Ángel González
Esta mañana, mientras me duchaba, he escuchado en la radio que ha muerto en la madrugada Ángel González. Y me he quedado triste. Que un poeta muera en la madrugada tiene su punto de romanticismo, pero no deja de ser una funesta noticia para la cultura de este país. El primer libro que leí de Ángel González fue Otoño y otras luces. Lo compré en esa librería grande, cuyo nombre no recuerdo, que tiene Santander en uno de sus céntricos paseos. Era un viaje con unos amigos. Mientras ellos regresaban a Madrid (su autobús salía antes que el mío), a mí me quedaron tres horas muertas para empezar la vuelta a mi casa, que entonces estaba en Barcelona. Andaba cansado de la juerga del día anterior, pero me fui a dar una vuelta. Compré una docena de periódicos, entre ellos el Diario Montañés, el Alerta y hasta el Diario Palentino (no sé por qué me hice con él en el kiosco, creo que me atrajo su especial de fiestas de San Antolín). Más tarde entré en aquella librería formidable, que tiene dos o tres pisos, y acabé comprando el poemario de Ángel González. Entonces yo era más joven (todavía) y no había oído hablar mucho de este hombre. Pero me interesó. Y me alegro de ello. Fue una revelación. Me encantó. Me senté en una terraza, pedí una cerveza y engullí sus versos en apenas media hora. Es un libro finito, pero profundo.
Después he seguido sus libros, sus artículos y las entrevistas que concedió a la prensa. Era, es, mi poeta favorito después de Machado. Por su claridad, su sencillez y su hondura. Además fue un hombre progresista, en el más amplio sentido del término. Un tipo humilde, cuentan los que le conocieron. Y me ha pasado como con Buero: me quedo con las ganas de haberle hecho una entrevista.