Oriana Fallaci
Hay personajes que son fascinantes incluso después de morir. Oriana Fallaci fue, según cuentan los que la conocieron, una mujer potente, una periodista apasionada y una entrevistadora excelente. Un torbellino, en suma. Esa es la imagen que proyectaba. Siempre arrancó de la gente unas filias y fobias elevadas a la enésima potencia. Nunca apostó por la equidistancia. Tampoco por las medias tintas. Iba al grano. Era directa, mordaz, incisiva. Adolecía de paciencia. Y llevó a la práctica hasta su fallecimiento aquel viejo aforismo de nuestros maestros: el encefalograma plano es el cáncer del periodista. O sea, que no está permitido ser indiferente.
La Fallaci, guste o no, marcó una época en el periodismo occidental contemporáneo. Consiguió acceder a los principales líderes del mundo de la segunda mitad del siglo XX y les sacó todo el jugo que supo. A todos. A Kissinger, Willy Brand, Indira Gandhi, Gadafi, el sha de Persia, Jomeini o Golda Meier. Esgrimió preguntas corrosivas, directas, algunas hirientes, pero siempre con una desgarradora pasión por su oficio. Con su vida acabó un tumor que sufría desde 1993. Tenía 76 años cuando perdió la vida en su ciudad natal, Florencia. Durante sus últimos años vivió en Nueva York. Condenada en 1977 a cuatro meses de prisión por no revelar su fuente informativa en el caso del asesinato de Pier Paolo Pasolini, escribió 11 libros traducidos a 10 idiomas. Llevaba años luchando contra el cáncer, que ella llamaba «el otro», y que decía que lo contrajo al respirar la nube negra en Kuwait, durante la guerra del Golfo, en 1991. A pesar de la enfermedad, no quiso interrumpir la traducción de su libro Inshallah, rodeado de polémica, que sería solo el preludio de las que generó «La rabia y el orgullo», basado en un artículo que publicó tras los atentados del 11-S de Estados Unidos. El propio Corriere della Sera, periódico en el que Fallaci cuajó lo más granado de su carrera, calificó este libro y los siguientes, del mismo corte, como “panfletos antiislámicos”. A raíz del 11-S, desarrolló un odio atroz contra el mundo musulmán. Y murió convencida de que el planeta no se libraría de la tiranía hasta acabar con los hijos de la media luna. Esta última etapa quizá oscureció demasiado su impresionante trayectoria en el periodismo.
Los italianos creían que la última aparición en televisión de su amada y odiada Fallaci fue en 1992, en una entrevista para la TG1. Pero no fue así. Unas grabaciones en Youtube han rescatado una entrevista que le hizo en 2006, poco antes de morir, el periodista norteamericano Charlie Rose. En esas imágenes aparece una Fallaci vencida por el cáncer. Avejentada. Anciana. Con los ojos hundidos. Con arrugas. Y con un semblante que quiere emular al ciclón de mujer que había sido. Recordaba el verso de Gil de Biedma: «Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma. Envejecer, morir, es el único argumento de la obra». Corriere ha comparado estas imágenes, una exhibición de su decrepitud, con la foto que le hizo Francesco Scavullo en 1979 y que ella siempre había lucido. En esa imagen Fallaci muestra un gesto contenido de rabia y, a la vez, de pretendida reflexión. Entonces sus ojos no estaban hundidos. Brillaban como dos platos. Su expresión denotaba firmeza y ganas de vivir. La Fallaci siempre dominó la escena allí donde trabajó. No sólo en la prensa escrita.
La aparición de estas imágenes ha sobresaltado a la prensa italiana. Un país, eso sí, que necesita poca mecha para aparcar la rutina. Onetti dejó escrito que “sólo tienen derecho a la existencia las palabras que son mejores que el silencio”. Las últimas palabras de Fallaci fueron abruptas, pero no inesperadas. Quizá se escoró demasiado. En todo caso, su ejecutoria merece ser conocida por todos los periodistas que aún somos unos imberbes. Aunque sólo sea para criticarla. Pero merece la pena leer sus artículos y, como decía Onetti, que sus palabras existan.
Manu Leguineche compartió con ella crónicas de guerra, pérdidas de nervios y alguna juerga. Fueron amigos. Amigos en la medida en que pueden serlo dos personas que comparten inquietudes y mucho coraje frente a lo que un periodista está obligado a vivir, y a sufrir, en un conflicto internacional. En su libro El Club de los Faltos de Cariño, el periodista vasco dedicó un epígrafe entero a su compañera:
“Oriana Fallaci está que trina con el Islam. Sostiene que Europa se ha convertido en una colonia de Mahoma y Ben Laden. “El único arte en el que se han distinguido siempre los hijos de Alá es en el arte de invadir, conquistar, someter”. La vieja (y difícil) amiga aprovecha su talento panfletario para lanzar una carga tras otra contra los musulmanes. Los hace responsables de todo lo malo. Oriana, que vive en el “autoexilio de Manhattan”, donde lucha contra el cáncer, nunca abandona su presa. Una mujer llena de energía y talento que nunca abandona su presa. En una ocasión, en Vietnam, los del servicio de relaciones públicas del ejército nos advirtieron que cargáramos en el macuto raciones C y botellas de agua porque llegados a un punto les resultaría imposible recibir suministro oficial. Con su carácter habitual, Oriana rechazó el consejo:
-Yo no llevo nada, y cuando digo nada es nada.
