El sociólogo británico Anthony Giddens ha publicado este domingo un interesante artículo en El País en el que pide «modernizar la izquierda». Sus tesis no son nuevas. Lleva más de una década defendiéndolas, justo cuando ayudó a Blair a llegar al 10 de Downing Street. Hay una parte en su artículo que sí me parece novedosa: Giddens acepta que todavía hoy sigue vigente la división entre derecha e izquierda. Y lo basa en cuatro conceptos: «Una persona de izquierdas cree en el progresismo -que podemos influir en la historia para mejorarla-, la solidaridad -una sociedad en la que nadie se queda fuera-, la igualdad -reducir las desigualdades es beneficioso para toda la sociedad-, la necesidad de proteger a los más vulnerables y la idea de que para lograr esos objetivos son necesarios el Estado y otras instituciones públicas».
Este argumento es un paso adelante en los ideólogos del pensamiento único. No obstante, Giddens enfatiza la divergencia entre modernización y conservadurismo. Su teoría es que no toda la derecha es conservadora ni vieja, ni tampoco toda la izquierda resulta moderna. Y pone como ejemplo a Sarkozy, que en su opinión representa a la derecha más avanzada de Europa. Por otra parte, a la izquierda le pesa la ortodoxia y reclama un proceso de modernización: derribando tópicos, abandonando cualquier atisbo del socialismo clásico, dejando a un lado El Capital y renovando ideas, logotipos y contenido.
El debate sobre la transformación de la izquierda es, posiblemente, la piedra angular del estancamiento de la Unión Europea. Y quizá explique el fracaso de los comunistas en países donde tradicionalmente habían tenido calado, como Italia o España. Quizá también encuentre respuestas al estrepitoso resultado de los socialistas franceses o el bajísimo perfil, algo que no sucedía desde la 2ª Guerra Mundial, del SPD alemán, cuyo ex líder, Shroeder, es ahora el jefe de una empresa petrolera controlada por su colega Putin. Así está la «izquierda».
En todo caso, al margen de disquisiciones profundas, produce bastante lástima el dolor que causan los pensadores de izquierda a sus propias bases, siempre sometidas a una permanente transformación que, en muchos casos, ni llega ni se desea. La derecha, o el centroderecha, como prefieran, es mucho más pragmática y no se anda por las ramas. Observen la receta del PP: bandera y nación española, creación de empleo precario y privatización de las empresas públicas punteras. Así consiguió la mayoría absoluta Aznar y así ha dejado su impronta incluso entre las filas contrarias. Los matices sociales son importantes, pero: ¿alguien se sorprendería si un recién llegado al país creyese que Solbes es un ministro liberal del centroderecha español?
Desconfío de los gurús de la «tercera vía», pero también de los apóstoles de la ortodoxia marxista. ¿Es posible llegar a un acuerdo en la izquierda?
Las ideas que defiende Giddens son más o menos rechazables, exactamente igual que las de aquellos que preconizan la vuelta a las trincheras. Sin embargo, a la izquierda quizá le conviene escuchar más a todos sus extremos para realizar su particular travesía del desierto, aunque ya bastante ha tenido desde la caída del muro. Alguien de Izquierda Unida dijo hace cuatro años: «nos equivocamos al pensar que PSOE y PP eran lo mismo». Me parece razonable y valiente pensar así por parte de quien se expresa contrario a la heterodoxia orgánica.
Los renovadores de la socialdemocracia piensan que la clase obrera ha desaparecido y que, en consecuencia, ya no tienen sentido los parámetros de la economía intervenida. Ahora todo lo maneja el mercado. Eso sí, hasta que la gasolina se encarece y todos nos acordamos de los apaños entre petroleras. Hasta que Renfe, o Cercanías, dejan de funcionar y tratamos de invocar a la ministra de turno. Hasta que los precios de los pisos se ponen por las nubes y lloramos al papá Estado o a las mamás Autonomías. Quiere decir esto que todas las ideas están en constante movimiento dentro de la izquierda y que mantener posturas radicales, a un lado o en otro, no beneficia en nada a los objetivos comunes. Son unas ideas, además, licuadas por aquello que algunos historiadores llaman la «aceleración de la historia», es decir, los cambios profundos de las últimas décadas. La cosa es compleja.
No estoy tan seguro que los votantes tradicionales de los partidos de izquierda europeos apoyen la renovación de la socialdemocracia auspiciada en todo el continente por los laboristas británicos. De lo que sí estoy seguro es que tampoco apoyan la fuerte división entre socialdemócratas, demócratas a secas, comunistas, eurocomunistas y demás raíces del mismo árbol. Hay despistados que llegan a confundir disidentes con adversarios políticos. Y de eso se está aprovechando al máximo la derecha europea, que tiene mejor delimitado su campo. Tampoco hay que entender siempre modernización como sinónimo de claudicación. Oskar Lafontaine abandonó el SPD para formar el Partido de la izquierda, Linkspartei, y no precisamente fue para abrazar la causa capitalista. En una entrevista al semanario alemán de izquierda Freitag, declaró en abril del año pasado: «En la era neoliberal, Alemania necesita tener de nuevo una izquierda, reconocible y distinguible. Una izquierda que pueda llegar a ofrecer una alternativa a los jubilados y a los asalariados que ahora votan a quienes recortan pensiones y salarios, una alternativa que les permita decidirse con confianza por una fuerza política que esté claramente en contra de los recortes de pensiones y de salarios». ¿No es raro que no aparezca nadie del perfil de Lafontaine en el PSOE español, en el Partido Laborista inglés, en el Partido Socialista francés o en los democrátas del Olivo italiano? Sin embargo, los derroteros del socialismo van por otro cauce. En Madrid, el nuevo secretario general de los socialistas de la Comunidad ha reconocido que «Esperanza Aguirre está haciendo algunas cosas muy bien». Y luego ha puesto a una vallecana sindicalista de UGT al frente de la portavocía del PSM en la Asamblea de Madrid. Esto es como el chiste de Mingote con Arzalluz en ABC, que aparecía poniendo una vela a Dios y otra al diablo. Pues lo mismo, pero en versión roja.
¿Alguien puede seguir defendiendo todavía que a la izquierda le va bien en Europa arrinconando a aquellos que impulsan su modernización sin perder sus señas de identidad? El reto es no quedar excluidos de la historia porque, al paso que va, la izquierda no va a necesitar una modernización, sino una reinvención. Y con otro nombre.