Recuerdo que tuve un profesor de Publicidad, hace unos años, que dirigía una agencia y planteaba siempre en clase debates vivos sobre el periodismo y la publicidad. Un día, discutiendo sobre el consumismo, nos enzarzamos cariñosamente. Yo, ingenuo de mí, decía que esas masas de compradores en los grandes centros comerciales era la imagen paradigmática del atontamiento general. Tiempos revolucionarios y de botellones en Argüelles, aquellos míos. Me acuerdo que él contestó: «¿Y por qué hay que coartar la felicidad de la gente que se siente a gusto comprando en un centro comercial? ¿Qué hay de malo en eso? Si después de estar toda la semana, todo el mes, toda la vida trabajando, la gente no va a poder gastarse el dinero en lo que quiera y como quiera, ¿entonces, qué les queda?»
Me quedé de piedra. Tengo retenida su respuesta. Y acabé dándole la razón.
La vida está hecha de «raticos», decía Pepe el Vinagre a Manu y Reverte en Garrucha. Hay millones de personas que encuentran la felicidad agotando la visa en decenas de compras. Conviene no dogmatizar determinados asuntos que afectan a la piel de la gente. Me viene todo esto a la memoria al ver las colas en Guadalajara para entrar en El Corte Inglés. Estoy hablando desde un punto de vista personal porque, económicamente, está claro que la llegada de una marca como ésta crea empleo, dinamiza la economía local y actúa de revulsivo para el comercio local.
Sociológicamente, es otra cosa. Es posible que, para muchas personas, entre las que me incluyo, el ideal de felicidad no sea pasar un día o una tarde en un centro comercial. Lo que no tiene sentido tampoco es situarse, como a veces hacen algunos intelectuales en público, en un pedestal que poco o nada tiene que ver con la realidad.
Allá cada cual administrando su felicidad. O al menos dejemos que cada uno la busque como quiera.