Enric González
Voy a recomendar a Enric González, un placer para cualquier lector. Aquí ya lo recordamos cuando le dieron el premio Cirilo Rodríguez. Fue corresponsal en Roma de El País y ahora ejerce de columnista en las páginas de televisión y en el cuadernillo del domingo. Es un tipo sagaz, inteligente, irónico. Escribe de maravilla. Me encanta su forma de enfocar los asuntos, su aguda visión, su estilo riguroso, a veces mordaz pero sin ofender. Es un talento de periodista, un ejemplo para los más jóvenes. Y para rematar virtudes, es del Espanyol. Pero eso sólo es una anécdota. En el fondo subyace un profesional con una pluma angelical -en el mejor sentido de la expresión-, un articulista fino, un reportero que cuenta historias y un futuro blogger, si los señores de El País se dan cuenta de ello y le animan a abrir una bitácora.
Total, que cuelgo unos cuantos enlaces para saborearlo. También recomiendo algunos de sus libros, como Historias de Londres, Historias de Nueva York (lo leí durante mi último viaje a Roma y me encantó) o Historias del Calcio. Es un periodismo para sentarse y disfrutar, y para imaginar que más allá de las miseris de nuestra profesión, se esté arriba o se esté abajo, conviene no perder de vista las firmas que merecen la pena.
Para conocerle un poco más, aquí un par de entrevistas digitales, un con El País y otra con El Mundo.
Como ejemplo de reportaje, sirva este que publicó en El País sobre el 60 aniversario de la agencia Magnum. Sublime. Para hablar de fútbol, esta entrevista.
Y artículos publico dos que me parecen dos joyas. El primero sobre Totti, el jugador italiano de fútbol. El segundo titulado «Héroes de la patria»:
El País, 07.11.05
LA CUCHARA DE TOTTI
«Mo je faccio er cucchiaio», dijo Totti. Y a Maldini le sonó tan raro como a cualquier lector español. Luego, cuando el tótem milanista tradujo mentalmente del romanesco al italiano, la cosa le sonó aún más marciana. En aquellas circunstancias, los último que podía uno esperar era un ‘cucchiaio’ del romano más castizo desde Alberto Sordi. Maldini se quedó lívido.
Era el 29 de junio de 2000 y la semifinal Italia-Holanda del Europeo acababa de terminar en empate. Se jugaba en Holanda y los italianos, encerrados en el círculo central, hablaban de quién tiraba los penaltis. Di Biagio fue el primero en reconocer que la cosa imponía. «Francesco, yo tengo miedo», dijo. Y Francesco Totti, en su romanesco cerrado: «¿A quién se lo dices? ¿Has visto lo grande que es aquél?», resopló, señalando al portero Van der Saar. Di Biagio replicó: «Pues sí que me animas»…
Entonces llegó la frase inmortal: «Nun te preoccupá, mo je faccio er cucchiaio». O sea, «No te preocupes, yo le hago la cuchara».
El gran jefe Maldini tenía la oreja puesta y al cabo de unos segundos, cuando le comprendió, se dirigió con gran alarma hacia Totti. «Pero, ¿estás loco? Esto es una semifinal del Europeo». Pero Totti ya tenía la idea clavada entre ceja y ceja: «Que sí, que sí, que le hago la cuchara».
‘Er cucchiaio’, (‘la cuchara’), es la marca de fábrica del mejor futbolista italiano. Un toque suave, por debajo del balón, que eleva la trayectoria unos metros y luego la deposita en el suelo, dentro de la portería. Una de esas jugadas caprichosas que pueden hacerse cuando se gana por mucho y queda muy poco partido. Una burla amable al contrario y un guiño al público. Una broma, algo que no se hace en el momento más crucial del año.
Lo que pasa es que Totti es Totti. El capitán de la Roma tendría poco de qué hablar con Einstein, pero la inconsciencia le da a su juego el toque de locura y genio de los grandes idiotas del fútbol: Totti forma parte de la dinastía de Garrincha, Best, Gascoigne o Cassano. Con la ventaja de no ser cojo, ni alcohólico, ni paranoico.
Cuando le tocó lanzar a ‘Francé’ Totti, caminó hacia el punto de lanzamiento, miró a aquel portero holandés tan grande, se aproximó al cuero y lo acarició en el vientre. El balón partió en cámara lenta, como un globo de feria, hacia el centro del marco. Van der Saar, en cámara rápida, se había lanzado ya hacia un costado. Y el penalti entró como un suspiro, dulce, desmayado, con la miel de un beso y el ritmo preciso de un buen chiste.