Lo que temíamos ocurrió. Se cortó el abastecimiento. Nosotros nos apañamos con las reservas mientras que Oriana Fallaci se quedó a dos velas, atrincherada en su orgullo y su testarudez. Hicimos una colecta y la periodista florentina pudo alimentarse. He visto a pocos reporteros ir al objetivo con tanta determinación con que ella lo hacía. Para un tímido irrecuperable como yo, aquella fuerza de un ser tan menudo y de frágil apariencia, aquel desparpajo, aquella habilidad de anguila, aquella sangre fría para hacer las preguntas más insospechadas y directas al grano, me tenían conmovido. La hirieron en la plaza de la Tres Culturas de México. Fue amiga del Vietcong, que le dejó entrar en el norte. En Nueva Delhi la vi llevar un ramo de flores, día tras día, a la residencia de Indira Gandhi, hasta que la primera ministra sucumbió a su insistencia. La vi utilizar toda clase de artes para lograr lo que se proponía. Superó un cáncer. El no por respuesta no estaba hecho para ella, correo para la resistencia italiana al final de la Segunda Guerra.
A su hermana Paola, periodista como ella, le prohibió que utilizara el mismo apellido. Era (es) agnóstica y agnóstica supersticiosa, implacable en sus juicios: “muchachos, dejadlo, nos dijo en el vestíbulo de nuestro hotel de Calcuta, estás en la página perdida, la 36 por ejemplo. Esto de Bangladesh ya no interesa a nadie”.
¿Crees que me he merecido el premio Nóbel de Literatura? me preguntó una noche. “Desde luego que sí, te lo has ganado”, repuse. Cuanto mayor es el peligro mayor es la gloria, decía Errol Flynn. En cuanto se esfuma el peligro esto es como ir a la oficina.
“Desde luego que te lo has ganado” repuse. De verdad, lo creía a pie juntillas, por su pulso narrativo, su capacidad irónica, su acerba descripción de las tragedias de nuestro tiempo, su instinto para captar las debilidades de los grandes, para sorprenderles con la guardia baja, para acentuar con su pluma-bisturí las contradicciones y paradojas de la condición humana. “¿Sabes que en la universidades de periodismo norteamericanas estudian el Fallaci style?”. El uso, contraindicado en esas academias, de la primera persona, del estilo subjetivo. Aquel mediodía que unos jóvenes pilotos survietnamitas bombardearon en lo que semejaba un intento de golpe de Estado el palacio del presidente Van Thies, en el centro de Saigón, me di de bruces con ella cuando se dirigía a paso ligero a su hotel, el Majestic, junto a la ría de la capital. “Vamos a la France Presse, dije, comprobaremos si esto va en serio”. El bombardeo había cesado. Entramos en la oficina de la agencia francesa situada junto a la catedral católica, al lado de la plaza John Kennedy. Al fondo, sentado en su despacho, en esos instantes de nerviosismo que suceden a unos acontecimientos, con datos contradictorios, urgido por la necesidad de lanzar el flash, el ‘bulletin’, el corresponsal jefe la vio llegar y estalló en ira homérica. Se puso en pie, la señaló con el dedo índice y gritó: “Out, Orian, out”. Fuera ahora mismo. Fuera. Oriana, que había sido amante del anterior corresponsal en jefe que la enseñó el lenguaje, la cadencia de los porteros, la distinción entre las diversas armas y sus características, agachó la cabeza y salió a la calle. Era a partes iguales admirada por su talento (y sus trucos narrativos) y temida por su volcánico temperamento,
Su fama llegó tan lejos por sus entrevistas con la historia que un día, poco después del escándalo de Kissinger que la acusó de haberse inventado el texto, me confesó que ya nadie quería recibirla. “Se han terminado las entrevistas para mi”, me dijo.
En Atenas, durante unas elecciones entrevisté a Lady Amalia Fleming, la griega y viuda del descubridor de la penicilina. Le pregunté, ingenuo de mí, si había leído “Un hombre”, el libro de Oriana sobe el resistente Nikos Panagulis, que fue su amante. “Si vuelve a pronunciar ese nombre, tronó Lady Amalia, haré que abandone de inmediato mi casa”.
Así es Oriana. Emprendió una cruzada personal contra el peligro islamista. Cargó contra la Iglesia, los gobiernos, las personas a las que acusó de contemporizar con el enemigo. Desmesurada, visceral, incontrolable el vendaval Oriana.
Tenía como recuerdo unos manteles que me compró poco antes de la caída-liberación de Saigón. La piastra se había derrumbado,de tal modo que costaron muy poco. Eran manteles blancos con rosas rojas bordadas a mano. Se las llevó una mucama al desvalijarme la casa. Pensé alguna vez abordarla en la calle para ofrecerle un trato: “De todo lo que se ha llevado devuélvame los manteles vietnamitas. Se las pagaré bien Es el recuerdo de una amiga”.