamín
Participó en los comienzos de la Generación del 27, a la que él prefería llamar “Generación de la República”; editó sus primeros libros y participó directa o indirectamente en todas sus publicaciones. Sin embargo, hay una parte importante de los literatos que sitúa a José Bergamín entre los poetas novecentistas, de la Generación del 14. No parece que haya demasiadas razones fundadas para ello. Fue discípulo de Unamuno y se ocupó, sobre todo, de España, el Siglo de Oro, la mística, la política y los toros.
José Bergamín nació en Madrid tres años antes del gran Desastre, en 1895, y murió en Hondarribia en 1983. Es uno de los escritores más longevos de su generación. Se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se hizo republicano, trabajó para Largo Caballero, presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la Guerra Civil, escribió en las revistas El Mono Azul y Hora de España junto al poeta alcarreño José Herrera ‘Petere’. Luego se exilió en México, Venezuela, Uruguay y Francia. Ya entonces le había publicado a Lorca Poeta en Nueva York. ¿Existirá un lujo mayor para un editor?
Ida Vitale, en un artículo aparecido en la revista Letras Libres, recuerda el paso del poeta por Montevideo: “Su capacidad de seducción intelectual se probó incluso en un terreno mal abonado; León Felipe, en una breve visita, había tenido ocasión de advertirnos benévolamente del próximo arribo de Bergamín y de su peligrosidad. Y a poco de estar éste entre nosotros llegó J. R. Jiménez como un ángel dispuesto al exterminio de todos sus discípulos, y el que estaba entre nosotros había sido el último en convertirse en réprobo. Quizás nos salvó de su terrible amenaza ser ilusos: el comunismo, que Bergamín decía abrazar hasta la muerte (donde lo esperaba la religión), estaba en el Uruguay de entonces reducido al campo político, que aún no formaba parte esencial del alma de los jóvenes que lo rodeábamos, algunos más próximos a un anarquismo lírico, en parte fruto de las lecturas de Barrett. Pero ni siquiera en ellos hizo mella la advertencia del «león de botica», como Octavio Paz llamó, no sin cariño, al claro advertidor. Y la religión de Bergamín, tan antieclesiástica, en un país que había separado a la Iglesia del Estado sin necesidad de desgastes revolucionarios, no nos alarmaba. Hoy no dudo de la prudencia con que él jugó sus apasionados pases en un campo nuevo, dosificando sus obsesiones, cosa de no espantar”.
Volvió a España en 1958, pero acabó detenido. Le quemaron su apartamento. ¿Su delito? Haber firmado un manifiesto con más de un centenar de intelectuales dirigido a Manuel Fraga y cuyo objetivo era denunciar las torturas y la represión practicada contra los mineros asturianos. Tuvo que regresar al exilio. Más tarde se posicionó en contra de la Transición, a la que consideraba un simple pasteleo. Publicó el manifiesto “Error monarquía” y es ahí donde dejó escrito: “mi mundo no es de este reino”. Ida Vitale considera que “el exilio lo obligaba día a día a reconstruir su rostro, no ante compañeros de vida sino ante espectadores. Hay exilios que quitan pero agregan, que duelen pero agrandan; para Bergamín el suyo fue sobre todo resta, «pasaporte para el otro mundo», pérdida de sus raíces tradicionales, de las fuentes de un habla que seguía creándose a sus espaldas, del derecho al conocimiento y la admiración acumulada de los españoles. Sus regresos cumplieron la ley de todos los exilios: volvió al exilio interior, a la total desesperanza, «peregrino de una España que ya no está en mí”.
Su vida terminó en el País Vasco. Escribió para Egin, cabecera de la izquierda abertzale y el entorno etarra. Está enterrado en Hondarribia, al parecer, “para no dar mis huesos a tierra española”.
Fue un poeta brillante, aunque no tanto como algunos de sus compañeros de viaje (Alberti, César Vallejo, García Lorca o el propio Cernuda). Compensó este desequilibrio con su lucidez intelectual y un ánimo indeleble para traspasar convenciones. Atesoró una tozudez magnífica para publicar sus propias obras y las de sus coetáneos. Mantuvo una posición política disidente, acaso fruto de sus raíces familiares: su padre era comunista; su madre, una ferviente católica.
