La Garlopa Diaria

13 febrero 2008

CRÍTICA Y AUTOCRÍTICA DEL PERIODISMO. La Asociación de la Prensa de Sevilla ha hecho unas reflexiones interesantes sobre la profesión, una crítica y autocrítica que copio aquí como catecismo de nuestro trabajo:

«La profesión periodística pasa por momentos de confusión y desconcierto. Es un hecho que el periodismo recibe la valoración más baja en muchos años por parte de la opinión pública. Diferentes sondeos de opinión señalan que el descrédito de nuestra profesión evoluciona parejo al de la actividad política y ese dato debería hacernos reflexionar.

Tal vez ha llegado el momento de marcar distancias del poder, tanto de los que los ostenta como de los que lo pretenden conseguir, muchas veces usándonos de la forma más burda. Hechos recientes como el montaje de una supuesta información en el aeropuerto de Barajas deberían sonrojar y provocar el rechazo de todos los periodistas, de la misma manera que pedimos que lo hagan otros profesionales en cuyo seno se producen corruptelas. Por razones éticas y por razones prácticas. Porque si algo tenemos claro los periodistas es que nuestra independencia es la única garantía de futuro para esta profesión.

Entregar la independencia es renunciar a la credibilidad y sin credibilidad somos perfectamente prescindibles. Sin caer en catastrofismos, en ese camino andamos y tenemos infinidad de síntomas que nos indican que estamos dilapidando la credibilidad como consecuencia de la renuncia a la defensa de la independencia y porque en nuestro trabajo empiezan a predominar otros criterios sobre los meramente periodísticos.

E independencia por razones éticas: la más elemental norma del periodismo nos compromete, antes que nada, con nuestros lectores, oyentes o espectadores. A ellos nos debemos por encima de otros intereses y si les fallamos a ellos, echaremos por tierra el contrato social que nos señala como depositarios de un derecho, la libertad de información y expresión, del que sólo ellos son titulares.

A ellos les debemos la veracidad de la información, la separación clara entre la opinión y las noticias, el respeto de los derechos humanos y el compromiso con la igualdad. Únicamente a ellos les debemos la obligación de facilitarles todos los elementos básicos para que puedan comprender un hecho, evitar el amarillismo, no forzar, no manipular, no tergiversar, las informaciones.

A las fuentes les debemos la discreción, cuando la pidan, y la fidelidad en la transmisión de los datos. Pero no la obediencia, ni el sometimiento, ni mucho menos, el miedo.

El malestar con los medios no es sólo evidente en la sociedad. Los propios profesionales son presa de un descontento no siempre expresado, de un desconcierto sobre sus funciones que no se registra desde las peores épocas de la dictadura. Tal vez la sociedad no lo sepa, pero sí lo sabemos quienes hablamos con los compañeros y percibimos sus inquietudes. No hace mucho, el responsable de una sección informativa me confesaba que entre los intereses de su editor, los fantasmas y manías de su director, sus propios miedos e inseguridades y la inmadurez profesional de sus redactores, muchos en precario, en lo que menos pensaba a la hora de planificar los contenidos era en sus lectores.

¿Para quién hacemos, entonces, los periódicos, los informativos de radio, de televisión y las páginas web? ¿Para nosotros mismos? ¿Para relleno de los espacios que deja libre la publicidad?

A pesar de la amplitud del problema y de la percepción generalizada del mismo, no va a ser fácil poner de acuerdo a los profesionales sobre las causas, consecuencias y propuestas de mejora. Pero la dificultad no hace más que poner de manifiesto, antes que nada, la necesidad de llevar a cabo este esfuerzo de las organizaciones para identificar el origen de la baja calidad de la información, el malestar que afecta a los profesionales y la falta de horizonte, de seguir en esta situación. Por tanto, habría que promover un debate en el seno de la profesión y elaborar criterios que permitan alejarse de las prácticas más perniciosas y hacerlo con la mayor unidad posible. Es urgente.

Dos de las primeras cuestiones que surgen en el análisis de la situación son la progresiva institucionalización del proceso de elaboración de la información y el alineamiento que sufren los profesionales arrastrados por la preocupante y descarada apuesta política de los grupos de comunicación más importantes del país. El «periodismo de trinchera», que confunde información con intereses, tan en boga, tiene para esta profesión el mismo efecto que lanzar piedras contra el propio tejado.