Totti publicará el año próximo un manual de fútbol que se titulará, cómo no, ‘Mo je faccio er cucchiaio’. Será su tercera obra, tras las memorables ‘Los chistes sobre Totti contados por mí mismo’, y ‘Los nuevos chistes sobre Totti contados por mí mismo’. No los escribe él, pobrecito, pero en este caso no importa, porque los beneficios (una millonada) se destinan a beneficencia. Totti es, seguramente, el futbolista que más dinero ha aportado a obras de caridad, el que ha visitado más asilos y hospitales y el que más ha hecho por su ciudad.
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18 Noviembre 2007
Héroes de la patria
Enric González
El País del Domingo
Los políticos, los estadistas, los hombres de poder, suelen verse obligados a reprimir sus pulsiones más básicas. El 11 de julio de 1804, Alexander Hamilton y Aaron Burr vivieron un instante liberatorio.
Aaron Burr, héroe de la guerra de independencia y abogado prestigioso, era vicepresidente de Estados Unidos. Alexander Hamilton, también héroe militar y abogado, había sido ayudante de George Washington, primer secretario del Tesoro y fundador del Partido Federalista, la fuerza de oposición a los republicanos-demócratas de Burr y del presidente Thomas Jefferson. Talleyrand, el gran diplomático de la época, dijo que sólo Hamilton podía rivalizar con Napoleón.
Burr rebosaba amargura. En las elecciones presidenciales de 1800 obtuvo tantos compromisarios como Jefferson, pero la Cámara de Representantes, después de 36 votaciones y bajo la presión de Hamilton, decidió finalmente en su contra. Burr, condenado a una vicepresidencia inefectiva (Jefferson, por razones obvias, no quería ni verle), intentó ser elegido gobernador de Nueva York. Hamilton volvió a utilizar su poderosa influencia y Burr volvió a ser derrotado.
Ambos héroes de la patria se odiaban profundamente. Ambos héroes odiaban a Jefferson. Ambos héroes coqueteaban con la idea de romper la Unión, desgajando el noreste y Nueva York, mercantiles y anglófilos, y creando un nuevo país aliado con la antigua potencia colonial. Ambos se sentían marcados por el destino.
El 11 de julio de 1804, al amanecer, Hamilton y Burr se encontraron cara a cara en la orilla occidental del Hudson, frente a la costa sur de Manhattan. Cargaron las armas, apuntaron y dispararon casi al mismo tiempo. La bala de Hamilton pasó unos centímetros por encima de la cabeza de Burr. La bala de Burr se alojó en la columna vertebral de Hamilton, después de romperle el hígado. Fue una herida mortal. Política pura, libre de tabúes.
Burr tuvo que huir, por poco tiempo, a Filadelfia, donde recibió otra inspiración: su destino no era la presidencia del noreste, sino el imperio. Decidió crear una milicia personal, invadir México y Florida (colonia española), y absorber los territorios del sur y el oeste norteamericanos. Ése fue el plan que propuso al Gobierno británico y a su principal aliado, el gobernador de Luisiana, James Wilkinson.
Mientras se ajustaban algunos detalles, volvió a la recién fundada ciudad de Washington para concluir su vicepresidencia y presidir con impecable corrección el impeachment de Samuel Chase, miembro del Tribunal Supremo. En 1806 emprendió viaje hacia el sur con 60 soldados de fortuna para construir su imperio. El gobernador Wilkinson, sin embargo, le denunció. No por fidelidad a su país o a su presidente, sino por fidelidad a su sueldo: Wilkinson estaba en la nómina secreta del imperio español bajo el nombre de Agente 13.
Burr fue acusado de alta traición, juzgado y absuelto por razones técnicas: el testimonio de Wilkinson fue considerado insuficiente. Quizá el juez John Marshall tenía conocimiento del pluriempleo del gobernador.
Aaron Burr se trasladó a Europa, donde asistió al vendaval napoleónico. En 1812 regresó a Nueva York y volvió a dedicarse a la abogacía con moderado éxito. En los últimos años de su vida vio pasar su destino del brazo de otro hombre: el general y presidente Andrew Jackson, fundador del Partido Demócrata, semianalfabeto, inflexible, genocida, con dos balas alojadas en el cuerpo en recuerdo de dos antiguos duelos. Jackson fue el Napoleón americano. Y un presidente extraordinario, adoptado como modelo por gente tan distinta como John F. Kennedy y George W. Bush.
Aaron Burr murió el 14 de septiembre de 1836 en un hotel de Staten Island. Vivió una época de grandes transformaciones, grandes incertidumbres y grandes maniobras secretas. Dejó para la historia un solo momento, un solo gesto liberatorio: el disparo, en el campo del honor, contra su rival político.
Seguimos viendo sólo gestos. O fugaces intercambios verbales, de escasa potencia liberatoria, como el de una reciente cumbre americana. Los sueños napoleónicos, la talla de los héroes de la patria y los Wilkinson de turno se descubren con el tiempo, cuando ya no importan.
Duel. Thomas Fleming. Basic Books, 1999. 446 páginas.