En el soneto a Ramón Gaya, escribió:
“¿Qué fina sombra de amorosa lumbre?
¿Qué cenicienta voz casi apagada?
¿Qué hoja muerta no vuelve llamarada
viva de luz su breve podredumbre?”
Recuerdo a Bergamín después de leer la estupenda crónica que publica Jesús Marchamalo en ABC, y que titula con mucho acierto “El hombre de las mil caras”. Bergamín es inclasificable.
Este es el texto del artículo:
EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS
POR JESÚS MARCHAMALO.
MADRID.
José Bergamín vivía en Madrid en un pequeño ático que daba a la Plaza de Oriente. Así que, durante años, cada vez que Franco se asomaba, por lo que fuera, al balcón del Palacio Real, un par de números de la Policía Armada subían a su casa, armados, para vigilarlo.
Durante mucho tiempo no hubo ascensor en la finca y se cuenta que el viejo escritor, ensayista y editor subía andando los cinco pisos, largo y delgado, mientras recitaba en voz alta un soneto distinto cada vez. Y era motivo de admiración entre quienes lo acompañaban su buena memoria, capaz de recordar decenas de ellos que desgranaba por la escalera, sin titubeos, mientras iba ganando peldaños. A aquella casa, apenas una buhardilla, acudió a principios de los 80 un joven poeta, Andrés Trapiello, que acababa de publicar su primer libro, y a quien Bergamín había llamado.
Su visita coincidió con la de un operario que anduvo largo rato instalando una antena para que aquel viejo católico fervoroso pudiera ver por televisión la visita de Juan Pablo II a Fátima. Así que ambos, Bergamín y Trapiello, estuvieron media tarde sentados, uno junto al otro, casi sin hablarse, mientras el antenista hacía los ajustes precisos, antes de marcharse.
Fue entonces, con la tele de fondo, cuando se dirigió a él y le dijo: «Le he hecho venir para decirle lo mismo que me dijo a mí Juan Ramón Jiménez: «De su libro me interesa el poeta, pero no el libro».
Ayer, en la presentación de «Claro y difícil», el último volumen de la colección Obra Fundamental, de la Fundación Banco Santander, Andrés Trapiello, prologuista y antólogo, se refirió a aquel Bergamín esquinado, contradictorio, seductor y malicioso, siempre controvertido, que acabaría resultando incómodo incluso a sus compañeros de generación, y a los estudiosos que tiempo después acabarían orillándolo.
Frente a esa imagen del 27 como generación de la amistad, Bergamín contrapuso su perfil más aristado, dentro del grupo de los solitarios, los difíciles, como Gaya, Cernuda o Gil Albert.
Editor de la revista «Cruz y Raya», de la prestigiosa Ediciones del Árbol y, tras la guerra, de la editorial Séneca -fue quien publicó la primera edición de «Poeta en Nueva York», de García Lorca-, Bergamín fue autor, al tiempo, de una amplia y desigual obra literaria -ensayos, textos, poemas-, que en muchos casos sólo han podido leerse en primeras ediciones, cada vez más valoradas en el mercado del libro de viejo, y por lo tanto alejadas del gran público.
Trapiello ha seleccionado para esta Obra Fundamental textos taurinos, una colección de pequeños ensayos sobre temas cotidianos, y una importante muestra de su poesía, a su juicio, la parte más interesante. «Es una poesía de raíz becqueriana, romántica, de fondo calderoniano, donde se da, de nuevo, lo paradójico: la escribe con setenta años, mientas se acerca al mundo abertzale, y es curioso ese tono de serenidad clásica al lado de la agitación política».
El libro va precedido de un estudio preliminar que bajo el sugestivo título «El cubo de Rubik» abunda en esa faceta poliédrica de Bergamín: cada vez que se completa una cara, se descompone el resto.
Para terminar, una frase para la historia. Cuando en 1982 se le concedió a Luis Rosales el Premio Cervantes que, al parecer, estaba ese año reservado a él, Bergamín, preguntado por los periodistas, dijo, irónico y lacónico: «Me parece bien, se lo tiene merecido».