Los que creemos en el periodismo no podemos más que denunciar esa utilización espuria de los medios y proclamar a quien quiera oírlo que quien emplea el insulto, la mentira o las verdades a medias no son periodistas, aunque escriban en un periódico, hablen por la radio o salgan en televisión, o incluso tengan el carné de periodista en la cartera. Abominamos de ellos tanto como lo haría cualquier ciudadano honesto. Bajo la piel de periodista, como bajo la piel de arquitecto, abogado o maestro, se puede esconder cualquier desaprensivo.

El llamado «periodismo de trinchera» se ha extendido como una plaga y eso es algo que el público ha asumido como uno de los grandes males de los actuales medios, junto a la inundación de programas que frivolizan valores tan elementales del periodismo como la veracidad y el respeto por la intimidad de las personas.

A la tradicional concentración de medios y su apuesta por intereses económicos, se une ahora una alarmante participación en la contienda política, lo que revierte en una utilización indisimulada de la información y de los profesionales.

Las instituciones -no sólo las políticas, también las empresas, los sindicatos y cualquier entidad que quiera asomarse a los medios- tratan de hacer girar a su alrededor la mayor parte de la supuesta información. Ellos marcan la agenda, controlan y racionan la información e incluso tratan con diferente rasero a los profesionales en función del medio para el que trabajan.

Enorme cantidad de convocatorias, notas de prensa, comunicados, canutazos… inundan de supuesta información la agenda de los medios de comunicación. Eso centra buena parte de la preocupación de los profesionales, que se manifiestan desbordados y a la vez cómodos con el hecho de que el trabajo les salga al encuentro. Las ruedas de prensa sin preguntas, que han provocado malestar en determinados sectores de la profesión, no son más que el extremo de ese fenómeno que consiste en la institucionalización de las noticias: puesto que son los detentadores de la información quienes la administran a su antojo, también se creen con derecho a racionar el caudal según sus intereses.

Muchas veces, que haya o no preguntas es secundario porque, incluso habiéndolas, son ellos los que tienen la iniciativa de qué toca hablar en cada momento. Deciden cuándo y cuánto conviene hablar de un asunto. La lucha para que se nos deje preguntar es importante porque simboliza hasta qué punto estamos perdiendo la iniciativa en manos del poder. Los periodistas estamos acostumbrados a que todos acudan a los medios a servirse de ellos para sus intereses, ya sean políticos, económicos o incluso altruistas. Lo que no podemos admitir es que encima se nos quiera amordazar cuando intentamos indagar por nuestra cuenta.

El mal no procede sólo de los detentadores de la información. El periodista se ha vuelto acomodaticio y ha llegado a olvidar otras formas de ejercicio de la profesión que no sea el acudir a las ruedas de prensa, recoger declaraciones o extractar notas de prensa. Los contenidos de los medios se ven así condicionados por el calendario que elabora el gabinete de comunicación o de imagen y se ha impuesto en las administraciones el principio de que dar información a la prensa es una traición a la institución, siempre que no sea una loa.

Instituciones son las que mandan y las que aspiran a mandar, del ámbito público y del privado, que entienden a los periodistas y a los medios de comunicación como vehículos -instrumentos propagandísticos inevitables, indeseables muchas veces, de los que si pudieran prescindirían- para llegar a la ciudadanía. Poco menos que lacayos a su servicio.

La información para casi todos ellos no es un derecho elemental de los ciudadanos, sino una prerrogativa que se atribuyen en función de sus intereses del momento. Y la transparencia no es una condición sin la cual la democracia pierde todas sus cualidades, sino una amenaza que se sacuden porque creen que detrás se encuentra el abismo por el que caerán sus aspiraciones de poder o su ambición. En esta dinámica han caído instituciones y organismos de todos los colores políticos, empresas y hasta organizaciones que se titulan sin ánimo de lucro.

La consecuencia es el olvido de que la demanda de información nace de la sociedad. No de las instituciones, ni de los periodistas, ni de los medios. Por obvio, se olvida con demasiada frecuencia -sobre todo a los profesionales- que el periodista no es más que el depositario de un derecho de los ciudadanos. La vanidad del profesional, tan vieja compañera de este oficio, y los intereses de las fuentes y de las empresas periodísticas se alían aquí para engendrar la situación actual.

