La Garlopa Diaria

18 septiembre 2007

Anoche estuve en Radio Madrid, un edificio gélido por fuera y cálido por dentro, para pasarle un par de entradas a un amigo del concierto de Serrat y Sabina en el palacio de los deportes. No podré ir. Esta mañana salgo de viaje para Barcelona y estaré el fin de semana cerca de los Pirineos, pero ya he sacado entradas para la actuación que los dos maestros harán el domingo en Lleida en un recinto que tiene nombre de guerra: Gurugú.

Como está justo enfrente, luego me fui a la Casa del Libro. Me gusta andar por Madrid cuando tengo cinco minutos libres. En lugar de bajarme en Gran Vía, lo hice en Banco de España y subí por la calle Alcalá hasta la SER. Cuando llegué a esta ciudad hace cinco años caminaba durante horas solo buscando una librería y un bar con buenas tapas. Después me llevaba a los amigos. Ahora, cuando alguien me pregunta por qué conozco tan bien Madrid, aunque no sea mi ciudad natal, siempre les digo lo mismo: porque me la he pateado solo. Para ir a cenar o salir de copas es preferible estar acompañado, pero para conocer una ciudad, mejor hacerlo solo. Es un placer de la vida bajar desde Moncloa hasta Callao por Princesa. Visitar a los viejos y encantadores gruñones de la calle Libreros. Entrar a Fuentetaja, en San Bernardo, para llevarte un ejemplar raro. O caminar por Arenal, ahora que la han dejado peatonal, hasta Ópera. Las anchoas del restaurante que está enfrente del teatro no tienen precio.

Las calles de Madrid me producen una sensación de soledad voluntaria que recomiendo a todo el que sea nervioso y a los que no, también. Es la sensación más parecida a la libertad que conozco. Eso y hacer el amor, claro.

Ayer, después de estar trabajando delante del ordenador desde bien temprano, aproveché la excusa de las entradas de mi amigo para practicar dos de mis aficiones favoritas: zambullirme en una librería y tomar luego unos vinos. Sin embargo, me encontré con dos decepciones.

Cuando entré a la Casa del Libro me fui a las estanterías donde antes tenían todas las revistas literarias, algunas extraordinarias. Me gusta hojear la de Armas Marcelo o aquella gruesa de política que editaba Antonio Fontán. Incluso la Revista de Occidente o una estupenda que sacaba a la calle (supongo que lo seguirá haciendo) la editorial Renacimiento de Sevilla. Pero yo la que me llevaba siempre es Ínsula, de Víctor García de la Concha, que costaba unas mil pesetas. Cuando algunos de mis amigos, sobre todo aquellos que no les gusta leer, veían hace siete o ocho años que me gastaba más de mil pesetas en una revista me tomaban por un chiflado o un degenarado. Bueno, pues el caso es que ayer esas revistas no estaban. Las habían cambiado de sitio y no logré encontrarlas. Me parece un atentado a la cultura. ¿Alguien podría decirle a los imberbes responsables de esta librería que el lugar sagrado de los libros y revistas no se toca como si fueran cosméticos o congelados?

Y para colmo, el bar donde solía tomar mis cañas ha cerrado y se ha reconvertido en un Mango o algo así. Se llamaba La Oficina y estaba muy cerca de Sol. Cuando quedaba con mis amigos en la estatua del oso y el madroño solía esperarles en este sitio. Hacían los mejores boquerones en vinagre del centro de Madrid y tenía una barra alargada y espaciosa donde podías sentarte a beber una cerveza sin que nadie te la tirara al rozarte. Ahora ha desaparecido.

Así que como no encontré ni las revistas ni las cañas que tomaba cuando llegué a esta ciudad, decidí echar un vistazo al último libro de Labordeta y comprar un mapa de carreteras, que este fin de semana nos vendrá muy bien. Y me marché a casa a cenar un poco decepcionado.

Alguien debería cuidar los espacios sagrados de nuestra propia historia.