Cuestión de principios
Enric González
El País, 21.10.07
El martini es la invención americana de mayor perfección estética. Se trata de una bebida de origen incierto, canon estricto e infinitos matices. Exige principios, educación y criterio. Un escritor australiano, Frank Moorhouse, ha dedicado parte de su vida a compilar un tratado exhaustivo sobre este artefacto fugaz y esencial. Moorhouse posee una erudición extraordinaria y una original capacidad opinativa, demostrada, por ejemplo, en un pasaje en el que, muy de paso, habla de su bisexualidad y la desaconseja al lector, sugiriendo que constituye un hábito fatigoso y menos divertido de lo que parece. Con sus propias palabras: «Ni se le ocurra intentarlo».
La fórmula del martini es sencilla: ginebra y vermut seco, con oliva o rizo de limón. El uso de vodka en lugar de ginebra es aceptado por la mayoría de los expertos. En cuanto a agitarlo o removerlo, ambas opciones son escolásticas. Sin entrar en consideraciones químicas, agitado se enfría más, y revuelto, menos. Ni siquiera James Bond tiene una opinión fija al respecto: suele tomarlo agitado («shaken, not stirren»), pero en Sólo se vive dos veces lo pide «stirren, not shaken».
Las proporciones constituyen un asunto personal, sobre el que se puede opinar, pero no discutir. A finales del siglo XIX tendían a ser mitad y mitad. En la conferencia de Teherán, Roosevelt sirvió a Stalin y Churchill un martini sucio (con unas gotas de agua de oliva), en proporción de dos a uno. El mariscal Montgomery, que sólo entraba en batalla si disponía de una superioridad abrumadora, lo preparaba en 15-1. Luis Buñuel se limitaba a acercar a la coctelera una botella de vermut. En general, los estudiosos recomiendan 5-1 o 6-1.
Las polémicas en la materia son inagotables. ¿Cuántas olivas? ¿Se comen? ¿Antes, durante, después? ¿Qué se hace con el hueso si no son rellenas de pimiento? En un club londinense, una de las pruebas de admisión consiste en consumir un martini con una oliva. Quien comete cualquiera de las groserías posibles (dejar el hueso en un cenicero, ocultarlo con una servilleta) sufre el veto. La única opción caballerosa consiste en tragárselo.
Cada aficionado tiene su arquetipo. Personalmente, soy de Plymouth y Noilly Prat, 6-1, sin ensuciar, agitado, servido en copa pequeña (hablamos de copa de martini, aunque en el Harry’s de Venecia, por razones confusas, utilicen vasitos) y llena hasta el borde, con una oliva ensartada en un mondadientes (el artefacto necesita un eje) y consumido sobre una barra de madera vieja (cuestión de luz). Dos unidades son la cantidad razonable: más allá se cae en el romanticismo. Como con cualquier otra bebida alcohólica, las llaves del coche deben encontrarse a una distancia disuasoria. Idealmente, en otra ciudad.
El martini requiere criterio. El criterio requiere opinión. La opinión requiere reflexión. Y la reflexión requiere escepticismo. Un bebedor de martini no se cree cualquier cosa que lee en su periódico: sabe que los periódicos, como las salchichas, llevan de todo, y no conviene estar presente cuando se elaboran. Tampoco cree, por supuesto, todo lo que dice el gobierno, sea del partido al que vota, del partido al que odia, o ambas cosas. Por supuesto, para mantener una mínima distancia intelectual ante los mensajes interesados (incluso los consejos maternos lo son) no es imprescindible la coctelera.
Un correcto bebedor de martini respeta los cánones, pero soporta mal los tópicos. Puede ser de izquierdas y no tragarse lo de que la derecha española es la más impresentable de Europa: mientras por todo el continente se agita la xenofobia contra el inmigrante, el pobre Rajoy sólo agita una bandera española. Puede ser progresista y horrorizarse ante palabras como «eutanasia». Puede ser socialista y espantarse con el gobierno, por razones demasiado numerosas para citarlas aquí. Puede aceptar el mercado sin olvidar que es sólo un mecanismo de atribución de precios. Puede aborrecer el sectarismo y confiar, sin embargo (el martini insufla optimismo), en que EL PAÍS siga siendo de izquierdas. Puede ser ateo y considerar que los obispos, a veces, tienen razón: a mí me pasa, sobre todo si tomo una tercera copa.
Casi nadie lee completos los textos de un periódico. En realidad no hace falta, salvo si los firma Sol Gallego-Díaz. Llegados a este momento íntimo, resta decir que esta columna, mientras dure, hablará de libros de escasa difusión e interés limitado: culturilla excéntrica en tres minutos. Un diario es, sobre todo, un negocio. Secundariamente, es un instrumento de poder. En ocasiones funciona también como servicio al lector. –
Martini, a memoir. Frank Moorhouse. Knopf, 2005. 240 páginas.