Existe una fuerte demanda social de información, pero la respuesta de los profesionales es la mera trascripción de opiniones y datos elaborados por gabinetes especializados en adulterar la realidad, adaptarla a sus intereses, maquillar resultados y soslayar inconvenientes. La demostración del control que ejercen sobre la información es que cualquier demanda de datos debe ser canalizada por los gabinetes y que ningún técnico está autorizado ni siquiera a hablar con los informadores.

Sería interesante que las organizaciones profesionales promoviesen un análisis sobre cómo la información es manipulada a lo largo de los canales antes de llegar a manos de los periodistas. Caerían muchos velos sobre la llamada sociedad de la información y la ciudadanía en las sociedades democráticas.

A esa confluencia de intereses se une el alineamiento de las empresas de comunicación, convertidas con demasiada frecuencia en trincheras desde las que el periodista tiene más obligación de disparar contra el adversario político del editor que de informar a su público.

Autocrítica

Si hasta aquí el análisis de la situación se ha centrado en el sistema impuesto a los medios de comunicación por las instituciones y las empresas, en las siguientes líneas es necesario asumir la parte de culpa que tienen los profesionales de este estado de cosas. Porque el predominio de las ruedas de prensa -con o sin preguntas- la sustitución de la información a requerimiento de los informadores por convocatorias públicas y las trabas del acceso a la información son consecuencias inevitables de la pérdida de la iniciativa por parte de los profesionales.

El problema no es sólo la fuerza de las instituciones sino también la pasividad de los profesionales. Nos encontramos ante una rendición de los periodistas, una renuncia a tener la iniciativa. La información (y el interés del público) sigue estando en la calle, un lugar que el periodista ya no pisa porque no tiene tiempo atrapado por la maquinaria «comunicativa» en marcha. El resultado, entre nuestra incuria y el predominio de las instituciones públicas y privadas es la información precocinada, dispuesta en asépticas bandejas en estanterías de supermercado, lista para llevar. Eso facilita el trabajo a los profesionales, pero adultera el producto.

Yerran los profesionales que creen que el público no se entera, que da por bueno lo que consume: nunca como ahora ha estado tan desprestigiada la profesión. El «ruido» adultera los contenidos hasta el extremo de hacer irreconocible la información veraz de la propaganda. El público lo percibe, consciente o inconscientemente, y de ahí procede gran parte del desprestigio profesional.

En demasiadas ocasiones, los profesionales olvidan que las reglas de oro del periodismo son contrastar las informaciones, exponer todos los datos posibles sobre lo sucedido (los que avalen una teoría y los que la contradigan), el secreto sobre las fuentes, el respeto por el ámbito privado de las personas, deslindar información y opinión… La libertad de expresión no es una licencia para insultar ni denigrar a nadie, sino para exponer los datos que ayuden a sacar conclusiones sobre lo ocurrido. Sería bueno que las asociaciones dedicaran esfuerzos a difundir el código deontológico de la profesión periodística.

En este sentido, cualquier propuesta que pretenda mejorar la situación no puede limitarse a pedir otro comportamiento de las instituciones, que abandonen la patrimonialización de la información, que sean transparentes y respeten el trabajo y la independencia de los profesionales. Antes que nada, es necesario llevar a cabo un debate a fondo en el seno de la profesión para asumir los errores de complacencia y pasividad, retornar al espíritu crítico que ha de impregnar el periodismo y a las normas elementales de deontología profesional.

Propuestas

A la profesión:

– Abrir un debate sobre estas cuestiones en nuestra web;
– Plantearnos una serie de charlas con profesionales de los medios y del área de la formación profesional;
– Trasladar la preocupación al conjunto de los organizaciones profesionales;
– Presencia en la revista de la Asociación de la Prensa de Madrid.

A las instituciones:

– Exponerles nuestra preocupación por los aspectos que, de esta reflexión, les corresponden;
– Plantearles la regulación en sentido abierto y positivo del derecho de los profesionales a recibir una información completa sobre los asuntos que les requieran;
– Exigirles la no limitación de los profesionales al acceso a los funcionarios y que éstos no se vean sometidos a represalias por responderles;
– Pedirles que separen la información de índole técnica y general de la responsabilidad de los directivos políticos de las administraciones.

A las empresas periodísticas:

– Exigirles nuestro derecho profesional sobre la información que se publica;
– Plantearles la regulación de los comités de redacción y su derecho a participar en el proceso de análisis de los conflictos que se presenten».