A veces resulta inevitable la comparación. He estado en Marrakech y las montañas del Atlas de Marruecos casi una semana y me han sorprendido, al menos, dos cosas. La primera, que los edificios de arquitectura árabe que tenemos en España exhiben un nivel estético bastante mayor que en la tierra de su procedencia natural. O en parte de ella. Y la segunda, que los taxistas marroquíes y, en general, la mayoría de los dependientes que atienden al público y los tenderos del zoco, saben hablar inglés casi todos y muchos el español. Anda, pídele tú a un taxista de Madrid que domine el inglés y ya no digamos cualquier otra lengua…
Los pueblos de la montaña del parque nacional del Tubkal, que fue creado en 1942 bajo protectorado francés, ofrecen una estampa alejado del tópico marroquí del desierto y la llanura. Abandonamos el típico recorrido turístico, después de una noche de resaca, y en uno de esos pueblecitos pudimos acceder a una de las casas de un poblado bereber. Nuestro objetivo era simple: hablar con ellos, preguntarles por su forma de vida, por su trabajo, por sus costumbres y hasta por su equipo de fútbol. Vimos a los niños salir de la escuela y un vecino, ataviado con barba y chilaba, nos explicó que la gente vive del turismo y de lo que cultivan, incluidas las plantas que todos sabemos. Algunas casas están hechas con adobe y otras, las menos, con cemento. Las primeras suelen ser de una planta y las segundas tienen varios pisos. «Son de gente rica que vive en Marrakech y se compra aquí una segunda residencia», confiesa uno de los hombres con quien hablamos. Primero te enseñan el pueblo al completo, luego te invitan a entrar en su casa, te piden que te quites las zapatillas y te dan té con menta. Luego acaban vendiéndote una pulsera, una alfombra o lo que se tercie, pero merece la pena. El regateo al principio hace gracia y al final te mosquea porque, miras lo que vale el precio al cambio, y te dan ganas de pagar todo lo que te piden si no fuera por la media sonrisa burlona que te lanza el tendero si no regateas. Los moros trapichean con todo, incluso con el precio de los hoteles.
Marruecos es un país de contrastes, me da la sensación que como todos los del Magreb. Al lado de los restaurantes donde sirven cuscús de pollo de lujo, ves la gente en la miseria o a los niños pidiendo un dinhar en la calle. En todo caso, sorprende contraponer un minúsculo poblado, en cuyas casas todos tienen pósters con los jugadores del Barça, con la vitalidad de las ciudades, que roza el tráfico demente donde motos, coches, ancianos y niños se entrecruzan sin apenas rozarse. Las calles son anchas, las avenidas tienen palmeras y las plazas rebosan de puestos donde venden cítricos, frutos secos y hasta calamares. Un camarero marroquí saluda al grupo de turistas: «adiós, adéu, agur». Entretanto, los niños juegan a fútbol cuando dejan de vender rosquillas o pedir limosna. Las mujeres acercan a sus bebés al cajero automático y buscan la compasión, por cierto con bastante terquedad, de los que manejan euros o dólares. Hay muchos controles de policía en la carretera, pero un taxista explica el motivo: «esta semana está aquí el rey».
A las cinco y media de la tarde del domingo pasado, en una cafetería de Marrakech en la que mis amigos y yo entramos para planificar la tarde, nos dimos de bruces con la realidad que une Occidente y Oriente: una televisión árabe retransmitía el Zaragoza-Atleti de la Liga española, con un comentarista en lengua vernácula y los rótulos en castellano. El bar estaba casi lleno y todos los clientes seguían el partido atónitos, sin parpadear y sin apenas dar voces, a diferencia de un bar en nuestro país. Tres días antes, en una tasca de los suburbios de la kashba, echaban el partido de UEFA del Sevilla con un público entusiasmado con Kanuté y compañía. «Español, amigo», te decían, para que luego el rey Mohamed y Aznar acaben peleados por un quítame allá el Perejil.
Me ha parecido todo muy cercano cuando nos quieren hacer creer que nos separa algo más que un estrecho.