Toledo
En su libro «Elogio y nostalgia de Toledo» (análogo al que Alfredo Juderías escribió sobre Sigüenza), el doctor Gregorio Marañón explica que fue Galdós quien le descubrió la ciudad imperial. Luego compró el cigarral de Menores en 1922 y pasó allí cuarenta años disfrutando de sus ratos tranquilos y sus tertulias científicas. En el prólogo de este libro, Marañón escribió: “En Toledo, en el retiro de los Cigarrales, en su soledad llena de profundas compañías, he sentido muchas veces, durante largos años, esa plenitud maravillosa escondida en lo íntimo de nuestro ser, que no es nada positivo sino más bien ausencia de otras cosas; pero una sola de cuyas gotas basta para colmar el resto de la vida, aunque la vida ya no sea buena. Se llama esa plenitud inefable, felicidad.”
Ayer volví por enésima vez a la capital de Castilla-La Mancha. Toledo es como un libro que has leído varias veces, pero nunca te cansas. Nunca se agota. Siempre apetece volver a sus páginas, a sus calles. En los cigarrales hay restaurantes y terrazas donde el cuerpo te pide una cerveza o un vino manchego, que ya los hay excelentes, como El Vínculo y Finca la Estacada. O el clásico Estola, que nunca falla. Si a cualquiera de ellos le añades una cecina de venado o un queso curado de los que sirven en «la ciudad de las tres culturas», la cosa pasa a mayores. Conviene volver a Toledo siempre. Conviene ir sin prisas. No a hacer gestiones, que es a lo que siempre vamos los de Guadalajara. Sino a pasear, aunque haya muchas cuestas. A perderse por sus travesías. A comer en sus restaurantes. Hay pocas ciudades monumentales que sigan conservando un aire de poblachón manchego (eso fue lo que dijo Azorín sobre Madrid) tan nítido como el que se respira en Toledo.
Por la noche contemplamos unas vistas de Toledo similares a las de esta fotografía, que no es mía, pero que podría serlo si ayer a última hora de la tarde hubiera llevado encima una cámara de fotos. En esta imagen la catedral no está iluminada. Ahora sí lo está, aunque no el alcázar. Es difícil describir la amplitud de luces, de pasajes que desprenden las vistas toledanas desde el cigarral de Caravantes o desde el Parador.
Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, cronista de Sigüenza y antiguo colaborador de Marañón, explica que «muchos se morían a gusto porque les había visitado Marañón». Cobraba 3.000 pesetas por una consulta y podía llegar a las 10.000 en caso de desplazamiento. Era mucho dinero en los años cincuenta. Según Juan Antonio, «arañón era cordial, accesible. A las 8 en punto que entraba yo estaba allí y a las 3 estaba allí también para despedirle. Él me daba 7.000 pesetas como ayudante de cátedra, que obligaba estar al tanto de la gente, saber quien iba o quien no con objeto de luego darle la matricula». Después, los fines de semana, se iba a Toledo. A descansar. A respirar sobre las aguas del Tajo. Su hijo, Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, es ahora presidente de la Real Fundación de Toledo. Y lucha por la conservación de la ciudad. Habla de una época de «decadencia». De agravios al patrimonio. De falta de sensibilidad. De un urbanismo desaforado. Quizá para comprobar todo ello, o para refutarlo, conviene regresar a Toledo y seguir los pasos de estos versos de Garcisalo que vienen muy a cuento:
Más a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda,
testigos limpios de ánimo inocente,
que la curiosidad del elocuente.